De cierta manera: delicado balance entre realismo socialista y criticismo autoral, brechtiano
Por Joel del Río
En numerosos estudios sobre De cierta manera (1974), único largometraje de ficción dirigido por Sara Gómez, con frecuencia se reduce el alcance y la hondura conceptual del filme a la absoluta disparidad, o dicotomía (muy del realismo socialista y del cine de género estilo comedia romántica), entre los protagonistas. Sin embargo, ellos tratan de edificar una relación a pesar de los conflictos que genera la procedencia de medios sociales completamente distintos: Mario (Mario Balmaseda) es el típico proletario de origen marginal, con sus prejuicios machistas originados sobre todo en los dictados de la religiosidad afrocubana, y en la conducta impuesta por el barrio, o “el ambiente”, mientras que Yolanda (Yolanda Cuéllar) parece encarnar la voluntad de cambio trascendental de la Revolución, pertenece a los barrios buenos donde vive gente “con recursos”, está emancipada y es educada y maestra primaria.
Este texto intenta demostrar cómo el filme utiliza y al mismo tiempo trasciende la enunciación del evidente simbolismo representado por el conflicto entre los protagonistas: lo viejo y lo nuevo, el proyecto revolucionario y los elementos retardatarios de su desarrollo. Porque la autora y sus guionistas (Tomás Gutiérrez Alea, Tomás González Pérez y Julio García Espinosa) conminan al espectador a superar las simples etiquetas de revolucionario y contrarrevolucionario ‒denominaciones suministradas con tantísima facilidad en la Cuba polarizada de los años setenta‒, y además la autora observa con sutileza no solo la filiación clasista o ideológica de los protagonistas, sino, sobre todo, su condición humana en tanto personas abocadas al imperativo de insertarse orgánicamente en un proceso de cambios sociales urgentes y traumáticos.
En los primeros dos minutos y medio, en un inicio que se cuenta entre los más tajantes in media res del cine cubano del ICAIC hasta ese momento, el espectador presencia una asamblea obrera, filmada en planos medios y a través de constante barridos y paneos. Humberto (Mario Limonta) expone el motivo “justificado” de sus ausencias hasta que súbitamente escuchamos a Mario, que decide violar dos códigos no escritos del machismo: la santificación de la madre mártir (Humberto hizo gala de su doble moral apelando a una mentira que involucra a una progenitora supuestamente enferma) y además rompe con el pacto machista de silencio que ordena encubrir al compinche, de modo que descaracteriza a Humberto delante de la asamblea, y cuenta la verdad de lo que ocurrió. Aquí se utiliza un recurso bastante provocativo para el espectador de intriga de predestinación, porque lo que ocurre en la asamblea solo será comprendidos a cabalidad hacia el final de la película.
A pesar de tal osadía, hay otros recursos formales y narrativos en este principio que parecen muy vinculados al realismo socialista entendido desde los años setenta: ambiente obrero, fabril o las reuniones donde se dilucidan problemas éticos que afectan la producción, pero además aquí se adelanta la evolución de la conciencia social, en Mario, esa misma evolución que relataban las películas vinculadas a este método artístico desde los tiempos del cine soviético de Vsevolod Pudovkin (La madre, El fin de San Petersburgo). Sara Gómez utiliza entonces la iconografía y algunas situaciones de este tipo, pero se desmarca de la esencia narrativa convencional del método, anclada en lo cronológico y causal, al comenzar abruptamente por una escena que, en cualquiera de aquellos filmes soviéticos o de Europa Oriental, ocuparía un espacio de la mitad hacia el final, porque es bastante conclusiva respecto a la toma de conciencia del protagonista. De modo que Mario es mostrado, desde el principio, en un proceso de plena evolución de su capacidad integradora, y la autora establece, con medios brechtianos, o del cine imperfecto proclamado por Julio García Espinosa en su célebre ensayo de 1969, su voluntad autoral de discursar sobre un tema social o humanista, más que entregarnos la dramaturgia aristotélica, y una intriga “bien contada”.
La siguiente escena confirma rotundamente sobre qué habla De cierta manera, y los métodos heterodoxos que combinará con ciertos índices del realismo socialista. De la anterior asamblea de trabajadores, el montaje corta a una secuencia documental sobre la cual se exponen los créditos, y como parte de los cuales, figura un hipertexto de carácter metatexual asegurando que esta es “una película de largometraje sobre algunos personajes reales y otros de ficción”. Es decir, que la realizadora rompe con la exposición naturalista de los acontecimientos, y con el principio dramatúrgico que indica exponer la motivación de los personajes, para cambiar brechtianamente de modalidad expositiva (de la ficción realizada “imperfectamente” como documental, al género “puro” del documental ortodoxo), y dentro de este entorno de voz en off didáctica y omnisciente, se presenta la mencionada declaración de principios sobre cuál es el carácter del filme que estamos viendo.
En esta misma cuerda se exponen, hasta el minuto seis, la demolición de antiguas edificaciones, y el avance de los nuevos espacios habitacionales en las microbrigadas, en alternancia con los barrios viejos, mientras se escucha una voz en off también distanciadora que asegura: “la Revolución no ha dejado de actuar contra los restos de la cultura marginal”. Y esta constituye toda una declaración de principios que pudiera anclar la película, o al menos cierta zona de su complejo entramado conceptual, en el marco del cine afirmativo, optimista y propagandístico que dominaba la producción del ICAIC en los años setenta.
Sin embargo, el resto del argumento aporta matices que moderan tan categórica declaración.
Casi al final de este segmento documental introductorio advertiremos una cabra que pasta en el césped del barrio nuevo ‒signo evidente de la supervivencia de lo ancestral, en tanto luego se verá que la cabra está relacionada con ceremonias de santería‒, la escuela con los alumnos, y la maestra que es Yolanda, presentada como si fuera un personaje real, en clave documental, mediante una entrevista para la cámara donde ella se autorretrata como una maestra recién graduada, y asegura, entre abrumada y sorprendida, que “este es un mundo que yo pensé que no existía”. De este modo, Yolanda es presentada, al igual que Mario en la primera escena, en un momento también de intriga de predestinación en que externaliza su conflicto con su contexto, un momento que, en la lógica del relato causal debiera aparecer posteriormente, como consecuencia de las situaciones dramáticas que le veremos enfrentar posteriormente.
En este momento de introducción del personaje de Yolanda, aunque ya está enfrentada a su conflicto principal de inadaptación, ocurre otro abrupto cambio tonal, que rompe brechtianamente con la exposición semidocumental sobre los nuevos barrios, la escuela, y los rezagos de la antigua mentalidad. El cambio ocurre cuando se inserta un fragmento bastante extenso (desde los seis minutos hasta los ocho y treinta) de documental puro, sobre los orígenes del marginalismo en América Latina y Cuba, a partir del desempleo generado por el capitalismo y los cinturones de pobreza en torno a las grandes ciudades, originados en la desigualdad entre las clases.
En forma y esencia este momento comulga con la voluntad del documental didáctico y de denuncia inherente al nuevo cine latinoamericano (se inserta incluso un breve fragmento de Tire dié, de Fernando Birri), pero las imágenes muy pronto regresan al nuevo barrio cubano, poblado de afrodescendientes bailando, o jugando dominó, luego de que un intertítulo nos advierta terminante que “después de la Revolución no existe en Cuba sector marginal alguno”. Casi inmediatamente, mientras continuamos apreciando en imágenes el contraste entre lo nuevo y lo viejo, la voz en off vuelve a matizar la drástica aseveración anterior diciendo que “la cultura que vive en los planos profundos de la conciencia en forma de hábitos, costumbres, creencias y valores , puede mantener tenaz resistencia a las transformaciones”, porque además estas personas, descendientes de clases marginalizadas, suelen tratar de conservar los valores tradicionales de su herencia cultural, y así se explica la permanencia de tales actitudes dentro de la Revolución. Y así la autora utiliza el documental para aportar una suerte de intriga de predestinación respecto a lo que será el principal conflicto de la mayor parte de sus personajes, no solo Mario y Yolanda, y además pone en claro su agenda de típica autora tercermundista interesada en aportar un mural inconcluso e imperfecto del contexto social y cultural de la nación.
“El personaje de Yolanda hereda los ideales de mujer emancipada que preconiza la tercera Lucía (1968, Humberto Solás) y anticipa las cuitas que significa la integración plena de la mujer a la sociedad como se defiende en tantos filmes cubanos posteriores a Retrato de Teresa (1979, Pastor Vega)”
Las últimas declaraciones de la voz en off descrita en el párrafo anterior se montan en las imágenes fabriles en las cuales aparecen nuevamente Mario y Humberto, en plena faena en la fábrica de ómnibus, y luego se presenta, en una rápida sucesión, el mundo doméstico de Mario, sus padres, y las conversaciones entre él y Yolanda, y cada cuál expone quién es y de qué medio proviene. El relato autobiográfico de Mario, que fue un niño “de la calle”, es interrumpido, desde la reflexividad brechtiana que el filme sostiene todo el tiempo con insertos de fotos, material de archivo y voces en off, con un momento de cine encuesta que permite escuchar las opiniones y ver los rostros de varios pobladores, mayormente afrocubanos, de un barrio marginal del presente. Uno de ellos asegura que “esta gente quiere acabar con esto aquí”, y las voces se apagan ante la entrada de otra, en off, omnisciente, típica del documental institucional, y que representa la opinión oficial y habla sobre la erradicación de los barrios marginales. Después de este inserto de cine encuesta, con gente opinando para la cámara, regresamos a a la conversación entre Mario y Yolanda, y él se refiere a que “lo trancaron” en una beca, y después “le echaron garra de nuevo con el Servicio Militar Obligatorio”.
En la anterior conversación, es Yolanda quien interviene para defender el punto de vista oficial y alude a la capacidad positivamente reformadora del Servicio, hasta que Mario termina por estar de acuerdo con ella y le concede que irse al ejército por tres años lo salvó de la desintegración, y de convertirse en ñáñigo (miembro de la sociedad secreta cubana abakuá, formada mayormente por descendientes de esclavos negros). En este punto, la conversación es interrumpida abruptamente por otro inserto documental que dura aproximadamente cuatro minutos (del 14 al 18, aproximadamente) y explica con ilustraciones y voz en off el origen histórico de la marginalidad a partir de la llegada de esclavos traídos de África a las plantaciones cañeras, y de emigrantes españoles también de origen marginal. La conferencia introducida por el documental historicista o de archivo también explica el origen machista de estas religiones, y culmina con la puesta al día, igualmente por corte, sin explicar que estamos en el presente. Entonces nos desplazamos a otro tipo de documental, el etnográfico, cuando se habla y se muestra la iconografía de los mitos afrocubanos, y las ceremonias de santería (con el sacrificio de una cabra), y finalmente se refiere a esta práctica religiosa como fuente de marginalidad, y sobre todo de machismo, en tanto impone una serie de códigos que rechazan la integración social.
Para contrastar con todo ello, desde la crítica implícita a tales valores, Yolanda habla sobre sus padres muy integrados, muy revolucionarios, que la tuvieron becada todo el tiempo, hasta que decidió casarse, y poco a poco se fue acostumbrando a estar sola y ser independiente, a trabajar y estudiar aunque su pareja no quisiera. De este modo, el personaje de Yolanda hereda los ideales de mujer emancipada que preconiza la tercera Lucía (1968, Humberto Solás) y anticipa las cuitas que significa la integración plena de la mujer a la sociedad como se defiende en tantos filmes cubanos posteriores a Retrato de Teresa (1979, Pastor Vega).
El siguiente grupo de secuencias (20:58-25:36) colocará al personaje de Yolanda en una situación de conflicto entre sus ideales educacionales, revolucionarios, y la complejidad del medio donde aspira a practicarlos, hasta el punto de que ella le confiesa a otra maestra su deseo de irse a enseñar en otro barrio, y la interlocutora solo le dice que los niños necesitan más cariño y paciencia de lo que ella parece disponer. Entre otros problemas, Yolanda se enfrenta con Lazarito, el mayor de cinco hermanos, un niño rebelde, acostumbrado a la violencia, con padre ausente y una madre consagrada por completo al trabajo. Por ella se entera Yolanda de que Lazarito se porta mal en la escuela pero es su brazo derecho en la casa. Más adelante (30:25-33:50) la maestra va a sacar a Lazarito de una estación de policía, conversa con el oficial, que le habla de la necesidad de ayudar a esos menores. Después, la maestra va caminando por un parque con el niño, y lo lleva a una heladería. Parece haber descubierto esa “cierta manera” en que puede comprender y ayudar, lejos de las tareas de choque orientadas desde los manuales y el voluntarismo, apartada por completo de los dogmas, y los prejuicios de clase y raza. (Tener en cuenta que Yolanda es lo que en Cuba se conoce como “mulata clara”, “casi blanca”, y se está moviendo donde predominan, como Lazarito y su madre, los afrocubanos de piel oscura).
Los intentos de mediación entre la educadora y los hábitos antisociales de sus estudiantes será puesto a prueba nuevamente en una de las secuencias más dialógicas, brechtianas, y conmovedoras de la película (39:30-42-55), perfecta fusión entre las técnicas de enunciación documental y la reconstrucción del verismo mediante la ficción integradora: se registra la discusión de la maestra con una madre, a la cual se le comunica que su hijo no pasa de grado, y con evidente molestia Yolanda se pregunta cómo es posible y hasta llega a insinuar que la mujer no se ocupa lo suficiente de sus hijos. Con la voz quebrada la mujer le cuenta cuál es su vida, sus horarios imposibles de trabajo, sus once hijos. La situación queda sin solución aparente hasta que, por corte, aparece otra maestra que regaña a Yolanda porque la labor de ella es no solo educar a los hijos sino también atraer a los padres. Mientras conversan la madre y la maestra, el encuadre es fijo, para atrapar las reacciones de ambas, pero cuando discuten las educadoras, la cámara se mueve incesantemente de una a otra, como para sugerir el dinamismo y la dialéctica inherentes a las ideas que se están comunicando, ideas vinculadas, esencialmente, a esa “cierta manera” que se menciona desde el título, y que pasa por el antidogmatismo y la flexibilidad.
En montaje alterno, transparente, asistimos a similar evolución de Mario, que avanza muy lentamente en el proceso de concientización típico del modelo heroico del realismo socialista (tanto Mario como Yolanda entran y salen de tales paradigmas). En las secuencias 25:35-30:25 lo vemos primero muy integrado, junto a un grupo de amigos, a la iconografía de barrio popular habanero con su juego de dominó, y en medio de una ceremonia de santería. Durante el juego llega Humberto, quien insinúa que la maestra le está lavando el cerebro, y finalmente pacta con él que lo encubra para ausentarse del trabajo, para irse a gozar en Oriente, circunstancia que propicia el Consejo de Trabajo, la asamblea con que comienza la película. Además, Mario va con Yolanda a la ceremonia, aunque él diga que ya no cree en eso, y su madre explique, con sus palabras, que ella no ve contradicciones entre sus santos y la Revolución, momento trascendente en la película, pues insinúa esa “cierta manera” en que ambos credos pudieran reconciliarse.
La mayor parte de las secuencias restantes, exceptuando un par que caracterizamos luego, se consagran a cronicar, desde la perspectiva de un observador excepcionalmente cercano, la dinámica y el crecimiento de la relación entre los protagonistas, ambos en ese camino, sin vuelta atrás, de cambios mejoradores, en sí mismos y en el medio. En localizaciones naturales en céntricos espacios del Vedado ocurren las secuencias 30:50-37:10 y 42:55-49:09: en la primera, vemos a la pareja sentados en un restaurant con otra pareja, y poco después, mientras los hombres “brindan por el proceso revolucionario” que les permite estar en ese lugar lujoso, cayéndose a tragos, las mujeres van juntas al baño, y la amiga le reprocha a Yolanda su elección de un hombre “como Mario”. Salen del restaurante, y ellos dos van por el Malecón, juntos delante, mientras las mujeres quedan detrás, rezagadas. Este es el momento justo, y necesario, en que Sara Gómez rompe otra vez la linealidad del relato (37:10-39:30) para volver a la escuela, cuando Yolanda está siendo entrevistada, mirando a la cámara, pero esta vez expresa su preocupación por las niñas del barrio, porque los varones tienen el Servicio Militar Obligatorio o la Ley contra la Vagancia, para encausar sus destinos, pero las adolescentes carecen de toda orientación después de terminar el sexto grado, y terminan casándose, teniendo muchos hijos y creándolos tal y como las criaron a ellas. (Todo esto se complementa con imágenes de mujeres afrocubanas bailando aguantó o en medio de una trifulca de barrio).
Una larga discusión, en el portal de un popular cine habanero, ocupa casi todo el tiempo la secuencia 42:55-49:09. Ella llega tarde a la cita, él la maltrata y la arrastra por el brazo, ella decide irse, él la persigue, discuten malhumorados sobre las malas maneras de él y sobre el show que ella montó. Él la persigue, la alcanza, y en ese momento Mario encuentra a un viejo amigo, Guillermo, cuya historia es introducida brechtianamente, como una suerte de dispersión significativa, pues el hombre nació en Las Yaguas, se hizo boxeador, cometió un delito grave, y luego se dedicó a la guitarra, al canto y a su familia, muy lejos del ambiente marginal, de machismo y hombría mal asumida, que lo llevó por el mal camino. Tal es el consejo de Guillermo para Mario, cuando este le cuenta de sus discusiones con Yolanda, y el exboxeador, ahora cantante, le regala una exhortación explícita a que se arme de valor y deje “el ambiente”, a través de una canción que Mario y Yolanda escuchan arrobados (51:03·-54:00). Y si bien esta zona de la película padece de cierta obviedad, evidentemente Sara Gómez decidió explicitar su credo: solo la cultura y la educación, auténticas, dúctiles y populares pueden dialogar con los rezagos de marginalidad y los hábitos antisociales.
Mucho menos obvia, y hasta más poética e introspectiva, además de sorprendentemente contemporánea en cuanto a su propuesta de una nueva masculinidad, resulta la única escena de alcoba del filme (57:20-1:00:00): Mario le pregunta a Yolanda qué encuentra en él, y ella le devuelve la misma interrogación respecto a ella. Él habla sobre la sinceridad y honestidad de ella, mientras que la mujer explica, con otras palabras por supuesto, que él es un hombre escindido entre dos maneras de comportarse: una amarrada a la guapería, en el barrio, y otra en privado, con ella en soledad, y esta última variante es la que ella prefiere y ama. Develador de las emociones de ambos personajes-intérpretes resulta el trabajo de cámara, que comienza con planos medios, que se vuelven primeros y primerísimos planos en el momento en que Mario confiesa que tiene mucho miedo. Las razones del temor tendrán que ser sobreentendidas por el espectador pero implican por supuesto, la propuesta de complejo cambio de mentalidad, siempre traumático, que el filme promueve.
Antes y después de las anteriores escenas vuelve el despliegue de técnicas documentales, distanciadoras, como la voz en off, y las imágenes de una suerte de reportaje (54:00-57:20) sobre las condiciones sociales de la marginalidad: las familias comandadas por mujeres trabajadoras, los escasos ingresos, la droga, el alcoholismo y otros atentados a la moral pública. En cuanto a imágenes predominan las ruinas de las viejas viviendas demolidas. Pero de pronto, vemos a la pareja protagonistas en un trabajo voluntario, arreglando el jardín de la escuela, una mujer baila guaguancó mientras pinta el contén de una acera, y al final Mario y el padre hablan sobre la necesidad de aplicarle alguna sanción a Humberto, hasta que esta línea argumental se resuelve (49:09-51:03, 1:00:00-1:04:05) con la reiteración de aquella asamblea, en que Mario denuncia la falsedad, indisciplina y doble moral de Humberto.
El relato continúa avanzando después de esta retrospectiva que devela, mediante la reiteración, que la asamblea es uno de los más importantes núcleos de sentido del relato. En 1:04:05-1:05:20 Mario regresa con Yolanda a su casa, después, y ella le dice que hizo bien, aunque él siente culpa por haber “traicionado” a un amigo, a un hombre, y luego alguien le pregunta qué es hombría, y qué significa ser revolucionario, a lo cual Mario responde uno de los textos más trascendentales y cuestionadores de la película: “esta Revolución la hicieron los machos, los hombres”, porque de esta manera se rebasa la crítica, natural en Sara Gómez, al machismo marginal, y se extiende, en la mente del espectador, a otros estratos sociales y políticos mucho más generales.
El epílogo, de 1:05:20 a 1:09:02 reitera, primero, el cuestionamiento o el apoyo a la actitud de Mario cuando denuncia a Humberto, mientras algunos discuten cuál es la manera de ser hombre, amigo y revolucionario al mismo tiempo, mientras que se intercalan imágenes de la demolición de los barrios viejos. En los minutos finales, se recurre al final abierto y brechtiano: Yolanda sale de la escuela, Mario la estaba esperando, discuten, ella se va en otra dirección, él la persigue, hasta que un plano muy general, panorámico, se ven los dos, pequeños, a gran distancia, que van siempre discutiendo, ella delante y él detrás, mientras avanzan por una calle empinada entre nuevos edificios múltiples de apartamentos. La banda sonora, como para remarcar también en esa instancia, la alternancia de lo viejo y lo nuevo, propone primero el bolero a guitarra que le escuchamos a Guillermo, con los tarareos de Sara González (la trovadora de la Revolución) con el Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC. Y así culmina, sin conclusiones ni moralejas, el más completo estudio de la identidad cubana en trance de adecuación a los ideales de la Revolución.
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