Sol de Agua y Bleach Farm
Por Pablo Gamba
En Emami Art estuvieron Sol de Agua (México, 2025), de Mariana Dianela Torres, y Bleach Farm (Brasil, 2024), de Ligia M. Teixeira y Francisco B. Gusso. Fueron parte de la selección internacional del cuarto festival experimental de una galería de Calcuta, en la India, que se instala en el circuito de este cine con un evento significativo por los realizadores que participaron, como Dianna Barrie y Richard Tuohy, por ejemplo, entre ellos numerosos latinoamericanos y cineastas experimentales del país sede.
Sol de agua es un cortometraje rodado en Super 8 y editado en digital, que claramente se inscribe en las líneas contemporáneas de cine del paisaje, y ancestralidad y trance que se han abierto notablemente en México con obras como las del Colectivo Los Ingrávidos o Annalisa Quagliata, entre otros. Es la continuación de una serie que la cineasta comenzó con Monte Tláloc (México, 2023), pieza sobre la que escribimos en Los Experimentos. Se trata de la que llama “trilogía de las piedras robadas” y que está por concluir. Sol de agua se estrenó en la Muestra Ambulante y será parte pronto del Festival de Morelia.
El título refiere al cuarto sol de la mitología mexica y al comienzo hay un texto sobre un cataclismo que lo vincula con el monolito de Tláloc, una divinidad asociada a la lluvia y las tormentas. Se halla expuesto al aire libre en el Museo Nacional de Antropología de México, adonde fue trasladado en 1964 del lugar el que está dedicado el primer corto a pesar de la resistencia popular.
En la primera parte de Sol de Agua, el cataclismo solar se crea a partir de una imagen que es lugar común de la representación de la belleza: un crepúsculo marino y el reflejo del sol poniente, como una estela en el agua. Percibimos así un mundo que se destruye dentro otro que es cliché del paisaje, el colapso terrible de un ciclo cósmico de los mexicas en nuestra aparente normalidad.
Esta contradicción se plasma en imágenes que desafían la capacidad de identificar lo que vemos con palabras. También, por tanto, la razón que cree entender el mundo para dominarlo, la misma que considera el monolito instalado en el museo un testimonio etnográfico y que lo trata también como arte decorativo, que justifica que se haya arrancado de su lugar de origen así.
Lo contradictorio se expresa en la dificultad de describir lo que vemos con palabras. Es una experiencia que se confronta con la copia aparentemente fiel de lo real que es el paisaje filmado del modo habitual. Las imágenes no se fijan clara y bellamente en Sol de Agua sino que se distorsionan y transmutan por el montaje en cámara, la velocidad de la película y los movimientos de la filmadora en combinación con el zoom, y la exploración de otras posibilidades del registro y su procesamiento. Se pone en trance el paisaje. La música y el diseño sonoro de Diego Lozano construyen una atmósfera espectral en torno a lo que vemos.
Esa es la parte más impresionante, reveladora y valiosa de Sol de Agua. Después, pierde fuerza en el tránsito hacia lo narrativo que Monte Tláloc había evitado. Planos aéreos relatan un viaje que podría ser de la figura mítica desde la altura atmosférica con la que se asocia. Pero en la perspectiva de dominio de la Ciudad de México se filtra problemáticamente lo épico, aunque sea como justicia poética de lo ancestral sobre la modernidad que lo destruye.
En el museo, la cámara explora el monolito con un recurso que ya Torres empleó en la película anterior, trabajando con el zoom, para tratar de producir así imágenes reveladoras de algo más que una enorme piedra bellamente esculpida, de lo que pudo significar la imagen para el pueblo que la creó y de la experiencia, quizás también apocalíptica, de haber sido despojado de ella.
Bleach Farm fue parte, en junio, de una muestra de películas brasileñas procesadas a mano en el Film Forum de Los Ángeles. Incluyó Consider (Brasil, 2024), de Ж, sobre la que escribimos en este blog, y trabajos de Tetsuya Maruyama, Moira Lacowicz, el Dúo Strangloscope y otros.
Teixeira y Gusso trabajan con película de 16 mm y la técnica de revelado ecológico en boga en la actualidad. Emplearon para ello girasoles silvestres, de un modo que produce colores en un film en blanco y negro. Precipitaron, además, el deterioro de la película recurriendo a otra sustancia de uso común con ese fin: hipoclorito de sodio, la lavandina o lejía que en inglés es “bleach”. De allí el título de la pieza por unión con lo campestre, con la tierra de las plantas, aunque las que vemos en Bleach Farm son imágenes marinas.
Estas técnicas producen resultados imposibles de predecir, aunque la experiencia en su uso da un amplio margen para anticipar sus posibles efectos. El viaje de paseo que registra la película se convierte así en una experiencia totalmente diferente por las imágenes que produce la intervención del soporte y que hacen que el registro, que parece propio de un cine doméstico, naufrague en el mar de otras percepciones, de lo que se hace emerger de la materia fílmica.
La obra de Bill Morrison, por ejemplo en Decasia (2002), ha establecido la melancolía como atmósfera que se asocia con la descomposición de las imágenes, con una pérdida de la memoria. En películas como Bleach Farm es diferente: el deterioro es un juego de intervención destructora de los lugares comunes de la representación para dar lugar a otras imágenes, azarosas. Como en Sol de Agua, se destaca en la pieza de Teixeira y Gusso la música electrónica de Estêvão Dottori, que me hace recordar a Stereolab, una de mis bandas favoritas. Con su retrofuturismo, también opera contra la melancolía.
No es innovadora ni original Bleach Farm, pero el dominio de las técnicas alternativas de laboratorio la inscriben en una tendencia del cine contemporáneo que es también contraria a la tristeza: la de la llamada “resistencia analógica”, la de persistir en el cultivo virtuoso de las prácticas desarrolladas por la tradición experimental con materiales y equipos obsoletos para el cine hegemónico. En el revelado botánico se conjuga, además, con la ecología, otra resistencia.
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