Pakucha

Por Claudia Arteaga

En las alturas de Puno (Perú), a más de cuatro mil metros sobre el nivel del mar, un conjunto de familias alpaqueras de la comunidad aymara de Jatucachi se reúnen para celebrar el “uywa ch’uwa”, una fiesta dedicada a las alpacas. A través de una serie de rituales, convocan al espíritu mayor de estos animales, la Pakucha, para asegurar con el favor de esta deidad masculina su reproducción diversa. De la fiesta, destacan el sacrificio de una alpaca y la celebración del matrimonio de otras dos. Estos y otros momentos rituales componen Pakucha (2021), largometraje documental del director, Tito Catacora. Óscar Catacora, el recordado director de Wiñaypacha (2018) y sobrino de Tito, hace la fotografía y la producción. 

Wiñaypacha, también ambientada en las alturas de Puno y filmada enteramente en Aymara, fue el primer gran éxito de los Catacora y la primera película en que tío y sobrino colaboraron juntos. Aclamada por la crítica y premiada en festivales nacionales e internacionales, Wiñaypacha fue dirigida por Óscar y producida por Tito. En Pakucha, invierten roles demostrando que, en su sinergia, los Catacora han logrado consolidar una propuesta única para el cine peruano y para el cine filmado en lenguas originarias a nivel latinoamericano. Pese al fallecimiento inesperado de Óscar hace dos años, Tito demuestra con esta película que esta apuesta conjunta continúa avanzando. Mientras estamos a la espera del estreno de dos largometrajes bajo su dirección, si la comparamos con su predecesora, Pakucha plantea más potentemente un universo sensorial que evidencia un mundo aimara íntegro y suficiente en sí mismo. 

En Pakucha, un particular despliegue espacio-temporal hace que las relaciones entre humanos, animales y naturaleza hablen por sí solas. Se mantiene el recurso de la toma detenida y alargada empleada en Wiñaypacha, aunque a través de treinta y cinco planos que van desde el enfoque en los detalles, como en los objetos rituales, en la dinámica conjunta de los participantes durante la fiesta, así como en el paisaje, en donde la naturaleza y el territorio son también personajes. La fotografía, realizada exquisitamente por Óscar, se vale además de un ángulo contrapicado, inclinado para ser más específica. Estos recursos visuales permiten ver la interacción de las personas y animales con el espacio, en la manera cómo se distribuyen durante los rituales de la fiesta a partir del movimiento. A estos momentos se suman otros de desplazamiento de las personas fuera de los planos generales. Ahí las tomas nos dejan solos con el sonido del transcurrir del viento, mostrando un paisaje que, sin mayor movimiento, transmite vida y dinamismo. Y es que esta estética centrada en el espacio y la contemplación hace del espectador testigo de la vitalidad y reproducción de un universo autónomo, sin proveerle de mayor explicación que la necesaria para seguir las actividades realizadas.  

Asimismo, tenemos que las escenas en las mesas rituales, en las comidas, danzas, las finales de los cantos y las risas de las familias cuando imitan el sonido de los animales, proponen con su júbilo una representación de las formas de vivir indígenas que no es victimizante, miserable o que anticipa su extinción. Todos tonos percibidos en un corpus amplio de películas peruanas sobre los Andes o que abordan personajes andinos. Algunos ejemplos son Samichay (2020), Manco Capac (2020), Canción sin nombre (2019), Mataindios (2017), Retablo (2017), y yendo más atrás, la controvertida Madeinusa (2005). En medio de estas propuestas autorales, ficcionales y documentales, Pakucha muestra una factura genuina, que en su elaboración estética no se siente impostada respecto al mundo que busca representar. 

Debido justamente a su singularidad es que la película puede presentar más de un desafío para el espectador, enfrentado con imágenes que no son de fácil consumo. Por supuesto, todo cine artístico plantea esta dificultad. Pasando esta obviedad, lo cierto es que Pakucha no es una narrativa transparente o accesible para un espectador metropolitano que poco o nada sabe sobre los rituales, ni mucho menos está familiarizado con sus simbolismos. En el peor de los casos, la película se podría encontrar con un espectador que saldrá de la sala con la frustración de haber perdido el derecho, bien anclado en el pensamiento occidentalizado, de entenderlo todo. En el mejor de los casos, quien observa, si se abre cognitivamente, se vinculará ya no a través de la certeza, sino de una apertura que lo hará sensible a la celebración de la vida que es, en última instancia, a lo que apunta esta película documental. 

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