Cortos de Benjamín Ellenberger en la S8 de La Coruña

 

Por Pablo Gamba 

La Muestra de Cine Periférico de La Coruña presenta este año un programa dedicado a Benjamín Ellenberger. Reúne cinco cortometrajes rodados en Super 8 y 16 mm, fechados entre 2013 y 2020, e incluye la realización de una performance con tres proyectores de 16 mm titulada III NBR (2015). Puesto que la cobertura que hago de la también llamada S8 es a distancia, mediante screeners, comentaré los cortos, pero consideraré la descripción y un registro de la performance porque es pertinente para contrastarla con la otra faceta del trabajo del cineasta argentino. 

Ellenberger es parte del resurgimiento del cine experimental en su país, con cineastas que han hecho el relevo de los que se reunieron en torno al Instituto Goethe, en Buenos Aires, en los años setenta, como Narcisa Hirsch, Claudio Caldini y Marie Louise Alemann. Aquellos conformaron un grupo con búsquedas artísticas diferentes entre sí y que tampoco se definía por referencia a una identidad nacional o latinoamericana ni por un activismo político, lo que les dio margen para desarrollar su trabajo bajo la más feroz de las dictaduras de la historia de Argentina. 

Si hay una herencia que ese grupo ha transmitido a los cineastas cuyo trabajo comenzó a hacerse notar a partir de 2011, es quizás la reivindicación del cosmopolitismo y la individualidad, y la conciencia de que el cine experimental es un arte que puede ser reconocido y protegido por instituciones culturales. Por tanto, hay una legitimidad a la que puede aspirar, aunque se confronte con el cine establecido por sus búsquedas estéticas y el modo de producción, y la demuestra el conocimiento y dominio de las técnicas que distinguen al artista del aficionado. 

En el caso de Ellenberger, estos tres factores ‒búsqueda individual, cosmopolitismo y aspiración al reconocimiento‒ convergen en torno a una investigación de lo esencial del cine entendido como “luz que se mueve en el tiempo” ‒cita de William Wees‒, y de los problemas que pueden plantarse en relación con esto. El blanco y negro en que filmó los cortos se presta para este fin. 

Elena Duque, la curadora del programa, señala en estas películas “una vocación aparentemente diarística” que se trasciende. Es claro en las tres primeras, y en particular S/T (2016), que se presenta como el relato de un paseo por un lugar en la frontera entre Austria y la República Checa en invierno. Un plano de la luz entrando poderosamente por una ventana, en el contexto de otros que muestran cómo ilumina el interior de la casa, hace de eso la invitación al recorrido, que ocurre en un momento preciso del tiempo, cuando comienza la primera nevada del invierno.


Pero el montaje rítmico crea una tensión con el tiempo de la historia posible al fragmentarla. Pone también en tensión, con su ritmo estructurante, lo personal del relato de la caminata narrada desde la perspectiva del yo implícito tras la cámara. Problematiza esa mirada, como la exploración de la luz hace que lo que podría ser un recuerdo personal sea algo más que eso. 

En Delta (2013), el segundo en orden de proyección de los cortos, el protagonismo del cineasta se hace explícito con relación a la luz en los planos en que registra su propia sombra. Es un motivo que me hace pensar en Anticipation of the Night (1958), de Stan Brakhage, película con la que se inicia el cine lírico, según P. Adams Sitney. El vínculo personal con lo que filma cobra relieve también en los primeros planos fugaces de una mujer, que de esta manera se destaca entre los personajes. Pero la sombra es también reveladora de otro protagonismo: el de la luz, que en esta película adquiere movimiento, además, cuando se refleja en el agua.


Persiste en Delta la tensión entre el tiempo construido con el montaje y el tiempo natural, que aquí refiere al verano, como en S/T al invierno. Pero la fragmentación espacio-temporal mediante el montaje rítmico es más intensa en esta película, hasta el punto de que ya no es posible construir una historia del viaje a la isla donde el corto se ambienta ni ninguna aventura allí. Se le añaden movimientos de cámara sin función descriptiva del espacio ni narrativa claras, pero que tampoco parecen tener un fin expresivo. Solo le dan un peso mayor a la exploración formal. 

La relación luz-tiempo tiene su mejor expresión en Fragmentos de domingo (2013), la tercera película del programa. Ellenberger juega aquí con el registro cuadro a cuadro para darle movimiento acelerado a la luz en el interior de un departamento y crear otro tiempo, además del que construye la velocidad creciente del ritmo del montaje y el implícito en el día del título. 

A esto se añaden planos de un bizcochuelo que recuerdan las naturalezas muertas y, por tanto, el tiempo de la imagen pictórica. Se le suma un tiempo más, de otra de las artes, la literatura, en los planos de un libro abierto que traen a colación el tiempo que corresponde a la palabra escrita impresa. Tiene este en común con el tiempo del cine el estado de latencia de la voz del texto. Vuelve a decir lo escrito cada vez se lee, como una película se ve cuando se la proyecta.


Volviendo al bizcochuelo y a las naturalezas muertas, la imagen del cine también conserva un tiempo, pero que puede fluir como el de los recuerdos. Por ejemplo, el de los días del título en el departamento donde se filmó. Es algo que establece aquí el protagonismo del que filma y lo que esta película tiene de diario. En Fragmentos de domingo se introduce, además, otro indicio de subjetividad, que es la superposición de imágenes. La planitud resultante es correlativa del expresionismo abstracto de Anticipation of the Night y del cine lírico de Brakhage, según Sitney. 

En esta película, además, al entrar la luz por las ventanas, atravesar persianas y proyectarse en las paredes o sobre los objetos, crea formas. Esto apunta hacia otro tipo de abstracción, geométrica. El montaje rítmico está vinculado con la repetición de los mismos pocos objetos, lo que los abstrae del espacio y el tiempo del departamento. El motivo del marco llama la atención sobre el vínculo entre la geometría y la abstracción de los objetos encuadrados en el montaje rítimico, por la analogía los cuadriláteros que forma la luz con el cuadro de la pintura y el del cine. Irónicamente, el marco está visiblemente sostenido por una mano, presumiblemente la del cineasta, lo que reintroduce la subjetividad lírica en esta otra abstracción geométrica.

En Reflejo nocturno I se intensifican el aplanamiento del espacio y la tendencia a la abstracción de Fragmentos de domingo. También hay pocos objetos que se repiten, ahora sobre el limbo negro que representa la noche del título. El ritmo se construye aquí en el montaje, pero también con la intermitencia lumínica que se crea con la técnica de filmación cuadro a cuadro, y el tiempo de exposición y las superposiciones de capas de imagen. Le dan a la luz un movimiento visible en la estela que deja en la imagen o el paso acelerado de la Luna sobre árboles titilantes. 

Las imágenes, sin embargo, por su aspecto espectral, vuelven a establecer aquí el vínculo con el yo que se expresa en primera persona detrás de la cámara. Aparecen en un fondo de aspecto plano, como se dijo, pero que puede avocar un tenebroso abismo del que emergen las cosas iluminadas para volver a ser tragadas. Hay un paso, entonces, de la memoria implícita en la “vocación diarística” a lo onírico. Persiste además la tensión con el tiempo natural, aquí marcado por las fases de la luna, así como por la noche en contraste con el día de las otras tres películas. 

El espacio-tiempo se hace más evidentemente subjetivo por la profundización en lo onírico en Reflejo nocturno IV. Es la mejor película de la muestra, en mi opinión, porque es como una gran síntesis de todas las otras. El cineasta-sombra de Delta se transforma aquí en una posible aparición fugaz, parte de un divertido juego con los lugares comes de la representación de los fantasmas en el cine. Por esta razón vuelve a cobrar importancia el espacio doméstico de Fragmentos de domingo, al que se añaden interiores y exteriores nocturnos de la calle como lugares en los que cobran cuerpo las presencias espectrales. Pero no es hacia el cine de terror la deriva sino hacia la vanguardia liberadora del inconsciente: el surrealismo. 


En la performance la luz se dispara en dirección contraria. No va de afuera hacia adentro, de lo filmado al soporte que lo registra en la cámara, sino de adentro hacia afuera, del proyector hacia la pantalla atravesando la cinta fílmica. Es lo característico del flicker film, las películas no fotográficas de intervalos de luz y oscuridad, como Arnulf Rainer (1960), de Peter Kubelka, o en color, como Ray Gun Virus (1965), de Paul Sharits, porque Ellenberger usa el rojo, además del blanco del haz que traspasa el fotograma transparente y el negro, cuando el film lo bloquea. 

Si los cortos llaman la atención sobre la materia fílmica que capta la luz, y su analogía con la memoria y el inconsciente, los haces de los proyectores de la performance hacen perceptible la pantalla y refieren a su correlato en la retina. Pero aunque son, en este sentido, contrarios, comparten el mismo interés por la abstracción geométrica. Los conecta también la reflexión sobre la naturaleza y los problemas del cine, y que vincula a estas obras con otras artes, como la pintura, la literatura y la música, por lo rítmico del montaje. También con diversos tipos de cine experimental ‒el estructural de la performance, además del lírico y el diarístico‒ y movimientos artísticos como el surrealismo o el barroco que yo atribuiría a Fragmentos de domingo

Es el conocimiento profundo de su arte que está implícito en todo esto, junto con la maestría en el dominio práctico de las técnicas, lo que demuestra el profesionalismo de Ellenberger como artista. Significativemente también se manifiesta en el cuidado con que la expresión del yo evita lo biográfico, a diferencia de esa figura paradigmática del diario fílmico que es Jonas Mekas. 

Esto me lleva, entonces, a volver sobre las figuras inspiradoras de los setenta. Hay algo de utópico en la aspiración al reconocimiento de los realizadores experimentales como artistas, puesto que apunta hacia un futuro en el que la noción común del cine ‒es decir, la hegemónica‒ pueda comprender como válidas estas películas de otro tipo que aún se le confrontan. Por tanto, sería también una utopía no revolucionaria: abrir un espacio de libertad en las instituciones, aunque sea sin cambiar el sistema. Para mí, aunque no parezca haber nada políticamente explícito en las obras, esto puede distinguir este cine experimental como el cine de una democracia posible o deseable en el marco de lo que se presenta como real, lo que sería otra analogía entre los cineastas de hoy y el grupo del Goethe, que hacía sus películas en dictadura.

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