Rezbotanik
Por Pablo Gamba
El tercer cortometraje de Pedro Gonçalves Ribeiro, Rezbotanik (Brasil-Portugal-España, 2025), se estrenó en Cinéma du Réel, en First Window. Es la sección que el festival de París dedica a las prácticas emergentes del cine y los primeros cortos documentales realizados por estudiantes de escuelas o cursantes de programas de formación, como es el caso del cineasta brasileño en la Elías Querejeta Zine Eskola de Donostia o San Sebastián, en España.
Rezbotanik es un retrato de Rezmorah, artista trans o “trinaria”, como ella se define por referencia a lo no binario. También es transdisciplinaria, puesto que trabaja en la música y las artes escénicas, y “trans” su identidad nacional: portuguesa nacida en Brasil y criada en Nueva York.
El interés que el título expresa por la botánica, extensivo a las prácticas ecológicas, es una tendencia en ascenso en el cine actual, pero que aquí se trata de una manera que facilita que el público entienda lo nuevo. La apertura a la comunicación desplaza al interés en chocar con él o desconcertarlo y hacer patente de esta manera que los realizadores están “a la vanguardia”.
En la película la vemos a Rezmorah en una de sus visitas dominicales al Jardín Botánico de la Universidad de Lisboa para recuperar la sobriedad, como dice. Escuchamos también su testimonio, que se reproduce en voice over. En el relato se articula, además, en tres partes claramente identificables: el recorrido previo hacia el parque; el paseo por el Jardín Botánico, y un epílogo que confronta la naturaleza en ese lugar con el entorno urbano que lo rodea.
Al comienzo percibimos un paralelismo entre la inestabilidad de la cámara y el estado del personaje que recorre la ciudad. Comienza en el plano inicial, de detalle de los ojos de Rezmorah reflejados en el retrovisor de un auto, lo que introduce también el motivo de lo que ella ve y escucha, su sensorialidad. Se prolonga en los desencuadres de la escena de su paso por un bar para tomar un café antes de ir al Jardín Botánico, planos que encuentran centros de atención en una paloma que picotea por el suelo o motivos florales de la decoración. La necesidad de conexión con animales y plantas se filtra así en estas imágenes.
Comentario aparte merece el vestuario de la artista, una especie de bañador de plantas que cubre con un sobretodo que no hace juego con él, ni con la identidad de su personaje, como si anduviera clandestina la mañana de domingo en Lisboa. Volveremos sobre esto al final.
Ya en el Jardín Botánico, el cambio en el sonido ambiente nos hace partícipes de las sensaciones de la protagonista y se hace patente la pertinencia de la filmación en Super 8, por lo que respecta cómo la facilidad de movimiento de la cámara puede hacernos sentir que los encuadres responden a una mirada espontánea. Allí es cuando comenzamos a escuchar a Rezmorah hablar de su relación con el lugar, lo que incluye referencias a las plantas por nombres científicos que le resultan fascinantes y que, al decirlos, las trata como si fueran amigas con las que se encuentra todos los domingos en ese lugar.
Hay también, sin embargo, una tensión entre estos aspectos convencionales de la forma fílmica y otros del documentalismo que aquí se practica, y que me parece lo más relevante de esta película. La percibimos, por ejemplo, con los recursos de la composición, en la parte en que Rezmorah hace un ritual personal con las plantas. Allí la vemos salirse de cuadro, primero, y alejarse hacia el fondo del plano, después, estableciendo una distancia que nos impide apreciar lo que hace y que es contraria a la referida intención comunicacional.
Pero más significativa es la tensión en torno a cómo el cine botánico y ecologista emergente trata cuestiones el tiempo con referencia a la forma de vida no humana de las plantas y las tecnologías de la imagen en movimiento. Es lo que ocurre, por ejemplo, cuando se interrumpe inesperadamente el ritmo del film que sigue el recorrido de Rezmorah con la puesta al descubierto del proceso de realización en un mensaje de voz de WhatsApp de la montajista.
El paralelismo de los tiempos de la imagen fílmica y la naturaleza se altera allí con la introducción de ese otro tiempo, el de la producción, con el correlato visual de la detención de la imagen y un nuevo desencuadre que hace identificable el soporte fílmico cuya materialidad podíamos sentir en la textura. Hay un parlamento de Rezmorah que permite vincular esta interrupción con la alteración del ritmo mecánico de la filmación a 24 cuadros por segundo. Este tiempo de la máquina de otro modo permanecería escondido, como el bañador de plantas de Rezmorah bajo el sobretodo pero al revés lo artificial tras el aspecto natural de las imágenes.
Pero este otro tiempo encuentra, a su vez, un contrapunto en lo que dice la montajista en su mensaje. Refiere a un ritmo que interrumpe una duda de la que no trabaja mecánicamente y que motiva una consulta sobre algo que registró su memoria y que, por tanto, puede olvidar como no lo haría una máquina. Hay, por tanto, otro tiempo, humano, del trabajo, que se conjuga en esta pieza con el de la mecánica del cine y con el tiempo de las plantas. El reencuentro con ellas de Rezmorah para recuperar la sobriedad se presenta así también como sincronía con una naturaleza de la que es parte humana. El mismo Jardín Botánico se presenta como obra de una armonía análoga de la ciencia que identifica y da nombre a las plantas amigas de la protagonista, al igual que está en sintonía con lo que la rodea la escultura artesanal que vemos de un pájaro, pieza de arte que no deja de atraer a la artista que es Rezmorah.
Como es habitual en el cine contemporáneo, el soporte fílmico pone de relieve su materialidad al hacer visibles los defectos de la película. Esto trae a colación el registro fotoquímico como resultado de una interacción del film con el entorno que imprime sus imágenes de una manera variable que depende tanto de lo que hay allí como de la luz y el trabajo con la cámara, y que se prolonga en otros procesos materiales de la realización. Se cuestiona así la concepción del cine que presenta las imágenes y sonidos pero oculta su factura, de un modo análogo a como la percepción de los productos con el aspecto de mercancías en el capitalismo escamotea la consideración del trabajo deshumanizado que los fabrica y la naturaleza que destruye.
Lo que destacaría sobre todo, entonces, de esta película, es cómo su claridad expositiva, aunque parezca artísticamente rezagada por algunos de los recursos que emplea, y oportunista por la escogencia de un personaje de las artes como Rezmorah, es también una manera de poner al descubierto para el espectador o espectadora lo que impulsa y explica el ecologismo y el interés actual del cine contemporáneo por las plantas, así como la pertinencia de las técnicas que ensaya. Ocultar esto sería otra paradoja de la modernidad: el valor artístico como secreto profesional que sustenta el aspecto insólitamente rupturista de las piezas y, por tanto, esconde la lógica de una competitividad estética “vanguardista” que es análoga a la del mercado y que la sustenta.
Ahora bien, esto conlleva una pregunta acerca de la performance de Rezmorah en el cortometraje. El bañador de plantas y el sobretodo con el que juega a ocultarlo como algo clandestino, ¿no son extensión del personaje de artista profesional que debe interpretar para sobrevivir en el mercado? ¿No es la jornada de sobriedad dominical robada aquí por una prolongación de esta vida laboral frente a la cámara? Son aspectos que deberían hacernos recordar que el enfrentamiento con la deshumanización es inevitablemente una lucha contra la forma de vida que se nos impone. Es el único modo de hacer reales las perspectivas de emancipación que se abren aquí, pero que queda fuera de campo o en el fondo lejano del plano, como las grúas que rodean el parque.
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