Oriana
Por Begoña Martínez Rosado
Instalación audiovisual multicanal, una larga pieza de videoarte, un largometraje expandido. Todas estas categorías y otras muchas de las que nos podamos servir para presentar Oriana (2022), la última producción de Beatriz Santiago Muñoz, pueden ser válidas. Pues las lecturas que se desprenden de ella son muchas. Como muchas las lecturas que la componen, una por cada invitada a participar de esta performance coral. Más la de quien tenga el privilegio de llegar a mirarla.
Presentar Oriana como una adaptación de Las guerrilleras de Monique Wittig (1969) no sería hacerle justicia. Tampoco es una mera traducción corporal del texto, pues su interpretación se ve atravesada por la carga vital de cada una de las participantes en escena (y fuera de ella). Confluyen los tiempos de Wittig, los tiempos de Santiago y los tiempos de todas sus colaboradoras en un espacio que nos deja en suspensión, en un no-tiempo cosmogónico.
Esta suspensión es una suspensión de los códigos, de las convenciones lingüísticas y sociales. Al igual que Wittig, que subvierte la lengua en una apuesta por quebrar las estructuras patriarcales del lenguaje, Santiago repite el ejercicio a partir de una traducción comunal poco convencional: una traducción corporal, la interpretación de un texto a través de unos cuerpos cargados de experiencias, una lectura interiorizada, introspectiva, devuelta a través de la experimentación. La rueda sigue girando.
Beatriz Santiago Muñoz continúa con la estela de Wittig y el cuestionamiento del lenguaje. Se pregunta de qué manera aprehenderlo, cómo transformarlo, y arrastra a cualquiera que la acompaña. Una búsqueda atravesada por la conversación, por lo colectivo, por el compartir en la que no hay hipótesis de partida y las respuestas dadas son fortuitas. Ahí está tal vez la clave.
El equipo de Santiago se enfrenta al texto de Wittig tal como un Pierre Menard, ese otro autor del Quijote. Como en el relato de Borges, en Oriana nos encontramos en un limbo entre realidad y ficción, representación e interpretación, signo y símbolo. Tambalea la peana en la que se posa la autoría. Las lectoras, abierta la crisálida, son ahora productoras. El texto de Wittig deja de ser el texto de Wittig pues el significado emana de otra localización, de otro momento histórico, de otras voluntades. Se da una íntima conexión entre el libro original y las intérpretes, ya que la realidad que afecta a sus lectoras es la que termina por generar la acción. Y la carga emocional y afectiva derivada de la lectura es finalmente puesta en escena. La misma participación del grupo Rakta, que colaboró en la producción del espacio sonoro, partió directamente de la lectura.
Santiago y su equipo operan desde una realidad doblemente insular: una primera insularidad literal, pues vive y trabaja en Puerto Rico, su tierra natal; una segunda insularidad por pertenecer esta tierra a un territorio frecuentemente desechado. El Caribe llega incluso a nombrarse fuera de la categoría de Latinoamérica. Esta segunda insularidad es producto de los procesos históricos coloniales y las posteriores nominaciones continentales. Frente a todo esto, Oriana es en cualquier caso un acto de emancipación.
El recurso del lenguaje etnográfico tiene mucho también de subversivo. El uso del audiovisual en la documentación antropológica, soporte de la investigación científica, académica, sirvió durante muchas décadas a la recreación de imágenes estereotípicas de corte orientalista. Exotizadas, muchas culturas fueron víctimas de una narratología que sirvió en su legitimación a las sociedades colonizadoras. Representaciones ficticias por lo sesgadas.
Beatriz Santiago Muñoz recurre a ese mismo lenguaje para evidenciar la fragilidad de ese constructo: no se dan esos mecanismos si los cuerpos no reciben de sus dueñas la orden de reproducirlos. No se darán esas lecturas si los ojos que se posan sobre esos cuerpos no están cargados de preconcepciones. Con Oriana se desmoronan las pretensiones de objetividad de la antropología tradicional, asentada sobre los pilares del Occidente metropolitano. Con ello, se pierde el sentido del mundo contenido en los libros viejos. Cómo dotar nuevamente al mundo de sentido es una pregunta respondida en el filme mismo: nombrándolo.
La relación jerárquica entre el sujeto observador (la cámara) y los sujetos/objetos observados (los cuerpos culturales) se invierte también. Este mundo filmado es aprehendido como si fuera la primera vez por aquellas que lo habitan, así como por la cámara, un ojo documental que participa activamente. La cámara actúa como un vínculo que une a quienes están delante y detrás de su objetivo. El reconocimiento mutuo de la presencia del otro se convierte en el elemento central para establecer conexiones fundamentales en el campo audiovisual, sentando las bases de su expresión artística: la experiencia compartida.
Las escenas de una cotidianeidad alejada de los dogmas convencionalistas solo parece ser posible en medio de la selva, aunque pronto se hace evidente esa misma posibilidad en el espacio urbano. La creación de un nuevo mundo se da donde no perturben los símbolos que se rechazan: aquellos impuestos. Así, el ejercicio de imaginación política de Wittig es nuevamente puesto en marcha. Una imaginación no descriptiva sino nominal. A partir de aquí, la relación establecida con plantas, árboles, flores, piedras, animales y demás es la de un diálogo como lo son los encuentros entre compañeras entre muros modernos.
Las imágenes capturadas son de una visualidad impactante, casi pictórica. De este rasgo en la obra de Santiago puede tirarse también del hilo hacia la revisión histórica, pues la pintura sirvió de soporte de difusión de imágenes adoctrinadoras sobre los pueblos que iban siendo sometidos e incorporados a los Imperios fagocitadores. La pictoricidad en Santiago, aunque patente, responde más bien a esa suspensión del tiempo que es la suspensión de los viejos relatos.
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