Enviado para falsear y Amor de verano


Por Pablo Gamba 

Enviado para falsear, de Maia Navas, y Amor de verano, de Eline Marx, son dos películas notables realizadas recientemente en Argentina. Sus proyecciones han sido discontinuas, puesto que son cortometrajes, pero se siguen presentando aunque se estrenaron en 2021, lo que no es común. El hecho de que se resistan a ser olvidadas pronto, como ocurre con tantas producciones como estas, y hayan coincidido en un programa de Cine Poco Exhibido el 19 de febrero en Proa 21, en Buenos Aires, es un buen pretexto para volver sobre ellas a comentarlas. 

El estreno de Enviado para falsear fue en Doc Lisboa y estuvo también en el BAFICI, entre otros festivales. El título en español es la traducción de ashipegaxanacxanec, una expresión en lengua originaria qom. El corto se realizó en el marco de un proyecto de la Universidad Nacional del Nordeste de resignificación del archivo del antropólogo alemán Robert Lehmann Nietsche, en este caso una foto alusiva a la masacre de más de 400 personas de los pueblos qom y moqoit en la Reducción de Napalpí, Chaco, en 1924, una de las mayores matanzas de indígenas del siglo XX en Argentina. 

Es también una película que se hizo en 2020, durante la cuarentena por el covid-19, pero trasciende el “cine de la pandemia” en sus vertientes más conocidas. Resignifica la fotografía de Lehmann por referencia al retorno de los métodos criminales de vigilancia y exterminio de las poblaciones originarias en esta emergencia sanitaria, debido a la peligrosidad que aún se les atribuye. En este caso se trata de indígenas que en su mayoría son pobres y viven en el barrio de Gran Toba, en Resistencia, capital del Chaco. 


Hay una analogía en estos métodos por lo que respecta a las tecnologías. La foto del antropólogo en la que se centra la atención de la realizadora es de un avión alrededor del cual hay un grupo en el que figuran Lehmann y hombres armados con fusiles. El científico alemán escribió como pie de la imagen: “Avión contra levantamiento indígena en Napalpí”, lo que aclara la relación entre sus investigaciones, el avance de la modernización en el que se inscribieron su ciencia y la aviación, y la matanza. 

En la foto también hay unos indígenas, significativamente ubicados en el fondo del grupo, detrás del avión, y vestidos a la usanza de los criollos y europeos. Su presencia en la imagen es clave por lo que respecta al fuera de campo de la masacre. Desde el punto de vista “científico”, demuestran el éxito del experimento “civilizador” de la “reducción”, como se llamó en Argentina al confinamiento de estas poblaciones, mientras que políticamente representan al esclavo bueno, el manso, registrado allí como un encubrimiento de los indígenas que se rebelaron contra el trabajo forzoso. 

El correlato actual del avión es un dron de la policía, que replica la visión de vigilancia y represión “desde arriba”, una perspectiva de poder. Navas hizo una recreación de las imágenes que pudo haber tomado un aparato de este tipo que, a diferencia del empleado por los asesinos del siglo XX, fue derribado de una pedrada por alguien que desafió y venció al dron. Para ello recurrió al algoritmo de Canny, que oculta información considerada superflua o inconveniente. 

Al igual que el antropólogo fotógrafo, el dron se convierte así en un falsificador, cuya mirada maquínica construye una representación visual paradójica que hace invisibles para el ojo humano a aquellos a los que vigila. De este modo, la que realmente es una operación represiva se presenta como una medida de protección. 

Parte de la lucidez de esta película es que evita la construcción de otros relatos encubridores, como los que representan a los indígenas como víctimas o héroes. Los personajes de este ensayo son Lehmann Nietsche y el dron, visto al comienzo como análogo a un platillo volador y puesto al final a disposición de un agente visible de una justicia poética que no es el que lo derribó de un tiro de honda. Esto tampoco tiene el efecto apaciguador de los triunfos de la causa justa en la ficción sino que, esencialmente, destaca la posibilidad de hacer frente a estos dispositivos y destruirlos.


Un referente clave de Amor de verano es La jetée (1962). Es evidente porque se trata una película hecha principalmente con fotografías. Esto trae a colación la tensión entre el tiempo de las fotos y el de la narración que se construye con ellas. En este caso no es un tiempo circular, como en el film de Chris Marker, sino cíclico, marcado por un contrapunto entre el leitmotiv de la frase del título y la fugacidad a la que se refiere. 

El personaje de la cineasta, narradora en el corto, busca resolver un misterio acerca de su identidad. Es lo que ocurrió con su abuelo, un argentino del que se enamoró su abuela francesa y que es uno de los más de 30 000 detenidos “desaparecidos” por la dictadura cívico-militar de 1976-1983. Como en otras historias similares, también hay un juego que consiste en llegar a un punto del relato que pone en tensión su verosimilitud porque entran en juego los lugares comunes de los géneros cinematográficos sin solución de continuidad. Pero Amor de verano es una película que subvierte las expectativas en torno a una ficción autobiográfica de este tipo por lo que respecta al hallazgo o la construcción de una base sólida sobre la cual responder a la pregunta de “¿quién soy?”.

La experiencia reveladora es aquí con lo que está en tránsito, y no en el sentido posmoderno como se entiende la deriva del yo por los diversos contextos de una sociedad que no cambia porque la historia se terminó. Es, por el contrario, la vivencia moderna de un mundo en el que todo lo sólido se desvanece en el aire –cita de Marx y Engels en el Manifiesto comunista– por la terrible vorágine de la lucha de clases que es la historia de la humanidad. 

El encontrarse a sí misma del personaje de la cineasta es reconocerse como parte de eso, por referencia a un mundo en el que las vidas de los luchadores están apasionadamente comprometidas y entregadas a los cambios más que a cualquier cosa fija como las fotos o lazos con abuelos que puedan aclararnos quiénes somos, aunque sea imperativo encontrarlos para hacer justicia. El leitmotiv del título se refiere a eso, a que el cambio es lo único firme, y es una verdad que se hace parte de la vida como el estribillo de una canción familiar que se repite en situaciones diferentes. Lo que la autobiografía tiene de ficción es también verdad, entonces, cuando funciona como impulso para la imaginación de lo que podemos ser porque es la manera como constantemente nos inventamos.

La presentación de películas como estas en el mismo programa pude ser también un recordatorio de que el cine es igualmente una vorágine y que, si hay imágenes cuya hegemonía parece estable, es por su capacidad de ocultar que existen otras también visibles. Por eso hay que resistir este orden apoyando militantemente sus fugaces apariciones en algunas pantallas.

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