Mudos testigos

 

Por Pablo Gamba 

Mudos testigos, ganadora del premio al mejor largometraje en la Competencia Vanguardia y Género del BAFICI, es otra de las películas del festival basadas en archivos. Se trata, además, de una obra póstuma de Luis Ospina (1849-2019), uno de los realizadores más destacados en la historia del cine de América Latina. La codirigió y completó Jerónimo Atehortúa, colombiano como Ospina, productor de Pirotecnia (2019), de su hermano Federico, y Como el cielo después de llover (2020), de Mercedes Gaviria. Esta es su ópera prima en la dirección de largometraje. 

La película está hecha con el material que se ha encontrado y restaurado de nueve largos de ficción silentes realizados en Colombia entre 1922 y 1926. También con partes provenientes de noticieros y documentales de la época, y algunos fragmentos de películas extranjeras que fueron tomados de otro archivo, el que es hoy internet. 

Una referencia clave de Mudos testigos es Dawson City: Frozen Time (Estados Unidos, 2016), dirigida por Bill Morrison, que se hizo con filmes que habían sido enterrados bajo una pista de hockey en 1929, recuperados en 1978. Pero una singularidad de la película de Ospina y Atehortúa es que decidieron hacer un largometraje de ficción, un “melodrama en tres actos”, como indican al comienzo, con un estilo que lo identifica como del presente, en vez de copiar el de la época. 

Tratándose de una obra de Ospina, habría que ver en esto otro gesto de provocación del realizador que llevó al cine, en Un tigre de papel (Colombia, 2008), el personaje de Pedro Manrique Figueroa inventado por su sobrino, Lucas Ospina. Es una película que trata la relación del individuo con la historia de un modo que también reinventa una tradición para parodiar, en ese caso, el mito del artista latinoamericano comprometido con la izquierda revolucionaria en tiempos de la Guerra Fría. A Manrique Figueroa se lo identifica como pionero del collage en Colombia y Mudos testigos es también un collage, por lo que podría haberla dirigido él.


Pero la invención de una nueva película del pasado no tiene nada de paródico en Mudos testigos, y en eso podría notarse, quizás, la presencia de otra mirada en la codirección. Un texto del comienzo parece revelador en este sentido, porque declara que es una obra que “da cuenta de lo que fue y lo que pudo ser ese período en Colombia” (el subrayado es mío). La aventura de imaginar el pasado es aquí, entonces, inventar aquello que aún no podía cristalizar entonces, el futuro de ese ayer, un proyecto que parece basado en la manera de pensar la historia de Walter Benjamin. 

Esto lleva a mirar de otro modo los que podrían considerarse errores en la manera de hacer películas en Colombia en aquella época. Es algo contra lo cual advierte David Bordwell en sus críticas a la calificación de “primitiva” de la que era otra forma de entender la manera de narrar antes de que el estilo de Hollywood se impusiera como clásico y que persistió en el proceso como alternativa o resistencia. Podría ponerse como ejemplo una conversación en intertítulos del protagonista, Efraín, sobre su enamoramiento de Alicia, que se desarrolla en grandes planos generales. La misma apertura de campo se usa en otras escenas de la pareja de futuros amantes, filmadas en la calle. ¿Por qué ver esto como escenas mal filmadas por colombianos inexpertos y no como otra manera de filmar ‒o una anticipación intuitiva de la modernidad, quizás‒? 

Una película hecha de fragmentos de muchas otras películas es también un desafío de la noción clásica de continuidad. Pone en tensión inevitablemente la unidad del relato que puede seguirse en los intertítulos y también la “interpretación” de los personajes principales, que está construida sobre la base del trabajo de los tres actores de El amor, el deber y el crimen (1925), pero también de personajes de otros filmes. 

Es un hecho histórico, además, que las primeras vanguardias del cine eran contemporáneas de estas películas. No puede pasarse por alto aquí por lo que respecta a la exageración del romanticismo en los filmes utilizados, que los realizadores llevan a rozar lo surrealista cuando las llamas de la pasión se extienden más allá de la pareja. Pero vieron en esto también el barrunto de una corriente actual de vanguardia que trabaja, como ellos, con metraje encontrado o de archivo, y se apropiaron de procedimientos característicos de Peter Tscherkassky.


El collage, que tiene entre sus figuras paradigmáticas del cine a Jean-Luc Godard en la modernidad, se vale aquí de un recurso clásico por definición que es el género. El melodrama tiene la potencial de meter de todo en él de un modo que puede resultar verosímil hasta cuando es muy forzado, como lo demuestra la prolongación virtualmente infinita de las telenovelas latinoamericanas. Mudos testigos aprovecha esto para incluir material del mayor número posible de películas sobrevivientes de la época. Es una posibilidad que se abre en particular porque lo que ocurre por azar es un tópico del melodrama ‒el primer encuentro de los futuros amantes por casualidad en la calle, por ejemplo‒, y da pie para giros de motivación débil en la historia. 

De este modo, que a Efraín de pronto le den ganas de ir al cine permite introducir un largo segmento documental que se exhibe en la sala a la que va en la primera parte. Otro giro permite introducir el Carnaval en la segunda y la persecución de la tercera parte toma un rumbo que desborda la trama de amor y celos de un trío para convertirse en diario de viaje del protagonista por una Colombia profunda, apoyado en imágenes documentales y con una narración en primera persona que recuerda a las que son lugar común en el documentalismo actual. 

Todo esto presupone una manera de narrar de las que se describen como “consciente de sí misma”, en el sentido de que es resultado de una reflexión sobre sus propios procedimientos. El corolario es aquí una película que cambia de estilo de una parte a otra, como si se fuera modernizando. Se expresa también la música y el sonido, que no solo hacen patente cómo el cine silente de algún modo pedía su transformación en sonoro sino que se extiende a la experimentación con la combinación de música y efectos de sonido. 

La atención a aquello que no podía cristalizar en el cine de aquella época, pero que parece está en sus imágenes como potencialidad, trasciende el marco del amor al cine, la cinefilia. Hay, por una parte, una apropiación también de las obras literarias nacionales en las que algunas de estas películas se basan, como María (1867), de Jorge Isaacs. También de La vorágine (1924), de José Eustasio Rivera, y de otras, lo que le da a la película un marco referencial en la cultura colombiana. Es algo que viene del cine de Ospina por lo que respecta al “gótico tropical”. 

Aunque parezca irónico, podría decirse que la incorporación de fragmentos de cine extranjero responde también a esto, puesto que el lugar que ocupa el cine nacional es minoritario en la cultura cinematográfica, salvo en los Estados Unidos y la India. No es la producción propia sino el producto importado ‒y los importadores‒ los que dominan los mercados en prácticamente todo el mundo. Esto explica que las películas nacionales tengan como referencia inevitable el cine extranjero, como lo pone de relieve el enfoque histórico de Paulo Antonio Paranaguá.


Más relevante, sin embargo, es la Colombia de la época del cine silente que puede descubrirse en estas imágenes, que incluso es contraria a lo que se trató de representar en los documentales de propaganda que se utilizaron para hacerla. Lo que no pudo ser de lo que fue ese país es así también en Mudos testigos una aspiración a alcanzar una modernidad, entendida como progreso en el capitalismo, que se hace evidente en la imitación nacional del cine de Hollwood. 

La perspectiva histórica permite percibir allí, por una parte, una Colombia que no fue y que era la utopía de un sector social de empresarios aventureros, como los del cine. Su manera de pensar se expresa aquí también en evidentes desafíos a la moral tradicional en las relaciones entre los sexos e incluso en burlas sutiles de la Iglesia Católica. 

Pero esto se confronta en la película con otro país ‒de otra clase social, además‒ que es el de los primeros años de lo que en Colombia se llama terriblemente “la violencia”, el estado de guerra social que tuvo como punto culminante la lucha de varias guerrillas, que aún persiste en algunos focos. Es particularmente escalofriante, por ejemplo, la representación del trabajo infantil en uno de los documentales citados. 

También se recuerdan aquí, en especial para los que no somos colombianos, los orígenes del antiimperialismo en ese país. No es algo que se importara de Moscú o de La Habana sino vinculado con la participación de los Estados Unidos en la secesión de Panamá en 1903, de la que trata una de las películas de las que proviene el material usado, Garras de oro (1926). 

Me da la impresión de que en estos aspectos está plasmada más la mirada de Jerónimo Atehortúa, que es de una generación a la que no le tocó polemizar con el nuevo cine latinoamericano de los años sesenta, como a la de Luis Ospina y el Grupo de Cali al que perteneció. A eso responde también su actitud irreverente y provocadora característica. 

Pero Mudos testigos es una obra del ácido humor ospiniano por lo que respecta a la actitud la que desafiaba a la muerte el cineasta, que buscó en el archivo una manera de poder seguir haciendo películas cuando la enfermedad ya no le permitía filmar. Es una obra que nos pide que apreciemos su humor gótico, pero también tropical y vitalista, en el fantasma que sigue viajando por los festivales después de muerto con una película que está hecha con imágenes que se filmaron mucho tiempo antes de que él naciera. Es, además, una gran película inolvidable.

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