Tótem

Por Pablo Gamba 

Comienzo esta nota sobre Tótem (México, 2023) recordando que está en Netflix. Es un dato con el que no estoy bajando la guardia y sumándome a los que le hacen promoción, quién sabe si gratis o no, a la plataforma de streaming. Lo traigo a colación para precisar el perfil del segundo largometraje de Lila Avilés, directora también de La camarista (México, 2018). Tótem, que compitió por el Oso de Oro en el Festival de Berlín el año pasado, no es solo una de las mejores películas mexicanas recientes de su tipo sino una obra excepcional en el contexto de la programación de una plataforma que no se especializa en películas “de arte”, como MUBI, y que, disponible allí, podría aspirar a alcanzar un público más amplio. 

Creo que hay un aspecto de la película en particular que se explica en función de esa meta, que es válido perseguir. Me refiero a la representación de la familia de Sol, una niña de siete años a la que su madre lleva a la casa de su padre, un pintor joven, pero próximo a morir de cáncer, para celebrar el que va ser su último cumpleaños. Hay un abuelo al que le han hecho la traqueotomía y habla con un laringófono; un adolescente y su hermana mayor de edad que constantemente se pelean, y un gato llamado Monsi en homenaje al escritor Carlos Monsiváis. Una de las tías de Sol es alcohólica y su hija recibe a la prima Sol arrojándole algo por celos. Otra hermana cree en brujas y trae una para ayudar al enfermo “limpiando” la casa de malas vibras, mientras que un tío de la protagonista recurre a una “terapia cuántica”. Los padres de Sol también son personajes que llaman la atención: ella actriz, él pintor. 

Parte de la maestría de Avilés como directora de cine con experiencia en el teatro consiste en apartar de esta manera el sentimentalismo de la historia, sin incurrir en la distancia fría que pedía, en cambio, la mirada de La camarista. Lleva sus personajes y la interpretación de sus actores al borde justo de la cómico, pero sin franquearlo; de lo reconocible para el público sin incurrir en el costumbrismo. Su tratamiento del tema de la muerte, con el que demuestra su pasión por el cine de Ingmar Bergman y una película en particular, Gritos y susurros (1973), se conjuga con lo entretenido en un punto de equilibrio entre la profundidad de una cuestión como la inevitabilidad de nuestro fin y la vida que el humor ayuda a sobrellevar. Es una manera amable, pero no condescendiente, de abrirle el horizonte a un espectador o espectadora como los que principalmente ven series de Netflix a otro mundo mejor, el cine, y no se debe desestimar.


Quisiera entrar en la película señalando una discrepancia que he percibido en las críticas que pude leer, y con la que estoy de acuerdo. Es la que plantea Alonso Díaz de la Vega en su nota de Gatopardo. Destaca que en Tótem no repite el lugar común de la mirada al mundo de los adultos de un personaje infantil. Lo desmiente el salto de unos personajes a otros en la representación coral de la familia. Se corresponde con una focalización variable que desborda el punto de vista de la protagonista. Si bien la niña anda por la casa como observadora al comienzo, después se esconde y pasa a ser espiada por la cámara o la vemos ignorar a los demás. 

La mirada de la película no es la de Sol a la familia que espera la muerte de su padre sino una observación de cómo el inminente fin de Tona incide en el desenvolvimiento de los personajes, como en Gritos y susurros. La perspectiva coral contribuye a crear la atmósfera que afecta a la niña protagonista, lo que al espectador no habituado a la narración débil se le facilita entender con la comparación implícita de la bruja que percibe la mala vibra de la casa y que parece sentir incluso un perrito. Se trata de ver cómo la confrontación consciente e inconsciente de todos con el inevitable y terrible fin de la vida impacta en una vida que apenas comienza. 

La observación sería, entonces, lo que conecta Tótem con La camarista, aunque aquí las situaciones exigen una mayor cercanía y una paleta de colores cálidos. Me hace pensar en el rojo de Gritos y susurros (1972), aunque los colores de Tótem no son los mismos. También aclara la cuestión de la ventanilla o aspect ratio, que es el clásico 1,33 : 1 a diferencia del ancho 2,35 : 1 de La camarista. No hay vínculo de la pantalla cuadrada con una subjetividad de la mirada sino con la observación de la intimidad en espacios reducidos y, lo que me parece más importante, una sensación de desorden correlativa al estado de la familia. Es lo que me produce la constante salida de los personajes del campo visual. No parece tener otra justificación que hacer patente la imposibilidad de someter su dinámica al orden de los encuadres.


Este desorden, y la manera correlativa de encuadrar, lleva a otra posible fuente: La Ciénaga (Argentina, 2001). Lo mismo la mirada infantil que se desborda, como se dijo. La confusión que De la Vega señala con relación al punto de vista se debe a que en Avilés, como en Lucrecia Martel, la cámara adopta una mirada curiosa que se asimila a la de un niño o niña, aunque no sea subjetiva. También hay elementos en Tótem que podría pensarse que funcionan como los presagios que van introduciendo sutilmente la posibilidad de un final de otro modo inesperado en la película de Martel. Ejemplos podrían ser el ave que pasa rasante sobre el abuelo, como pájaro de mal agüero, o el juego de Sol y su madre de aguantar la respiración mientras cruzan en auto bajo un puente, que me hace pensar en algo parecido que es presagio de muerte en La Ciénaga

Pero en Tótem se impone como dominante una lectura más habitual, simbólica, de los motivos. Es el caso de los caracoles e insectos, que junto con otros animales representan la vida de una manera clara, aunque conserva cierto aspecto enigmático en el escorpión que se esconde al final. Por otra parte, nos formamos una expectativa clara desde el comienzo sobre cómo se va a desarrollar la historia de ese día hasta la fiesta y cuál va a ser el fin de Tona. No se trata de una acumulación de indicios que puede escapar incluso a la capacidad de captarlos, salvo para un espectador que esté alerta desde antes, como en la narrativa de Martel. 

Lo que hay en las películas de Avilés es una acumulación de eventos que afectan a la protagonista hasta que la llevan a un clímax en el que reaccionan frente todo lo que ha venido actuando sobre ella. Es allí donde se percibe el salto que ha dado la cineasta mexicana en su crecimiento como directora de La camarista a Tótem, porque no hay un estallido como el que de algún modo era previsible en su ópera prima. En Tótem lo que ocurre es que la música nos ayuda a ser partícipes, al final, de todo lo que hemos inferido que siente Sol al observarla a lo largo de la película. Pero sucede algo más importante, y es que ella descarga eso sobre nosotros, nos dirige la mirada y nos interpela con una pregunta implícita. Desestabiliza nuestra posición de observadores con una interrogante que todos nos hacemos con terror y sin respuesta. 

También da un salto esta película, no solo lejos del espectáculo violento que explotan las ficciones del narco y otros mitos de la miseria latinoamericana. Va más allá de la inquietud social de películas como La camarista, hacia la posibilidad de tratar temas como los de Bergman en México con una sensibilidad mexicana y actual con cabida en Netflix, aunque el personaje de Sol no pueda tener reacciones complejas como las de los adultos en Gritos y susurros, ni la muerte se abra a lo sobrenatural para ahondar en el misterio de lo que es el final de esta vida.

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