Dos veces bestia
Por Pablo Gamba
El primer largometraje de Luis Esguerra, Dos veces bestia (Colombia-España, 2025), recibió una mención especial en la competencia iberoamericana de Lima Alterna. Se estrenó en el Festival de Cartagena y estuvo en el Ficvaldivia. El cineasta es conocido también por el cortometraje Tú me hiciste ver el cielo (Colombia, 2023), que tuvo su estreno en el FID de Marsella.
Dos veces bestia es una continuación del corto por lo que respecta a los motivos del bosque y el extraño musgo que hay en él, y que es un espacio para la expresión de identidades queer. Veo en esto una conexión con la tradición del documental performativo, denominación cuyo uso se extendió más allá de las películas a las que hace referencia con claridad, como son las de Marlon Riggs por su empleo del espacio escénico, la actuación, el canto y la poesía para propiciar el despliegue de las performances que manifiestan las identidades disidentes. Aquí ese espacio es el bosque, lo que lo presenta como un territorio imaginario para que lo queer devenga en una forma de vida alternativa y, por tanto, le da a ese lugar una dimensión utópica también.
En tensión con esto encontramos el grupo de protagonistas jóvenes que son ya un lugar común que se reitera en películas colombianas tan diferentes como Monos (2019), de Alejandro Landes, o Anhell69 (2022), de Theo Montoya, aunque aquí no son todos sino la mayoría, con la notable excepción de un travesti de edad madura. Es una cuestión problemática porque expresa una concepción eurocéntrica de América Latina como un mundo joven, aún en formación. Por otra parte, se repite aquí la asociación de la identidad queer con la naturaleza selvática exuberante, lo que cuestiona la artificiosidad y la procedencia foránea que se le atribuyen para perseguirla. Es algo que se ha visto en El tercer mundo después del sol (2024), de Analú Laferal y Tiagx Vélez, y El origen de las especies (2024), de las dos y Juliana Zuluaga.
Formalmente, Dos veces bestia se presenta también como una obra queer, en cuyo cuerpo fílmico hay una constante mutación entre diversas identidades. Hay un enfoque sensorial y mitopoético del bosque, que se expande hacia referencias expresionistas y la exploración de la percepción del mundo a escalas no humanas, la del musgo en particular, en lo que el film se apropia de dispositivos del cine experimental. Pero hay una falta de solución de continuiad entre esto y la ciencia ficción en los motivos de la fumigación del bosque por unos personajes en buzos blancos de protección química y la voz que adquiere en bosque para haceles preguntas, la cual se me parece un poco al sonido que hacen las criaturas de las películas de la serie Depredador. El bosque, además, se presenta como una misteriosa “zona”, en lo que no parece difícil hallar una irreverente cita de Stalker (1979), de Andrei Tarkovski.
En tensión con esto hay entrevistas documentales a los personajes y partes que corresponden en el argumento a videos de estilo aficionado, grabados por ellos mismos en el bosque y en sus interacciones como grupo instalado en una casa que hay allí. Los videos ponen de relieve, por contraste de textura y la integración de la cámara a los movimientos del cuerpo, la materialidad queer de Dos veces bestia, que incluye el uso del soporte fílmico en las partes mitopoéticas y de ciencia ficción, para abrirlas a la posibilidad de las huellas fotoquímicas de lo que podemos percibir, pero no identificar. Se añaden a esto técnicas de la manipulación del color y animación que me hacen recordar un corto colombiano reciente, Este no es tu jardín (2025), de Angélica Restrepo y Carlos Velandia, comentado en el blog. Contrastan también con la sencillez de las entrevistas documentales, en primeros planos frontales con fondos neutros.
Estando las posibles historias de la desinfección del bosque y la visita del grupo a la “zona” apenas esbozadas o solamente implícitas, la dominante en esta película es el desarrollo formal en términos abstractos, no narrativos. De la alternación con la que el comienzo Dos veces bestia se presenta como de varias películas posibles ‒algo que me parece que también sugiere el título‒, vamos pasando progresivamente a un cruce entre los diversos modos de representación, bien sea por la falta de solución de continuidad señalada entre lo mitopoético y la ciencia ficción, lo que ocurre análogamente con las voces, cuando de las preguntas de la entrevistadora fuera de campo pasamos a las de la “voz” del bosque, por ejemplo, o también por el solapamiento de las voces de los contextos originales en los que comienzan a escucharse a otras partes. Amalgaman el material diverso que se alterna en el montaje de modo similar a cómo esto ocurre por la función de la voice over en el documental expositivo.
La culminación de esta convergencia de las diversas partes del cuerpo fílmico queer hace extensiva la integración a lo que está detrás de las cámaras, al equipo de rodaje. La desestabilización mutua de las modalidades de representación se hace explícitamente extensiva así a la distinción del autorregistro de aficionados y el rodaje profesional. Encuentro en esto una declaración acerca de la necesidad de que el cine tal como lo conocemos, con su diferencia entre los que hacen arte como especialistas y los que no, se disuelva en el marco de la desaparición de distinciones como las que hoy aún rigen entre los géneros. Diría que es una recuperación de las frases con la que termina uno de los manifiestos latinoamericanos más incomprendidos, que es Por un cine imperfecto (1969), de Julio García Espinosa: “El arte no va a desaparecer en la nada. Va a desaparecer en el todo” (de una nueva sociedad).
Hacia esa otra mutación, políticamente progresista, apuntaría también Dos veces bestia. Pero encuentro frente a esto una problemática irresolución de la cuestión que plantea en la película el sonido off de los aviones que despegan o aterrizan en un aeropuerto cercano al bosque, extensivos a las entrevistas que parecen hechas en un limbo, en un espacio sin lugar. Además, hay partes en el bosque en las que parece que se escuchan disparos y unos perros de caza que también acechan a los personajes queer, y esto no se desarrolla ni siquiera de la manera gótica mítica como ocurre en Anhell69. Queda así aquí, como en ese otro film, el cabo suelto de la necesidad de hacer frente políticamente a la violencia transfóbica y homofóbica, y de luchar por la utopía del bosque. La fiesta de fin del rodaje celebra un logro que solo se ha conseguido en el cine.


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