La mujer salvaje y Un pájaro voló

 

Por Pablo Gamba 

La mujer salvaje (Cuba, 2023) y Un pájaro voló (Colombia-Cuba, 2024) son películas independientes cubanas que llaman la atención porque responden a un interés en “ver Cuba” que parece inagotable. No solo en el exterior sino incluso en la propia isla, mostrar realidades que puede que no tengan cabida en lugares diferentes es algo que se le sigue demandando al cine. 

Otras películas independientes cubanas, de realizadores como José Luis Aparicio, Alejandro Alonso o Rafael Ramírez, van a contramano. Hemos escrito al respecto en Los Experimentos. Optan por la transfiguración de lo real, con diversos grados de enrarecimiento y opacidad, como opción para llegar a verdades más allá de lo visible. Aunque hay que aclarar que algo de eso hay también en Un pájaro voló por lo que respecta en particular al trabajo de la banda sonora. 

En el Festival de Toronto se estrenó La mujer salvaje, en la que tiene una actuación destacada Lola Amores, premiada en Málaga por este papel. Es una actriz conocida en el cine por Santa y Andrés (Cuba, 2016), de Carlos Lechuga. Hay también una participación especial de Jorge Perugorría, el más célebre actor cubano desde Fresa y chocolate (Cuba, 1993). Se trata del primer largometraje como director de Alán González y ganó el Premio Especial del Jurado de ópera prima en el Festival de La Habana. Es parte de la competencia Vanguardia y Género del BAFICI. 

Un pájaro voló es un corto de Leinad Pájaro de la Hoz que se presentó por primera vez en la sección Generation 14plus del Festival de Berlín. Ganó allí el Premio Especial del Jurado. Está ahora entre las películas del Festival de Cartagena.


En La mujer salvaje el cine cubano vuelve a interesarse por personajes que viven en la marginalidad en ese país. Es una inquietud de la que fue partícipe esa obra maestra del cine latinoamericano que es De cierta manera (1974), de Sara Gómez, y que tiene entre otros ejemplos notables El Fanguito (1990), de Jorge Luis Sánchez. También hay una versión de pornomiseria for export en El rey de La Habana (España, 2015), de Agustí Villaronga. Quizás el referente más pertinente sea, sin embargo, Habanastation (2011), tanto por los contrastes sociales como por el motivo de la consola de la que viene el título de la película de Ian Padrón. 

La mujer salvaje sigue un recorrido de Yolanda, a la que vemos entregada al disfrute sensual del baile en la primera escena. Lo que continúa el resto de la película es la huida de ese cuerpo deseante y deseado, objeto de una violenta pelea de machos entre el marido y el amante. Queda fuera de campo, aunque registrada en un video que circula en su entorno por las redes. 

A través de la búsqueda del hijo de la protagonista vemos también una suerte de corte transversal microcósmico de la sociedad cubana de hoy. Pero el hecho de sangre con el que comienza la historia lleva a Yolanda a un enfrentamiento con ese mundo de marginalidad. Cito a Ángel Pérez en una nota de Rialta: “Acá la historia se mira a través del sujeto, y no al revés”. 

El trayecto de Yolanda parte de una periferia en la que la naturaleza parece tratar de recuperar posiciones hacia que la sociedad trató de conquistar en tiempos mejores. El gran plano general es el recurso obvio con el que se pone allí al personaje en relación con ese ambiente, que se presenta como el correlato del “salvaje” del título, como las ruinas de una civilización. 

Después de esa “selva”, la madre atraviesa callejones estrechos de un barrio, trepa paredes y entra en casas aunque tratan de cerrarle las puertas, seguida de cerca de un policía de civil. Pasa por la iglesia evangélica a la que se ha entregado una amiga de Yolanda, en lo que se percibe otra forma de escapar de la marginalidad, y llega también a la cómoda vivienda donde un marido extranjero ha instalado a una prima, así como también a su madre, otras formas de salir de abajo. Frente a estas opciones se destaca la búsqueda de sí misma de Yolanda.


Son notables en La mujer salvaje la capacidad de Lola Amores de darle verosimilitud realista a un personaje de melodrama que casi llega a derrapar en una escena hacia lo pornomiserable. También la habilidad del director para mantener el suspenso con la tensión entre la huida y la búsqueda, y la manera como va revelando la información sobre el entorno de Yolanda. 

Ambas cosas se conjugan para darle cuerpo y vida a una historia que tiene su principal interés en la realidad que muestra, como dije. Incluye una parte que se desarrolla en un hospital moderno y en funcionamiento. El contraste con el entorno es casi tan violento como la pelea que se escamotea. Quizás hay en eso una manera de rescatar lo que queda de la Revolución Cubana, más allá del mito que sobrevive en el exterior a su desmoronamiento real catastrófico. 

En un momento los personajes saldrán del cuadro y quedará ante nosotros otro gran plano general, urbano, de una calle donde la vida sigue. Allí parece abrirse una débil esperanza de redención colectiva, lo que es un modo de llamarnos a ver más allá de una realidad tan estrecha. El problema es que la búsqueda de la protagonista de esta película es una cuestión individual.


En Un pájaro voló también podemos ver Cuba reflejada en un microcosmos, en un logro real de la Revolución devenida en mito, uno de los más populares y que ha tardado más en desembocar en la desilusión: los triunfos que convirtieron a la isla en una potencia deportiva mundial. 

La historia se desarrolla a lo largo del proceso de conformación de la selección nacional de voleibol. Se presenta como una revelación de los entretelones no visibles para el público del espectáculo que se disfruta en la cancha o, más frecuentemente, a través de la televisión. 

Aunque en la película hay un enfrentamiento del protagonista consigo mismo, como en un drama deportivo convencional, trasciende el género por la profunda melancolía en la que sume al personaje de Boloy la muerte de un compañero de equipo y amigo muy cercano. El director ha dicho que se inspiró en una experiencia personal análoga: la pérdida de su padre, Daniel Pájaro, que también fue una destacada figura de ese deporte, pero en Colombia. 

Más allá del interés que en muchos espectadores del mundo despiertan Cuba y sus deportes, el valor de Un pájaro voló está en cómo el sentimiento de Boloy se expresa en su cuerpo, no con palabras. Las posturas en la cancha y en su casa, solo y junto a su esposa, son lo más evidente, pero también la manera como el duelo afecta su desempeño individual y colectivo. Mostrar el mal juego sin caer en la caricatura exige conocimiento del voleibol y del cine, y aquí se demuestra.


Esta finura se expresa también en la sensibilidad para los ruidos de la cancha. Pero se conjugan en la banda sonora con pájaros que, de un modo misterioso que trasciende la metáfora del título, crean una atmósfera en torno a los sentimientos de Boloy. La mirada de la cámara a la cancha vacía, en el travelling inicial, y los encuadres con el protagonista rodeado de espacio vacío, o como desconectado del resto del equipo, son otros indicios de la tristeza que lo atraviesa. 

En el plano del comienzo vemos “Cuba” escrito en la cancha. Invoca, como dije, el mito deportivo. Pero la película se destaca por cómo la experiencia humana entra en disonancia con la épica. Después del minuto de silencio, que el entrenador mide con el cronómetro de su trabajo, vuelve el ritual de unir las manos antes del partido. Llama a retomar el camino hacia la victoria nacional. El deporte es agudamente allí un microcosmos de lo que queda de la Revolución. Pero, cuando se escucha un fragmento de El pájaro de fuego, de Igor Stravinski, con la misma calidad ambigua de los pájaros por lo que respecta a si es diegético o no, percibo la ironía amarga del ave fénix. Un minuto de pausa en la ruta hacia la gloria no es suficiente ante el dolor de la muerte. 

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