la tierra los altares y La infinita


Por Mariana Martínez Bonilla

Este año, dos películas programadas en el FICUNAM problematizan la condición excesiva de la violencia en México. Se trata de la tierra los altares (2023) de Sofía Peypoch y La infinita (2024) de Óscar Enríquez. La primera de ellas forma parte de la Competencia Ahora México y la segunda es una presentación especial, producida por la Universidad Nacional Autónoma de México. 

la tierra los altares (2023), filme documental de 68 minutos de duración, fue acreedor del Premio Ciudad de Lisboa a la mejor película en competencia internacional y el Premio Nuevo Talento a la mejor película en Doc Lisboa. Peypoch explora en él la relación entre el cuerpo y la imagen, problema abordado en su anterior producción, Tornen lágrimas a incendios (2023), llevándola al territorio de la violencia. Para ello, la creadora indaga en sus recuerdos del secuestro del que fue víctima y emplaza su filme en el sitio en el que dicho acontecimiento tuvo lugar.


La cineasta elabora un meticuloso entramado audiovisual que permite comprender aquello que sucede con los restos óseos encontrados en diferentes zonas del país y, sobre todo, cómo es que la desaparición forzada se ha convertido en nuestra realidad cotidiana. Tan solo hace un par de meses se tenía un registro oficial de más de cien mil fichas de desaparición. Obviamente, dichas cifras han sido manipuladas, pues cada semana se registran diversos hallazgos en las fosas comunes que han sido abiertas hasta el momento.

Formalmente nos encontramos con una de las manifestaciones más interesantes del documental contemporáneo en México. Su directora es una artista multidisciplinaria cuya práctica es una combinación de poesía, cine, objetos encontrados y fotografía. Su interés en dichos formatos parte de la relación entre la memoria personal y la colectiva, puesta en tensión a partir de la materialidad, pues para la directora, la memoria es un espacio tangible para atestiguar el presente de la experiencia como una red de acontecimientos en constante transformación, como afirma en su sitio web

Para ello, las imágenes y los sonidos de carácter experimental que Sofía Peypoch utiliza se mezclan con entrevistas a antropólogos forenses. Frente a las lógicas hegemónicas de la representación, que privilegian la claridad de la imagen sobre cualquier otra forma de inscripción significante, la tierra los altares utiliza un dispositivo poético que evoca otras formas de constituir el imaginario en torno a la memoria y el duelo colectivo. Las imágenes del registro más personal de la cineasta son intervenidas con la inscripción de algunos textos. Así, el filme no solo es crítico, sino que busca una salida ante la representación espectacular de la violencia y, sobre todo, reflexionar en torno al trauma de quien sobrevive.


Sin embargo, ello no es suficiente para elaborar de manera más compleja la relación testimonial con los antropólogos entrevistados, pues el dispositivo poético es corrompido tanto en lo visual como en lo narrativo por la inserción de esas entrevistas que tienen una disposición compositiva bastante convencional, y relatan algunas experiencias tras los encuentros de las osamentas.

Cabe la posibilidad pensar que esta decisión por parte de la directora implica una especie de ruptura del encanto propiciado por su poética experimental, elaborada desde el registro de lo íntimo, de la memoria personal que busca sanar a partir de la elaboración de este lamento audiovisual. Entendido así, su filme toma otro cariz mucho más complejo, pues ello implicaría el reconocimiento de una distancia necesaria ante las imágenes, una especie de apunte o indicador para que el espectador no pierda de vista el tema central del trabajo: la desaparición y la violencia de la que todos somos potenciales victimas. De tal manera, la articulación de las imágenes se convierte en un lugar de producción de tensiones entre lo personal y lo colectivo.

La infinita da cuenta de la complejidad histórico-contextual, así como de las múltiples aristas y configuraciones de la desaparición forzada en México. Recurriendo a los tropos que han constituido las narrativas audiovisuales sobre el tema, Enríquez plantea una lectura de doble nivel sobre el fenómeno. Por un lado, un acercamiento afectivo que da cuenta de las consecuencias de la desaparición en los núcleos familiares y, por el otro, una lectura fáctica que moviliza los testimonios de expertos en el ámbito de la violencia relacionada con el crimen organizado.

Para ello, el director recurre a tropos tanto narrativos como visuales que conforman la gramática del cine sobre la desaparición en México: el testimonio, el primer plano y la cartografía. El montaje pone en relación los testimonios de las familias de los desaparecidos con los paisajes y entornos en los que se cree que tuvo lugar la desaparición. En ningún momento, el dispositivo gestado por Enríquez plantea una espectacularización de la violencia ejercida contra los desaparecidos. Contrario a ello, formula una apuesta ética a partir del encuadre en primer plano de los testigos entrevistados.


En términos cartográficos, la película se grabó durante la pandemia del covid-19 en la Ciudad de México, Veracruz y Ciudad Juárez, registrando de manera velada la relación entre sitios históricamente representativos de la catástrofe sociopolítica que aqueja a la nación mexicana que, en los últimos años, se ha expandido por todo el territorio. Dicho mapeo permite comprender las particularidades territoriales de la violencia y las formas en que esta ha sido invisibilizada e, incluso, negada en los diferentes periodos presidenciales, desde la década de 1970, con la desaparición de los opositores al régimen priísta, hasta la actualidad, con un gobierno supuestamente humanista que no solo ha minimizado y maquillado las cifras, sino que ha desatendido a las madres buscadoras, a quienes prometió todo el apoyo.

Ahora bien, la presencia de planos generales que enmarcan los sitios relacionados con la desaparición establece un punto de quiebre entre lo colectivo y lo personal, cuya puntuación significante son los primeros planos de los familiares de los desaparecidos narrando sus testimonios. Me parece que es la idea de duelo lo que atraviesa a la obra de Enríquez, y en donde está realmente su potencial significante. Es comprensible que su propuesta formal no sea la más arriesgada, pues ¿cómo podemos representar lo irrepresentable y narrar lo inenarrable? La condición ominosa de la violencia en México ha hecho que el registro de lo imaginario entre en crisis y, al mismo tiempo, la hegemonía representativa haya cooptado cualquier grafía audiovisual que permita sostener una relación simbólica con ese real que nos desborda.


Quizá la apuesta aquí tendría que partir de la pregunta por las las condiciones de una lectura estético-política de lo audiovisual que se emplace en el umbral de la interrupción de los regímenes de presentación y representación hegemónicos y, más aún, que repose sobre el entendimiento de las articulaciones narrativo-materiales como generadoras de lecturas y experiencias críticas. Esta es una conversación que nos queda pendiente con el creador, pues en la muy breve sesión de preguntas y respuestas dijo que su intención era acompañar a las víctimas acercándose a ellas lo más posible al mismo tiempo que buscó atender a todos aquellos aspectos que condicionan la historicidad de las formas actuales de la violencia en el país.

En resumen, aunque ambas obras se inscriben en una constelación creciente de trabajos sobre la violencia en México, su carácter es urgente y necesario. Pues en ellas, desde diferentes emplazamiento estéticos tiene lugar la apertura de un espacio liminal en el que tiene lugar el lamento colectivo como expresión del trauma y duelo resultantes del paisaje producido por la violencia ejercida por el Estado-nación y el crimen organizado en el territorio mexicano durante las últimas dos décadas.

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