La última película y El mañana es un palacio de agua
Dos de las películas latinoamericanas que son parte este año del Stuttgarter Filmwinter, festival de medios expandidos de Stuttgart, tienen en común que sus realizadores son colombianos y recurren a la ciencia ficción, de una manera que se inscribe en la actual búsqueda de nuevas formas de narrar. Son La última película (Colombia-Portugal, 2023), de Andrés Isaza Giraldo, en la competencia de cortos, y fuera de competencia El mañana es un palacio de agua (Colombia-Bélgica, 2022), de Juanita Onzaga, realizadora también de Nuestro canto a la guerra (Colombia-Bélgica, 2018), que estuvo en la Quincena de los Realizadores de Cannes y en el IDFA, y La jungla te conoce mejor que tú mismo (Colombia-Bélgica, 2017), premiada en la sección Generation 14plus del Festival de Berlín.
La última película se destaca por un empleo de la inteligencia artificial disidente con respecto a los fines que persigue la industria, con los que han estado vinculadas recientes huelgas de guionistas y actores en Hollywood. No se trata aquí de usar este recurso para un cine basado en el guion ni para replicar la imagen de las “estrellas” de cine sino para generar imágenes a partir de indicaciones escritas con el software Disco Diffusion, como se indica en los créditos finales.
El recurso que mayormente se emplea en la narración es la conjunción de la voice over del protagonista con una serie de representaciones de apariencia artística generadas por la inteligencia artificial, que se suceden animadas como una continua metamorfosis. También tienen un aspecto surrealista vinculado no con el inconsciente sino con el proceso text-to-image.
Esto permite revelar en la historia el proceso de creación de las imágenes de inteligencia artificial. El narrador posthumano, que habla después del fin de su vida y de la extinción de la especie, se identifica como el autor de las instrucciones que recibió la computadora que creó las imágenes y quizás también la voz de aspecto sintético que narra. También hay una cita visual de la supercomputadora con emociones humanas de 2001, odisea del espacio (1968). Su ojo es aquí el de una de las cámaras relativamente asequibles hoy en día para hacer cine, lo que es otra manera de revelar en la historia el que pudo ser el proceso de realización del cortometraje.
Isaza juega con el motivo del espejo de manera análoga a como lo hace Stanley Kubrick hacia el final de su película, en planos subjetivos del personaje viéndose a sí mismo cada vez más viejo. Aquí la que se ve reflejada es la entidad realizadora de la película. Un ojo como el que podría ser el suyo se ve al comienzo, en la cámara señalada, y rápidamente adquiere su mirada el aspecto de lo que registraría una cámara como esa explorando el interior de un taller. Luego se adentra en sí misma, en la computadora que produce las imágenes y quizás también la voz, como una irónica introspección. Pero “sale” y vuelve al espacio y tiempo reales, en planos en los que se ven pantallas ubicadas en otro recinto, lo que es también mostrar la versión instalativa de la pieza.
Cómicamente se ve en esa escena un punto de luz reflejado en lo que se filma, como si aquello artificial que mira a través de la cámara, a pesar de su inteligencia artificial, fuera torpe para iluminar. Pienso también que el aspecto parpadeante de la imagen en movimiento podría ser la interpretación del flicker de la imagen cinematográfica por un ente que nunca vio cine.
Estos juegos no solo son cónsonos con el mundo postapocalíptico de la ficción. También lo son con el enfoque posmoderno de la identidad, una de cuyas circunstancias es el abandono de la creencia en la posibilidad de un progreso general impulsado por el desarrollo técnico-científico. La perspectiva posthumana de La última película surge también de la creencia en que, frente al derrumbe del proyecto humano universal de la modernidad, cobran relieve los potencialmente infinitos proyectos de individuos o grupos que se conforman y se desarrollan inventándose a sí mismos, creando y transformando su mundo con sus propios relatos.
Se inventa de este modo el cineasta ficticio de La última película. Cuenta que recurrió a la tecnología para prolongarse más allá de la muerte que define su condición humana, pero para hacer también un relato acerca de quién fue y sus orígenes. El juego de espejos transmite la impresión de que no es solo el personaje de una historia creada en ‒o quizás por‒ la computadora. Es alguien ‒o algo‒ que cobra existencia como fantasma. Lo constata su mirada de ente que “entra” y “sale” de la imagen, y ocupa lugares en espacios y tiempos reales.
Percibo en diversos detalles una ironía del progresismo que defiende la libertad de inventarse a sí mismo como políticas identitarias. Esta provocación sería la política del corto. Por ejemplo, aunque en la versión en español la voz sintética puede parecer “femenina”, el relato reivindica el cromosoma Y como base biológica de una identidad de género masculino que se confronta con las mujeres de su familia de un modo que puede percibirse como machista y, por tanto, nada progresista. De la creación y transformación de las imágenes surge una representación que vincula lo biológico con la condición social, lo que tampoco es cónsono con el progresismo.
Lo irónico, sin embargo, se vuelve sintomático en las críticas al capitalismo que se asoman en el relato. Si se descree de la posibilidad de cambiar la historia humana, la respuesta a este mal que padece la humanidad no puede sino cobrar el aspecto de un miedo paralizante a otro fantasma. Hay que considerar esto al valorar un corto que, por lo demás, es muy actual y fascinante.
Juanita Onzaga es una gran cineasta de lo sensorial y de la búsqueda de una manera de narrar que privilegia eso, y la representación del espacio y el tiempo sobre la lógica del relato. Es algo que se percibe en la mezcla de sonido de El mañana es un palacio de agua: la voz apenas se destaca sobre el ruido y la música, y hace difícil seguir su relato. Conjugado con la pericia necesaria para que lo sensorial funcione, le da a su cine un sólido aspecto de actualidad, en particular cuando cuenta historias que se refieren a Colombia, lo que no es el caso aquí.
Esto coincide en sus películas con un retorno a la poseía mítica, el ritual y el psicodrama, narrativas que provienen de la tradición cinematográfica experimental. También con el uso de un soporte emblemático de este cine en América Latina, el Super 8, en El mañana es un palacio de agua. Coincide con un retorno a la fascinación de las vanguardias por la arquitectura moderna y las luces artificiales del espacio urbano. El pasado de optimismo moderno entra en tensión con el temor apocalíptico contemporáneo en este corto, lo que tiene un correlato material. Es la tensión que se produce cuando se alternan el “viejo” soporte fílmico y el digital en 4K actual.
Como La última película, el cortometraje de Onzaga también relata una historia del fin del mundo y después. Recuerda las películas de Mad Max por la escasez de agua, pero se desarrolla como un viaje mítico y de autodescubrimiento hacia el agua dulce física y espiritual de Ochún, la osha o diosa de la religión yoruba de la diáspora africana en América. Sensorialmente, es un viaje impulsado por una intensa sensación de sed hacia aquello que podría saciarla.
Todo se transforma a lo largo de este relato, además del paisaje y los espacios en los que se adentra. La voz en italiano del comienzo pasa a hablar español cuando la imagen cambia por primera vez del Super 8 al video, y se desdobla en otra lengua incomprensible hacia el final. Hay un compañero masculino, un hermano, que desaparece en el viaje de la heroína, pero para transformarse en compañía de mujeres soñadas con las que la protagonista tiene un encuentro físico implícito que también produce un cambio en ella.
Tanto el soporte fílmico como el electrónico inician una exploración de la materialidad como parte de la búsqueda sensorial. Un problema es que el que se modifica en ese proceso es el Super 8. Por lo que respecta al video digital, lo que encontramos es más una exploración de la materia no en el soporte sino en lo real filmado. El cambio que hay en el video se da cuando se adopta un montaje que se asocia con este formato y, por tanto, con el videoclip y la publicidad.
En esta película de tensiones entre opuestos que se resuelven en transmutaciones fluidas, me llama particularmente la atención el marcado contraste que hay entre la mirada a los detalles que representan el mundo esperanzado con el futuro, y el desierto y ruinas que viene después. Hay un vínculo causa-efecto en lo que cuenta la narradora de un apocalipsis relacionado con la energía eléctrica que hace brillar las luces del comienzo. Pero poner el énfasis en esto en la interpretación sería contrario a la sensorialidad que es dominante en el argumento.
El momento de mayor sutileza y profundidad del corto está en cómo este salto tiene un correlato sensorial no en las imágenes sino en la voz. Es el que corresponde al cambio de idioma. El salto y la separación existen porque la modernidad se siente como otra lengua, algo que llegó al mundo hacia el que regresa este corto como del extranjero donde se habla italiano, y que se deja atrás en el relato de viaje de vuelta al origen mítico. Como alegoría de la colonización me parece notable, significativa también porque es una obra de una colombiana que hace cine en Europa.
Sin embargo, hay una lógica en la que se inscribe el cine sensorial de la que El mañana es un palacio de agua no escapa y que es colonialista. Se evidencia en la limitación de la exploración material del video: quizás el trabajo con la distorsión o la baja resolución podrían haberle dado un aspecto que dificultaría su inserción en el circuito que Onzaga ha recorrido hasta los festivales de Cannes y Berlín. El digital en 4K, en cambio, puede devorar y digerir el soporte fílmico intervenido, y transmutarlo así en la imagen que puede dar acceso a las salas “de arte”. La película puede tener su corazón en el cine experimental, pero no lleva en el cuerpo su disidencia.
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