Los delincuentes

 

Por Mariana Martínez Bonilla

Los rayos del sol iluminan un traje: camisa, saco, pantalón y corbata. Todas estas prendas se disponen sobre una silla para ser usadas por un hombre de mediana edad, quien se alista para iniciar su jornada laboral. El tedio de sus actividades cotidianas se deja ver a través de la expresión de su rostro. Este hombre, de apellido Morán (Daniel Elías), trabaja como tesorero en un banco en Buenos Aires. Junto a él, sus colaboradores tienen una vida laboral igualmente anodina. Sus cuerpos se notan desanimados, agotados, sometidos a los designios del capitalismo. Además, tienen que lidiar con un jefe no solo intransigente, sino también un poco estúpido. 

Ese agotamiento lleva a Morán a planear un robo. Por ello, decide saquear algunos dólares de la bóveda de aquella sucursal bancaria que, a simple vista, parece estar atrapada en el pasado (y que, a decir de Roger Koza, se nos presenta como un guiño nada discreto a L’argent, 1983 de Robert Bresson). Todo está fríamente calculado. Con ese dinero, él y Román (Esteban Bigliardi), uno de sus compañeros de trabajo a quien obliga a convertirse en su cómplice, podrán retirarse y tener una vida libre de cualquier obligación laboral después de seis años, o una reducción a tres, cuando por buena conducta, Morán sea liberado de la condena que purgará voluntariamente en prisión. Sin embargo, ambos hombres lejos estarán de prever las consecuencias que el delito tendrá para el desarrollo de sus vidas.

A grandes rasgos, esta es la premisa de Los delincuentes (Argentina, 2023), la más reciente película del director argentino Rodrigo Moreno, también conocido por haber sido premiado en diversos festivales internacionales por su filme El custodio (Argentina, 2006). Estrenada en la sección Una Cierta Mirada del Festival de Cannes y recientemente en Mubi, Los delincuentes fue ganadora de los premios a la Mejor Película en el festival New Horizons y a la Mejor Dirección en el Festival de Lima, entre otros galardones y menciones. En ella, Moreno reelabora libremente Apenas un delincuente (Argentina, 1949), de Hugo Fregonese, considerada una de las mejores películas del cine argentino.

A lo largo de las más de tres horas que dura Los delincuentes, el director trastoca los códigos del género cinematográfico de crímenes (heist movie, en inglés), derivado del género policial y cercano a los linderos del suspenso y el noir, para convertir su filme en una expresión laxa y renovada del western. Entre caballos y tesoros escondidos debajo de las piedras, la trama se complica y se convierte en un laberinto del cual no queremos salir.

No está de más decir que este tipo de giros narrativos, dados por el coqueteo y la hibridación, así como la estructura capitular (que como guía de sentido servirá para poco), se han visto recientemente en el cine argentino de El Pampero (Trenque Lauquen, 2022, de Laura Citarella sería un ejemplo paradigmático del fenómeno que intento describir en estas líneas y al cual Los delincuentes se une, sin por ello convertirlo en un tropo estéril). Y ello se suma a otros tantos motivos visuales y narrativos que dan fe no solo de la cinefilia de Rodrigo Moreno, quien conoce a la perfección las gramáticas propias tanto del heist como del western, sino de una reflexión acerca de las imágenes como gestos que perviven en el imaginario colectivo, cuya profundidad resulta iluminadora.

Las acciones a través de las cuales el crimen es llevado a cabo, si bien se muestran con cautela y precisión, no tienen mayor relevancia para el desarrollo del relato. Sus consecuencias serán risibles ya muy avanzada la trama, cuando la llegada de una contadora con un carácter bastante calculador y perverso, enviada por la aseguradora (interpretada por Laura Paredes), desate una serie de desacuerdos y malos tratos entre el banco, representado por el gerente de la sucursal (Germán De Silva), quién a toda costa busca evitar que el robo se haga de conocimiento público, y sus subordinados. Sin embargo, las implicaciones del robo, cautelosamente orquestado por Morán, sí tendrán un peso decisivo para el desarrollo de la trama y, más aún, para el despliegue de un montaje que convierte a la película en un dispositivo caleidoscópico a través del cual es posible explorar la subjetividad de sus protagonistas, sus anhelos y sus contradicciones.


Cargando con la historicidad de aquello que, hacia mediados de la década del 2000 se denominó como novísimo cine latinoamericano a sus espaldas y, sobre todo, del nuevo cine argentino, Los delincuentes se desmarca de las maneras clásicas de la narración hegemónica o clásica. Es claro que lo que propone no se compromete con una lógica del relato realista, sino que busca explorar otros registros de la representación que permitan la exploración de las potencias del medio audiovisual. En una entrevista para la revista Rolling Stone, Moreno afirmó que a búsqueda por una narración no realista tiene la intención de desafiar las convenciones del cine contemporáneo, apegado a las lógicas restrictivas del realismo, para “desafiar algunas de estas limitaciones y abrir preguntas al espectador, explorando conceptos existenciales y filosóficos mientras sigue siendo una película entretenida y humorística”. 

En las dos secciones que componen a Los delincuentes, la pregunta que organiza el relato tiene que ver no solo con la posibilidad de la libertad como condición ontológica, sino con las maneras a través de las cuales el capitalismo produce cuerpos cansados, desencantados y desencajados. De ahí que la agitación constante de Román y Morán durante la primera parte de la película se haga visible a través de múltiples planos medios.

Por otra parte, el acompañamiento sonoro es muy importante. A dónde está la libertad (1971) de Pappo’s Blues se convierte en el himno que musicaliza la odisea de los bandidos a través de Buenos Aires y la provincia de Córdoba, lugar en el cual las vidas de Morán y Román tomarán un rumbo distinto, uno que redefinirá sus prioridades, pero que también pondrá a prueba sus límites. Ahí el tiempo no es el de la prisa ni, mucho menos, el de la monotonía. Al contrario, pareciera que la vida se mide según un esquema distinto a aquel de la productividad con fines económicos.


En ese lugar, rodeados por la naturaleza y un grupo muy peculiar que tiene una vida bastante menos preocupada (Ramón, interpretado por Javier Zoro, Norma, interpretada por Margarita Molfino y Morna, interpretada por Cecilia Rainero), Román y Morán logran escapar de la maquinaria capitalista. Así pues, a los encuadres de aquellos lugares cerrados de la primera parte del filme (la casa de Román, el banco, la oficina de Morán ), se ofrecen como contraparte en la segunda parte de la película tomas de paisajes y encuadres de elementos naturales: árboles, un caballo, gallinas.

Dicho desfase temporal-experiencial, es acentuado por un tiempo poético-literario que enmarca el paso de los días de Morán en prisión. Cuando éste recibe un poemario de Ricardo Zelayarán comienza a leer La gran salina. La repetición de los versos del poema tiene lugar en diferentes lugares de la cárcel. Cada uno de ellos presenta una variante del protagonista, en cuyo cuerpo se inscribe el paso del tiempo: su barba ha encanecido ligeramente y ahora usa lentes para leer. Frente a este tiempo cíclico y repetitivo, el montaje encadena la historia de Román, sucediendo paralelamente a la de su compañero recluido. Es en ese contexto en el que ambos hombres conocen y se enamoran de Norma, personaje encargado de articular y desarticular el relato a partir de la articulación y desarticulación de la temporalidad y el ordenamiento de los acontecimientos que condicionan su relación con los cómplices.


Es precisamente un disco LP de Pappo’s Blues,el cual en un principio es un regalo de Morán para Román, tras conocer a Norma y, en un segundo momento es un regalo de Román para Norma para declararle su amor. En ese momento, todo, tanto para Norma como para los espectadores, se aclara. El montaje muestra una secuencia en split screen que habíamos visto anteriormente. En ella, Morán se encuentra en una oscura celda, fumando un cigarrillo, mientras Román interactúa con Norma. En la primera variación, el sentido no era muy claro, parecía coincidir con la lógica causal que definió el ritmo del primer episodio del filme: después de recibir instrucciones de su compañero, Román debería enterrar el dinero robado bajo una piedra, cerca del río en una región rural cordobesa. Una vez hecho esto, el hombre se encontró con tres personajes sin mucho que hacer que lo invitaron a pasar la tarde con ellos. Y así fue como conoció y comenzó a relacionarse con Norma. En la segunda variación, que aparece ahora como un rompecabezas (según la lógica fragmentaria e inconexas del segundo episodio de Los delincuentes), todo se aclara: Morán, en prisión, conoció y se enamoró de Norma, prometiéndole volver (con la música de Pappo’s Blues de fondo), antes de entregarse a la policía.

Así pues, en este filme, la ficción como modo de relación con el mundo da pie a una política del tiempo que rechaza las lógicas comerciales, pues apuesta por una narración pausada, acompasada, no lineal y, sobre todo, falsaria. De ello dan cuenta los múltiples doppelgangers, constituidos por los anagramas que dan nombre a algunos de los personajes (Morán, Ramón, Román, Norma y Morna), así como también por la alusión a la carencia de identidades individuales en el seno de la sociedad actual o el hecho de que dos clientes tengan la misma firma autógrafa, los juegos de espejos y superposiciones, o el quiebre de la lógica causal hacia la segunda parte del relato, cuando descubrimos, a través del montaje, que el desarrollo de las acciones no tuvo lugar como creíamos, sino que las secuencias intercambiaron su lugar y que, de hecho, nada es certero.

Sin lugar a dudas, Los delincuentes, más que una película, es una experiencia que nos invita a salir del tedioso ritmo de la cotidianidad capitalista para aprehender la vida desde otro horizonte, pues como afirman los versos de la canción que acompaña a Morán hacía el horizonte, mientras monta el caballo de Norma y Morna: “¿A dónde está la libertad? No dejo nunca de pensar. Quizás la tenga en algún lugar que tendremos que alcanzar. No creo que nunca, sí, que nunca, no creo que nunca la hemos pasado tan mal. No es posible, es imposible, aguantar.”

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