Proa nublada

Por Pablo Gamba 

En el festival de cine contemporáneo Cámara Lúcida del Ecuador está Proa nublada (Ecuador, 2025). Es un cortometraje de un realizador ecuatoriano importante y con una filmografía relativamente extensa, pero poco conocido incluso en su país, Mario Rodríguez Dávila, sobre cuya película anterior, Las fotos del obrero (Ecuador, 2024), escribimos una nota en Los Experimentos

Es un cine sobre Guayaquil, sus personajes y el paisaje que la rodea el de Proa nublada, lo que refiere a la lejana trilogía del río Guayas de Rodríguez Dávila, integrada por Invitación a sepelio (Ecuador, 2007), Puente en la madrugada (Ecuador, 2010) y Cordel (Ecuador, 2012). Mónica Delgado ha señalado en la trilogía la impronta de las primeras películas de Lisandro Alonso, como Los muertos (Argentina, 2004), lo que lleva al tópico de la integración de los personajes a la naturaleza y a la cuestión problemática del “buen salvaje”. 

Hay un gran plano general en esta película en el que vemos un grupo como si emergiera del mismo río hacia la orilla, donde habrá de recogerlos un colectivo que se los llevará de ese paisaje. Un plano cerrado, con la cámara a ras del suelo, muestra después los pies que desaparecen por el lado superior del cuadro cuando dan el paso con el que suben al vehículo, sin ninguna referencia visual a este. Es como si salieran por arriba como surgieron del río, no alejándose sino ascendiendo de este mundo a otro, a un más allá alegórico. 

La importancia del encuadre me lleva hacia otra fuente: las películas de Jean-Marie Straub y Danièlle Huillet. Por tanto, hacia la no reconciliación, la resistencia, en el entorno de la ciudad. La inmovilidad, el trance y la oscuridad me hacen pensar en Pedro Costa, con personajes separados de su lugar en el mundo como los caboverdianos en Lisboa de su cine. Se construye sobre esta base y la alegoría una desfamiliarización que es un modo de representar Guayaquil, su atmósfera y su gente en disonancia de los tópicos de lo tropical y lo moderno, una resistencia que tiene referencias plásticas y poéticas en la película, así como se resiste al realismo hegemónico del cine latinoamericano. 

El plano inicial de Proa nublada es de un personaje profundamente dormido, aunque es de día, en un sofá apoyado contra una pared en la que vemos un cuadro. Por los créditos sabremos que no tiene título, y es del fotógrafo, pintor y escultor guayaquileño Eduardo Jaime. Su disposición en el encuadre recuerda la manera de representar los sueños en el primer cine, lo que pondría en tensión al que sueña con lo que lo rodea y al arte con su entorno real, constantemente presente en la ambientación sonora con ruidos cotidianos. En el contexto de las referencias artísticas, introduce un característico tema del barroco que es la vida como sueño, el otro mundo, quizás, de la escena del río. 


Algo análogo ocurre en las lecturas en voz alta del que se perfila como protagonista, de textos que al final se identifican como tomados de El fuego de San Telmo, cuyo autor es también de Guayaquil, Carlos Luis Ortiz Moyano. Las palabras atraviesan en su trance al personaje, iluminan la oscuridad y se desbordan hacia un más allá del momento y lugar en el que se dicen, de un modo metafóricamente parecido a como el encuadre se rebasa en el plano de los pies y en la más imaginativa escena del corto, en la que una mujer que se baña lanza y recibe prendas de ropa de un espacio de arriba, fuera de cuadro. 

Un movimiento en tensión con este es el del zoom, significativamente acompañado de silencio total cuando se adentra en la pintura de Jaime, en un plano que la discontinuidad narrativa separa del contexto en que la vemos por primera vez y que llena aquí la pantalla. Hay un zoom más, que se cierra sobre el protagonista y otro personaje cuando conversan en sillas sacadas a la vereda, a las puertas de un bar, en contrapunto con un gran plano general de la calle visto antes. Ir hacia adentro es, por tanto, en las coordenadas alegóricas de este espacio, un abismarse en el mundo del sueño-muerte en vida urbano. 

Construir la trama y la simbología requiere aquí el esfuerzo de discernir en la oscuridad y la apertura de campo que lo dificultan, contra la fragmentación y la posible alternación del orden de la historia en el relato también. Pero la muerte de un personaje que creo que vi en el colectivo que ha de partir del río, si quedara claro en el relato, ayudaría a aclarar el lugar simbólico de la ciudad por referencia a la alegoría cristiana del Infierno, el Paraíso y el Purgatorio. 

En la historia es fácil identificar, en cambio, el lugar común del poeta maldito alcohólico protagonista, que lee, escribe y se derrumba sobre la barra del bar, dormido, o cayendo al piso. En sus encuentros con tres mujeres encontramos otra simbología, que me resulta problemática por su referencia a las “razas”. 

En un plano vemos a una de ellas mirando a cámara sobre el respaldo de un sofá, mientras a sus pies, entre sombras, el poeta yace sin sentido, después de su caída. La encontramos de seguidas en un plano que recuerda la representación de la Piedad. Otra de las mujeres pareciera tener intercambios de mensajes de celular con el mismo hombre del bar que conversa y bebe con el poeta en el plano de las sillas, como si hubiera un triángulo entre ellos, mientras que la tercera, que acompaña al poeta comiendo en casa, es la de la escena del baño, la de la vida doméstica, la esposa. Lo significativo, además de lo que cada una simboliza, es que las historias desbordan el argumento. Son microrrelatos de una vida cotidiana posible, pero que solo podría desarrollarse como tal más allá del sueño-muerte en vida alegórico y en tensión con él. 


Así como está el gran plano general del río que es su contracampo, vemos un plano panorámico de Guayaquil a través de una ventana y la referida calle, en cuya arquitectura moderna hay quizás una cuestión identitaria que se me escapa. No solo no soy guayaquileño sino que nunca he estado en esa ciudad. Pero nací en otra que tiene una tradición literaria disidente, y que ha conformado un mito urbano en rechazo de la modernización fallida que es la característica más visible de su paisaje, sin nostalgia ninguna por el pasado. 

Pienso, por tanto, que también hay algo profundamente local en la manera como Mario Rodríguez Dávila se apropia del cine de Straub-Huillet y Costa, y el de Alonso y otras posibles fuentes. En tensión también con el aspecto frágil de Proa nublada, le da un alcance singular y trascendente, sin recurrir en este caso al tema universal vigente de la lucha de clases de Las fotos del obrero. Hay lugares comunes, como he dicho: el del poeta maldito, el del ultramundo cristiano, por ejemplo; los del “buen salvaje” y las “razas”, problemáticos. Así como reconozco el tema de la alegoría y la ruina de Walter Benjamin, en Rodríguez Dávila tiene peso la “sensibilidad criolla” que identifica Paul Schroeder y los aspectos retrógados que puede conllevar. Pero aún así lo determinante es cómo puede operar esta pieza en su disonancia, su anacronismo y su resistencia contra las mitologías del orden y el progreso.

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