Abolladuras: subalternidad y Revolución en De cierta manera
Por Ángel Pérez
La obra de Sara Gómez es un testimonio elocuente, y revelador, de la complejidad del proceso social y cultural desencadenado en Cuba en enero de 1959. Más específicamente, de los primeros años de la Revolución cubana. Un análisis sintomático del conjunto de la producción documental legado por la cineasta –bajo una relectura de la ideología abrazada en el momento histórico referido en los filmes–, deja percibir el diseño de una red de observaciones culturales donde se intercambian y complementan problemáticas relativas a la raza, la marginalidad, la religión, la cultura popular y el género. Vistas en plano general, resulta sumamente significativo que toda esa “red de observaciones culturales” emane satelizada por una suerte de pensamiento reformista enfocado en “barrer con los males que atentan contra la construcción de una sociedad mejor”, capaz de arrojar luz acerca de la identidad del proceso revolucionario mismo.
No es posible una interpretación de las propuestas audiovisuales de Sara Gómez sin colocarlas al centro de las tensiones que experimentó el periodo histórico en que emergieron; tensiones que, como textos interpretantes, atraviesan la escritura desplegada por la cineasta y extienden hasta el presente su capacidad dialógica. La circularidad entrevista en su obra es una evidencia de lo estructurado que se hallaba su pensamiento y nos deja ante la posibilidad de asumir cada material como parte de un texto único que supo, como apunta Olga García Yero, “centrarse en la problemática general de la cultura insular” (1), y específicamente revolucionaria, agregaría por mi parte.
Sara Gómez supo registrar con una potencia estética reveladora ‒una sorprendente inventiva en el manejo del lenguaje cinematográfico y una profundidad cognitiva en la mirada que ese lenguaje tendía sobre la realidad‒ el espíritu iluminista de los años sesenta. No solo dejando constancia de la ola transformadora entonces impulsada por la doxa oficial –incluso con todo lo irónicamente cuestionador que late tras la textura de las imágenes y los sonidos en relación con el modo como la Revolución penetró el país–, sino mirando críticamente, y desde una solución estética aventurada, esa utopía de regenerar al hombre y la sociedad. Y en tal sentido, uno de los aciertos de la realizadora estuvo en subjetivar al máximo su discurso (al enfatizar su condición de representación y convertir el aparato cinematográfico en un mecanismo de concientización ciudadana) para desde esa posición escrutar la personalidad de los sujetos retratados o problematizar las situaciones o intersticios sociales, culturales o ideológicos abordados en, por poner algunos ejemplos, Y tenemos sabor… (1967), En la otra isla (1968), Un documental a propósito del tránsito (1971) o Sobre horas extras y trabajo voluntario (1973). La fuerza alusiva que alcanza, entre otras, Una isla para Miguel (1968) burla cualquier proposición predeterminada. Hay un momento esencial de ese documental en que la voice over comenta:
“en esta empresa de neocolonización juvenil en la Isla de Pinos, los nuevos conquistadores se encontraron una nueva dificultad y también una responsabilidad. Un día llegaron de las ciudades contingentes de muchachos, casi niños, con los que habría que emprender una tarea de reeducación. Por su aspecto y su violencia fueron llamados vikingos, tenían entre trece y diecisiete años y la moral del barrio, del ambiente, ser hombres, ser machos y ser amigos. En la Isla aprenderán la épica del trabajo”.
Dicha acotación, en contraste con las imágenes de los niños, o adolescentes en cualquier caso, en tareas propias de su condición de infantes o con instrumentos de producción agrícola, son argumento sobreabundante de aquella utopía que perseguía a través del trabajo y la educación simultánea la formación de los valores constitutivos del “hombre nuevo”. Esas percepciones que sobre lo marginal, el negro o las féminas enfila el discurso erigido por Sara Gómez –y que contribuyó a urdir su personalidad creadora– resultan altamente significativas; no obstante, su actualidad está certificada además por la aproximación a las relaciones entre el mundo que tales nociones conforman y la Revolución cubana en tanto reordenamiento de ese mundo. Hacia el final de Guanabacoa, crónica de mi familia (1966), luego de dibujar el rostro múltiple de una estirpe afrodescendiente para insistir en la legitimidad del sujeto negro tenido por “subalterno” en el marco de la nueva sociedad, se le escucha decir a la voice over sobre las imágenes de la casa de Bertha, donde destacan los santos y la precariedad económica del sitio: “Habrá que combatir la necesidad de ser un negro distinto, superado, venir a Guanabacoa aceptando una historia total, una Guanabacoa total y decirlo”.
Guanabacoa, crónica de mi familia
Sara Gómez indaga en los perfiles socioeconómicos, históricos y culturales de su familia. Este es un documental resueltamente (auto)etnográfico, que mira al sujeto negro como núcleo de particular complejidad para la política reformista de la Revolución. La concentración del discurso, hacia el final del filme, en el personaje de Bertha —la prima que ejercía la prostitución durante la República— no resulta para nada inocente. Este personaje concentra todas las implicaciones de “el problema negro”, sobre todo entrevé el cruce entre racismo y marginalidad. Para la ideología cientificista de los primeros años revolucionarios la propia práctica religiosa era parte del conjunto de costumbres propias del antiguo mundo, y en consecuencia un atentando contra el hombre del futuro. Enfocando la racialidad y la negritud como una problemática cultural que trasciende lo político-económico, Guanabacoa…, antes que el interés de Sara Gómez por los estamentos de la cultura popular, hace evidente su preocupación por la posición social del “subalterno” en los marcos culturales de país —una nación que ha sufrido los embates del colonialismo— cuando es atravesado por la radical política transformadora de la Revolución.
Quizás la pieza documental más contundente de la cineasta sea –en relación con los surcos de sentido antes referidos– En la otra isla. Esta es la obra donde se constata mejor el discurso de reflexividad formal desarrollado por ella: la espontaneidad con que se registra el plano referencial está vinculada, precisamente, a un afán por acentuar el acercamiento directo y corpóreo al sujeto; o sea, a un interés por hacer evidente la naturaleza del documental como “representación de la realidad”. Tal acercamiento estructural contribuye a modelar el carácter antropológico de su cine, enfocado en comprender al individuo popular y marginal al interior del proceso vertiginoso que se sucedía en Cuba al triunfo de la Revolución.
En la otra isla coloca en la superficie misma de la estructura narrativa una marca de estilo característica del conjunto de la obra de Sara: la duda. Todo el discurso parece condicionado por la duda acerca de la pertinencia o idoneidad de las estrategias sociales retratadas. El documental constituye una suerte de cine encuesta que, orquestado a partir de bloques individuales según el personaje entrevistado, cuestiona la legitimidad que tiene el proceso de transformación ideológica llevado a cabo en Isla de Pinos para la formación del hombre nuevo. Una primera línea argumental parece limitarse a conocer quiénes son los jóvenes allí residentes y sus criterios sobre el proceso en que están inmersos –recuérdese que, para entonces, en Isla de Pinos se encontraban unos campamentos a donde fue trasladado un amplio grupo de personas que, por problemas de marginalidad, creencia religiosa o conductas inapropiadas para la época, etcétera, debían ser reformadas por medio del trabajo agrícola u otros–. Sin embargo, la opción estética escogida por Sara produce un singular extrañamiento en el desarrollo argumental –subrayar ciertas actitudes de los personajes, llamar la atención sobre determinadas preguntas, registrar el espacio físico en contraste con las palabras de los entrevistados– que trasciende la descripción directa hasta elaborar una narración alternativa más incisiva, relacionada con las estrategias implementadas para la erección de la nueva sociedad.
Siendo así, llama considerablemente la atención la eticidad que recorre a En la otra isla: la sutileza con que Sara supo direccionar su mirada sobre estos jóvenes de forma tal que se revelara su universo de contradicciones emocionales y racionales y la autenticidad de su identidad personal por sobre el proceso revolucionario por el que estaban sometiéndose a un supuesto cambio de conciencia. En puridad, a Sara, más que todo, parece interesarle atender a cómo ese entramado en el que están sumergidos afecta la sensibilidad de estos sujetos.
Por supuesto, en absoluta consonancia con cuanto venía realizando hasta el momento, tanto en términos temáticos como expresiones, De cierta manera (1974) ‒ópera prima y único largometraje de ficción de Sara Gómez‒ figura como la culminación de esa inmersión coherente en algunos ángulos representativos de la experiencia cultural puesta en práctica durante los años iniciales del proceso revolucionario. En la película –que alcanza a sistematizar esas obsesiones que ocuparon la efímera, pero sustancial producción cinematográfica de Sara– se entrecruzan algunas de las problemáticas que centraron el debate intelectual cubano tras el triunfo de 1959. Deudor indiscutible de su época, el filme pone en paralaje las tensiones experimentadas entre el proyecto social emprendido por la Revolución y determinados componentes de la marginalidad. Aspecto que, visto con la perspectiva que brinda el tiempo, lo posiciona en un lugar privilegiado entre las producciones de entonces y garantiza su vigencia entre las relecturas contemporáneas de la época.
Aproximadamente durante los primeros veinte años, la Revolución marchaba a pasos agigantados. De continuo se sucedían situaciones que respondían a la necesidad de transgredir un sistema de valores ya obsoleto. Y desde luego, esa intensidad exigía un lenguaje artístico propio. El cambio a que fue sometida la lógica cultural de la nación implicó una radical transformación de los modos de representación que asumirían las nuevas lógicas de sentido. Solo en el espacio cultural condicionado por la Revolución se puede explicar la atmósfera en que emerge De cierta manera. La violencia implícita en el cambio histórico propiciado por el triunfo político de 1959 buscaba “un nuevo origen” –que Hannah Arendt ha explicado como propiedad de las Revoluciones modernas– (2); o lo que es lo mismo, un comienzo “súbitamente nuevo” del curso de la Historia, que no solo implica una reestructuración del cuerpo político o las instituciones del Estado –que, a su vez, trae aparejado un ideal de libertad que en Cuba favoreció al sujeto desplazado por la lógica burguesa que regía la “alta” cultura privilegiada en el país en los años previos al 59–, también una renegociación de los atributos éticos, conductuales, identitarios.
De cierta manera
La Revolución fue un acontecimiento que organizó de modo diferente las tramas culturales de la nación en todos sus estamentos sociales y cívicos. Fue una refundación radical que vino a modificar los acuerdos simbólicos que regían los modos de vida, las lógicas de los espacios, los códigos de pensamiento, de clase, artísticos, en los que se sostenía la vida cubana de entonces, la sacó de su curso normal, cambió las reglas del juego, trajo nuevos intereses; perforó el mundo insular al punto de querer suprimir, anular, sustraer, tachar el ser cubano para erigir otro. Y desde luego, eso supuso la emergencia de un cúmulo incalculable de tensiones, contradicciones, lucha de intereses, enfrentamientos de subjetividades, guerras de poder…
El arco temporal que va de inicios de los años sesenta a finales de los setenta acogió agudas discusiones en torno a las relaciones entre política, ideología, cultura y creación artística. Se planteaban discernir, en lo fundamental, el trayecto de un proceso social que según ensayaba la erección de una sociedad nueva, en nombre del nacionalismo y el desarrollo, condenaba tanto a la tradición burguesa como a manifestaciones populares que la intelligentsia republicana había colocado al vórtice mismo de nuestro discurso identitario, pues fueron consideradas atentados contra el proyecto revolucionario y su política regeneracionista –en el campo cinematográfico puntualmente, esa tensión encuentra su expresión máxima en las disputas desatadas alrededor del documental PM (Sabá Cabrera Infante y Orlando Giménez Leal, 1961): cuando el mero registro por parte de los autores (no sin un poco de distancia privilegiada) del comportamiento típico de un grupo de sujetos populares supuso para algunos un atentado a los propósitos emancipatorios–.
“Ninguna película cubana se pregunta con la profundidad reflexiva del filme de Sara Gómez acerca del conflicto existencial que representó para el sujeto marginal franquear la maquinaria desarrollista de la Revolución”
Al interior de este complejo panorama y con una penetrante “conciencia crítica”, en su última propuesta, Sara Gómez enfoca el carácter iluminista con que la Revolución, en sus primeras dos décadas, envuelta en un aura de progreso y superación histórica, problematizó la marginalidad y su relación con índices de la idiosincrasia del cubano. Aunque temáticamente De cierta manera tiende a priorizar la condición de la marginalidad en el marco de transformaciones entonces en marcha, el discurso problematiza también actitudes y modos de vida asociados a lo marginal que no emergen necesariamente de una situación económica precaria o de condiciones desfavorables de pobreza, sino de una ascendencia étnica, religiosa o cultural que, si bien modula el acento de la idiosincrasia del cubano, para ese instante entraba en contradicción con la imagen que se proponía del “hombre nuevo” (3).
Como era apreciable en muchos de sus películas anteriores a De cierta manera, Sara Gómez detectó la marginalidad como un centro problemático para el proyecto social de la Revolución. Después de 1959, la educación y el trabajo fueron enarbolados, de inmediato, por la política revolucionaria como pilares para la construcción de la nueva sociedad; consecuentemente, devinieron la vía de solución al problema de la marginalidad. De bateyes (1971), Mi aporte (1972), Sobre horas extras y trabajo voluntario, documentales dirigidos por Sara Gómez pocos años antes de De cierta manera, meditan sobre el papel del trabajo (y del trabajador como resultado de un proceso de subjetivación) en la construcción de la utopía socialista. Hacia finales de la década del sesenta se había promulgado ya la Ley del Servicio Militar, se había emprendido la Ofensiva Revolucionaria, y hacia principios de la década siguiente se instauraría la Ley contra la Vagancia, todo lo cual respondía a un pensamiento que —como se lee en una edición de la época del periódico Granma—, dictaba que
“El socialismo y el comunismo no son espontáneos. Se llega a estas etapas superiores del desarrollo social siguiendo una política y una orientación correctas. El hecho de que en un país triunfe la revolución y se proclame la intención de edificar la nueva sociedad, no garantiza de por sí que esto llegue a ser realidad. Para llegar al socialismo y el comunismo es necesario combinar dos factores esenciales: el desarrollo de un hombre nuevo con una actitud nueva ante la vida; y el avance de la técnica capaz de multiplicar la productividad y gestar la abundancia de bienes” (4).
Ese es el trasfondo del que se recorta el personaje de Mario en De cierta manera. Ninguna película cubana se pregunta con la profundidad reflexiva del filme de Sara Gómez acerca del conflicto existencial que representó para el sujeto marginal franquear la maquinaria desarrollista de la Revolución. Esta cineasta fue capaz de advertir la marginalidad no como un problema meramente estructural, sino como uno que suponía dinámicas de identidad e idiosincrasia que rebasaban la pobreza material, e implicaban valores, prácticas de socialización y costumbres, no necesariamente contrarias a (o negadoras de) la idea de progreso o modernización que defendía la Revolución. Donde más reveladora se torna De cierta manera es entonces en el despliegue de ese conflicto individual de Mario. El deseo que él experimenta por Yolanda es en buena medida su deseo por asirse a los valores que la Revolución defiende. Pero la consumación de ese deseo lo sumerge en una angustia total, por lo difícil que resulta abandonar un imaginario que define y es la medida de su identidad.
De cierta manera
Apenas iniciada la película, luego de los créditos, escuchamos una voice over que, sobre planos documentales que le sirven de ilustración, comenta cómo la Revolución ha emprendido la construcción de repartos para alojar a los vecinos del “desaparecido barrio insalubre de Las Yaguas”, lo cual hace parte de un proceso de integración destinado a superar los lastres que la marginalidad acarrea consigo. Más adelante, al tiempo que la cámara repasa momentos de la cotidianidad de estos individuos y muestra, sustantivamente, imágenes de tatuajes, negros sonriendo con dientes de oro, mujeres bailando y contoneándose, niños corriendo por las calles, entre otros distintivos del ser de estas personas, se comenta que “aun después de haber sido radicalmente transformadas las condiciones que dieron lugar al marginalismo”, en esos repartos se puede estudiar la cultura del sector que dentro de ellos se formó. Se escucha decir, además, que “desplazados del proceso de producción, su bajo nivel educacional y su dependencia de las tradiciones orales hicieron que los marginales fueran los más activos conservadores de la cultura tradicional”. Si tomamos en cuenta que los segmentos documentales que hacen parte del relato atañen por completo al plano autoral y atendemos al didactismo característico de la voice over, resultará evidente la intención de exponer la perspectiva con que el discurso revolucionario miraba esa realidad en particular.
Que la Revolución impulse una esfera social incapaz de modificar por esfuerzo propio su situación precaria de vida no es lo que testimonian las problemáticas referidas al principio, sino la violencia de la intención correctiva en relación con determinados comportamientos e imaginarios, entendidos desde un plasma ideológico que ve en los “estereotipos” populares una naturaleza a sofisticar. Esto se evidencia además en el propósito, sí abiertamente revolucionario, de imponer una concepción científica del mundo por sobre cualquier elemento de culto afrocubano. En uno de los inserts que interrumpen el plano fictivo, se explica:
“abakuá representa la síntesis de aspiraciones sociales, normas y valores del machismo en el pensamiento tradicional de la sociedad cubana. Creemos que su carácter de sociedad secreta, tradicional y excluyente la sitúan contraria al progreso e incapaz de insertarse dentro de los valores de la vida moderna, representando en la actualidad una fuente de marginalidad”.
Ahora bien, esa zona estrictamente ficcional de la cinta se ocupa de narrar las contradicciones que padecen Mario y Yolanda, quienes mantienen una relación de pareja recién contraída. Mario está dispuesto a participar de la ola transformadora que la Revolución trajo consigo, pero comienza a vivir una serie de conflictos morales al abandonar y violar principios impuestos por su medio (a los que se alude con cierta sutileza: la religión y los códigos de masculinidad). Yolanda, enviada a trabajar como profesora a un ambiente marginal para ella desconocido, distante de la clase a la que ella pertenece, no comprende las especificidades culturales de dicho espacio social. Ambos encarnan esa dicotomía entre la típica mentalidad revolucionaria y el sujeto marginal “redimido”, quien, después de todo, no renuncia a sus señas de identidad, aun cuando quiere participar de la Revolución como evento histórico. A través de las experiencias de estos personajes y de sus relaciones, la película revisa disímiles dificultades encaradas por el marginal en su espacio social, al verse interpelado por la epopeya revolucionaria.
“Mario reúne, al menos en apariencia, la actitud que la forja del hombre nuevo exige. Un individuo que debe renunciar a las marcas de su identidad más allá de lo convencionalmente marginal, para acceder a los principios del proyecto de modernidad humana y social priorizados en aquel entonces”
Esencialmente, ambos caracteres, que en términos de construcción de personajes llegan a constituir una alegoría perfecta de dos polos que se confrontaban en aquel instante, representan la contrapuntística relación entre la nueva conciencia social y el cosmos de valores a transformar. Yolanda, maestra de escuela –metáfora perfecta del rol asumido por la Revolución respecto a ese mundo de marginalidad, pobreza y herejía–, viene a ser en la vida de Mario un catalizador, la contraparte que lo acompañaría en su descubrimiento de unas buenas costumbres declaradas por el discurso revolucionario. Para esta mujer, ese mundo que acababa de descubrir se contradecía con el código de valores cívicos y morales (no éticos precisamente) promulgados por la campaña regeneracionista que ella simboliza, lo cual en esencia dificulta la cohesión definitiva de su relación afectiva con Mario. Yolanda es una suerte de conciencia que filtra la perspectiva sobre ese hábitat a reformar. En una escena de clara estirpe documental, ella comenta a cámara:
“llegar aquí y encontrarme con estos niños, no vaya, no sé, me hace sentir muy mal, y me hace sentir muy preocupada también, preocupada por el futuro de estos niños. No tanto por los varones, porque, en definitiva, los varones tienen el Servicio Militar o si no la Ley contra la Vagancia […] Cuando esas niñas terminan el sexto grado, ¿qué pasa con esas muchachitas? Entonces me preocupo porque el destino de ellas cuál va a ser. No hay nada que las obligue a seguir estudiando. Entonces esas niñas se casarán, tendrán hijos, y esos hijos vendrán a esta escuela, y esos hijos recibirán la misma educación de esa madre que estudió hasta un sexto grado y que tiene […] todo ese mundo, que no ha podido salir de él”.
Por otra parte, a lo largo del metraje, se nos presenta un paralelo entre Humberto y Mario. Dicho paralelo resulta tan notorio para develar los directrices del discurso autoral –en diálogo con los paratextos políticos que intersecan el argumento desde su solo emplazamiento– que el filme empieza justamente con una discusión entre ambos en una, pudiera ser, asamblea de rendición de cuentas. En relación con los conflictos laborares planteados en la cinta, altamente significativos por constituir el espacio simbólico en que se problematizan principios inseparables del entendido por hombre revolucionario, viene a bien recordar las siguientes palabras de Ernesto Guevara, que insistió en que “el trabajo al tiempo que contribuye a aumentar la producción, es una escuela creadora de la conciencia, es el esfuerzo realizado en la sociedad y para la sociedad como aporte individual y colectivo, y va formando la alta conciencia que nos permite acelerar el proceso de tránsito hacia el comunismo” (5). No otro es el clima en que se ven inmersos los personajes de De cierta manera. Al respecto del tema, vale citar en extenso a Víctor Fowler cuando explica:
“El juicio laboral con el que da inicio De cierta manera tiene lugar en el taller Claudio A. Camejo, dedicado en esos años al ensamblaje de ómnibus de pasajeros […], y uno de los lugares que fueron ofrecidos como fuente de empleo para quienes necesitaron de reubicación laboral después de la llamada Ofensiva Revolucionaria en 1968. Este evento, más allá de la destrucción en el país de la pequeña propiedad privada en las esferas de la producción y los servicios, convulsionó la totalidad del mundo del trabajo, en especial en sus sentidos político y cultural, con tal fuerza que las consecuencias son perceptibles todavía hoy. Si la idea de prosperidad sobre los medios de producción pasó –de forma definitiva– de las atribuciones del dueño a la posesión social, también el control sobre el trabajo y sus productos dejó de ser cuestión primordialmente relacionada con la vigilancia del patrón para convertirse en un asunto de ética entre compañeros que laboran en función de una causa o bien común […] el choque entre la serenidad con la cual es dicha y defendida una mentira [por parte de Humberto], y la cólera y brusquedad de Mario, al revelarla como tal, tiene algo que decirnos acerca de la esencia última de la Revolución misma […] El cambio en las relaciones de trabajo, en particular la supresión de toda forma de control y explotación asociadas al carácter privado de la propiedad, entraña la refundación de toda sociabilidad dentro del mundo laboral; al mismo tiempo, dicho proceso consigue afianzarse con mayor fuerza en tanto más son debilitados aquellos lazos (como los de amistad que existían entre los personajes de Mario y Humberto) que unen a los individuos en hostilidad o evasión a los procedimientos y metas para el bien común. Por tal motivo, el episodio entre Humberto y Mario es un resumen concentrado de las colisiones entre lo viejo y lo nuevo, lo individual y lo colectivo, el aprovechamiento y el sacrificio que constituyen la sustancia de la utopía socialista” (6).
El protagonista temático de la obra, Mario, reúne, al menos en apariencia, la actitud que la forja del hombre nuevo exige. Un individuo que debe renunciar a las marcas de su identidad más allá de lo convencionalmente marginal, para acceder a los principios del proyecto de modernidad humana y social priorizados en aquel entonces. Tanto en el ámbito familiar como en el de la fábrica donde trabaja, los acontecimientos responden más a un interés por mostrarnos aleccionadoramente los rasgos de la moral socialista, que a una exploración de la vida marginal. El rol de Humberto, entre tanto, constituye un arquetipo de marginalidad. Su caracterización contrasta con el desempeño de Mario en función de resaltar más los valores del comportamiento y la actitud de este último. Por tanto, su fin es ser contraparte de lo que se le exige al sujeto en Revolución. Los conflictos de Humberto en la fábrica ‒metáfora espacial que explica el espíritu y el pensamiento revolucionarios‒ resumen buena parte del ideario de la época, basta recordar que, para Ernesto Guevara, uno de los ideólogos principales de la Revolución, los trabajadores eran una suerte de combatientes y el trabajo era la fuente capaz de garantizar el surgimiento de la nueva subjetividad, la cual, a su vez, posibilitaría la conquista del comunismo. Ese juego de espejos entre los personajes deja en evidencia algunas de las ideas que modelaron la ideología del país.
El recorrido dramático orquestado en De cierta manera responde a un involucramiento mutuo entre los héroes del relato, del que aflora un individuo más conforme consigo mismo. Pero también más confundido acerca de su lugar en la Revolución: Mario siente que ha fallado como hombre y amigo al delatar a Humberto; Yolanda no entiende los reclamos de sus superiores por su actitud ante la situación escolar de los estudiantes. En puridad, la historia contada desplaza las implicaciones de los lazos emotivos entre los protagonistas; los utiliza como resorte, para dar cuenta de un estado de la Historia de la que son partícipes. De ello da fe, sin dudas, la elocuencia con que el discurso habla por encima de la narración de la empresa educativa y forjadora emprendida en aquellos complejos años.
¿Cuál si no es la intención de que irrumpa en la trama un individuo como el amigo boxeador de Mario? Frente a las contradicciones sufridas por este último, el primero se erige como la muestra más eficiente de la capacidad reformadora de la Revolución. Guillermo es la demostración de cuánto aspiraba a conseguir la empresa de reeducación revolucionaria. Él nació en Las Yaguas y llevaba una carrera como boxeador. Una noche tuvo una pelea con un hombre del barrio que estaba importunando a su novia y terminó asesinándolo. Luego de cumplir prisión, ya en libertad, Guillermo estudió música y se convirtió en trovador, además de desempeñarse como entrenador de boxeo. Este personaje ‒que en un gesto simbólico invita a Mario a unos de sus conciertos, atrayéndolo así al espacio de la “alta cultura”‒ durante una conversación le aconseja a este último que deje el ambiente, que no da nada, “yo te digo a ti, que hay que ser más valiente para safar del ambiente que para seguir viviendo en él”. Mario tiene que ver su emancipación del ambiente, además, como un triunfo de su voluntad.
Otro segmento pulsa significativamente estas contradicciones producidas en el seno mismo del discurso de la época. Mario se lamenta ante su padre por la actitud asumida en la empresa, corte a la demolición de un edificio e inmediatamente un plano frontal, de evidente intención identificativa, nos deja con un grupo de trabajadores que discuten el comportamiento y los problemas que comportan ambos personajes (Mario y Humberto) de cara a lo tenido entonces por “heroicidad”. El desenfado de la cámara, el valor connotativo de los parlamentos y la espontaneidad performática de los no-actores devela con tamaña intensidad los dilemas que entonces cercaban a la Historia. Antes que explorar los perfiles de la marginalidad, que implicaría una observancia más detenida en cómo la precariedad económica afecta el mundo emotivo, racional y existencial de estas personas, De cierta manera prioriza problematizar los márgenes (valga la metáfora) del proyecto revolucionario en su transformación del marginal en hombre nuevo.
Son muchos los intersticios que dicen sobre la necesidad de Sara de comprender esos espacios donde se cruzan la naturaleza del cubano en su devenir histórico y la empresa modernizadora que vivió la isla. Cuando Sara despliega las contradicciones de Mario en su afán por participar de la epopeya; cuando teatraliza la personalidad de Humberto, está emplazando el drama de esa élite vanguardista que buscaba liberar a las masas.. Un índice de particular interés se encuentra en la caracterización del personaje de Yolanda como una mujer emancipada, gracias a la Revolución, del espacio cívico y simbólico a que ha sido relegada por el aprendizaje cultural. Pero incluso resulta problemático este empoderamiento femenino que el personaje alegoriza, en la medida en que es tal solo de la participación de esta mujer del proyecto revolucionario y no de la negación de una pragmática cultural que impone y controla el uso y sentido de los atributos de lo femenino. Claro, esto es un ángulo marginal en De cierta manera que el direccionamiento temático del argumento no podía priorizar, pero explica el tipo de emancipación particular que la Revolución proponía para la mujer.
De cualquier manera, la distinción alcanzada por De cierta manera deriva también de la solidez de su esquema dramático y formal. Debemos reconocer la certeza con que participó del trazado conceptual del cine de aquellos momentos fundacionales, al proyectarse con absoluta elocuencia hacia una zona ciertamente experimental en la narrativa, priorizando la dimensión antropológica del relato desde un distanciamiento receptivo que violenta cualquier tipo de expectativa. En tanto lo fue su obra documental, ese trazado lectivo del filme nace también de la condición performativa que lo abraza: una representación donde el estilo diseña un complejo tejido sígnico enfocado en incorporar como complemento de la expresión las prácticas políticas, sociales e ideológicas que bordearon el campo cultural cubano de esos años.
La articulación del lenguaje documental con el propiamente fictivo, en un derroche de libertad expresiva, despliega una incisiva argumentación sobre la verdadera disyuntiva en que se vieron las clases sociales menos favorecidas cuando sus vidas fueron interceptadas por la ideología revolucionaria. Al poner al límite las nociones de representación y realidad (recuérdese que en De cierta manera opera una autoconciencia de la condición ficcional), el discurso de la película acentúa el carácter culturalmente construido de las situaciones planteadas. La realización enfatiza la construcción estética de la pieza como hecho cinematográfico, para proponer al receptor una participación más activa en la deconstrucción del enunciado fílmico. De cierta manera deviene así un ensayo en forma cinematográfica de algunos conflictos medulares acaecidos en la historia cubana post-59.
El filme no propone una perspectiva definitiva sobre los asuntos que el discurso plantea: las imágenes con que se despide, Mario y Yolanda discutiendo mientras avanzan por una avenida, suspenden la posibilidad de que ambos mundos, dos sensibilidades de cotidianidades distantes, lleguen a feliz término. Esa suspensión en que nos deja la película informa una considerable actualidad: la empresa renovadora emprendida por la Revolución, y el campo de relaciones y valores configurado en el ámbito social que la cinta observa, continúan en un fecundo y siempre difícil diálogo.
[Una versión de este ensayo aparece en el libro del propio autor, Burlar el cerco. Conflictos estéticos y negociaciones históricas en el cine cubano, publicado por Rialta Ediciones en 2022]
Notas:
1. Olga García Yero: Sara Gómez, un cine diferente, Ediciones ICAIC, La Habana, 2017, p. 85.
2. Cfr. Hanna Arendt: Sobre la revolución, Alianza Editorial, Madrid, 2004.
3. Un agudo análisis al respecto se puede leer en Duanel Díaz Infante: Palabras del trasfondo. Intelectuales, literatura e ideología en la Revolución Cubana, Ed. Colibrí, Madrid, 2009. Sobre todo en el capítulo dedicado a la novela policial cubana de los años 70.
4. Impud. Duanel Díaz Infante, ob. cit., pp. 31-32.
5. Duanel Díaz Infante: ob. cit., p. 106.
6. Víctor Fowler: “Ni fincas ni cafetales: contornos para el cine de Sara Gómez”, De cierta manera. Guion de Sara Gómez y Tomás González, Ediciones ICAIC, La Habana, 2018, pp. 141-148.
Comentarios
Publicar un comentario