Al sol, lejos del centro, Ella se queda y Panadrilo


Por Pablo Gamba 

En el festival Curtas Vila do Conde, en Portugal, estuvieron los cortometrajes latinoamericanos Al sol, lejos del centro (Chile, 2024), Ella se queda (México, 2024) y Panadrilo (Panamá, 2024). Los dos primeros fueron parte de la competencia experimental; el tercero, de la internacional. 

Al sol, lejos del centro se estrenó en la competencia de cortos del Festival de Berlín, y es la segunda película de Luciana Merino y Pascal Viveros, realizadores también de Apuntes para hacer un zoom (2022). Técnicamente se basa en la exploración de cómo el zoom electrónico transforma imágenes registradas en 4K y la mirada a la ciudad que así se produce, como un retorno a las búsquedas de las sinfonías urbanas en cine digital. 

Esto permite ubicar Al sol, lejos del centro en el campo del cine del paisaje que cultivan hoy los realizadores experimentales latinoamericanos. Hay aquí una mirada en grandes planos generales a un espacio marcadamente diverso, cuyas facetas identifican de estas maneras los créditos finales: ciudad maqueta, ciudad vertical, ciudad pasarela, ciudad laberinto, ciudad en construcción. Como el título lo indica, no se distingue en lo que vemos un centro en torno al cual situar los fragmentos urbanos salvo el inmenso sol que distorsiona el zoom. 

Hay un juego con el motivo de un avión que pasa y que crea una circularidad en el tiempo. Los planos de cielo y nubes que puntúan el corto transmiten, además, una sensación de pausa, y la que se ve no es una ciudad en movimiento sino de viviendas, calles poco transitadas y una fábrica inactiva. Esto marca un deslinde con las sinfonías urbanas de las vanguardias de comienzos del siglo pasado, cuya música visual seguía el ritmo de una intensa actividad. 

Cobran relevancia sutilmente aquí, en cambio, las diferencias y problemas sociales que se infieren de los marcados contrastes de la arquitectura y la situación la fábrica. Hacen inquietante la “paz” que transmite la inactividad. Se les añade el tiempo que parece volver al punto de partida, lo cual es cónsono con la descripción, que domina a la narración aquí, pero también con el estancamiento que problematiza el futuro al que se refiere un texto en pantalla al comienzo. 


La pérdida de resolución y profundidad de campo que genera el zoom digital añade un enrarecimiento de la percepción natural del paisaje. Es una cuestión formal que adquiere importancia narrativa por lo que respecta a la pareja de chicas enamoradas que se perfilan como protagonistas de una débil línea narrativa que solo consiste en recorrer esos espacios. Vistas a una escala que corresponde a los planos, parecieran estar a la búsqueda de un lugar para ellas y su amor en un mundo que, en tensión con eso, se percibe como borroso y plano. 

El espectador o espectadora tiene que participar intensamente para imaginar lo que ocurre entre los personajes, cuya relación se va revelando paulatinamente a partir de sutiles indicios. Es una actividad que conlleva franquear imaginariamente la distancia visual y la resistencia que ofrecen las imágenes distorsionadas para ponerse en el lugar de las chicas y habitar vicariamente ese espacio. En tensión con la circularidad, el tiempo se percibe así también como el punto de inicio de una historia posible de las chicas, pero de un modo sutil igualmente como el punto de llegada de la Historia, con mayúscula, que parece con relación a la sociedad y su paz enigmática. 

El encuadre móvil da la impresión de que encuentra a los personajes por azar, pero la presencia en plano de las chicas empieza a determinar después el desplazamiento de la cámara. Capturan esa mirada distante y borrosa a la ciudad, lo que es una manera de transmitir que es propio de ellas el espacio visible. Otra es en el sonido, que se sincroniza al comienzo como accidentalmente con la presencia visual de ellas, en palabras que no podemos entender por el volumen, y vuelve a estar en sincronía al final, cuando escuchamos el roce en el encuentro de los cuerpos y un beso. 

Después, la cámara deja a los personajes y se eleva hacia el sol, lo que cierra espacialmente el círculo antes conformado en el tiempo. Cierra también la apropiación territorial con una posible referencia a un clásico del utopismo: La ciudad del sol (1623), de Tommaso Campanella.

Ambos recursos, el encuadre y el sonido, son también la base de la participación vicaria del espectador o espectadora. Pero esto no disuelve la tensión que hay entre la apropiación del espacio y el zoom electrónico, que distorsiona la mirada que da la impresión de acercar e instaura así, paradójicamente, otra distancia frente a ella. Por su naturaleza electrónica palpable, refiere a la experiencia que tenemos hoy con el mundo, mediada por imágenes hechas de la misma materia, pero también a un anhelo de experiencia directa, a una nostalgia de lo real, y de poder habitar el paisaje de modo análogo a los dos personajes. Incluso esto, sin embargo, presenta aquí la dificultad señalada por lo tocante a las diferencias sociales y el estancamiento que se infieren. 

Es significativo, en el panorama actual del cine paisajista en América Latina, que no haya en este corto referencias a la ancestralidad, ni al trance ni a los mitos de los pueblos originarios, como en otra vertiente sobre la que hemos escrito abundantemente y que tiene entre sus figuras emblemáticas al Colectivo Los Ingrávidos. Se trata aquí, en cambio, de una experiencia latinoamericana moderna que tiene que ver con la tecnología, el futuro y los residuos de lo utópico en una época en que la concepción hegemónica del tiempo es el fin de la historia.


Ella se queda, dirigido por la mexicana radicada en los Estados Unidos Marinthia Gutiérrez Velazco, se estrenó en la Semana de la Crítica de Cannes. El título apunta hacia el espacio y la historia hacia una ciudad, Tijuana, en México, y la posibilidad de que la protagonista se vaya a estudiar a Milán con una beca. Es también una película sobre cuestiones acerca del territorio y la mujer, pero con un giro hacia lo fantástico. 

La recuperación del impulso de la fabulación y la búsqueda de diversas maneras de volver a los géneros para superar el realismo son una vertiente del cine contemporáneo a la que América Latina no es ajena. Ella se queda es parte de eso por su apropiación de las películas de vampiros ‒que tienen una tradición en México‒ y el cine de terror de los setenta. La acompaña una búsqueda de explorar la danza como alternativa al tipo de actuación generalizada en el cine y que se basa en el teatro, con la bailarina Marianna Escobedo en el papel protagónico. Es también una apropiación del musical. 

Hay un juego con el tiempo en esta película, entre las consultas al reloj que se repiten, lo que refiere a los plazos cortos de la cotidianidad, y la vida eterna de los vampiros. También a la noche, en la que la Luna brilla en el cielo de la ciudad en un tiempo de la vampira que es mujer. Análogos en su eternidad son los rasgos de estilo en su esplendor histórico de los que se apropia Ella se queda, como la fotografía de alto contraste en blanco y negro, y la intervención del soporte fílmico del cine experimental. 

En relación con las restricciones del tiempo en el curso de la cotidianidad, y la que conforma en la historia la situación en la que hay que elegir entre un lugar u otro para seguir adelante con la vida, se perfila aquí una toma de posición que hace de la mujer que se transforma dueña del tiempo y el espacio. Cambian junto con la vampira al pasar el film del blanco y negro al color, y se altera la película misma con las intervenciones señaladas. Parece triunfar así la libertad del cuerpo para expresarse y la capacidad lúdica de cambiar el curso de la vida, más allá de las posibilidades de decidir en función del trabajo y las relaciones de pareja. El problema es que esto se da en el marco de una fantasía genérica en Ella se queda, análogamente a como los bailes interrumpen la acción en los musicales.


Panadrilo, dirigida por Marcela Heilbron, es un cortometraje muy diferente de los dos anteriores. Su recorrido ha sido, en consecuencia, menos llamativo, con un estreno en el Festival de Santa Bárbara, en los Estados Unidos. No obstante, lo redime su irreverente mirada a uno de los mayores problemas del presente, la migración, a pesar de la imperfección de sus actuaciones. 

El personaje principal de esta película es una veterinaria venezolana que ha recalado temporalmente en Panamá, en tránsito hacia el destino final de su migración, que se entiende que es los Estados Unidos. Se trata de una sobreviviente del peligroso paso por el Tapón del Darién, como se llama a la selva pantanosa entre ese país y Colombia. Muchos son los migrantes que mueren tratando de cruzarla, entre ellos el marido de la protagonista. 

Pero la historia tiene un giro que evita el drama social y la pornomiseria, y opta en cambio por un realismo mágico grotesco en el buen sentido de la palabra, en lo incómodo de su humor negro. Lo que define este estilo es la falta de solución de continuidad entre lo fantástico y la normalidad cotidiana en la ficción. Aquí es la supervivencia del hombre en el estómago del cocodrilo que lo ha devorado y su asimilación al cuerpo del reptil que, en consecuencia, habla. Se convierte en atracción para los visitantes de una granja en la que se cría animales de su especie por su piel. 

Es tentador, pero yo diría que imposible, hacer interpretaciones que atribuyan un sentido político claro, aunque implícito, a esta historia. Es algo que hace que Panadrilo se distinga por un tipo de alegoría que es característicamente moderno. Políticamente, lo que hay aquí es una confrontación con la “verdad” que construyen los dramas biempensantes o miserabilistas que dominan los relatos mediáticos y cinematográficos sobre los migrantes. Manejar el realismo mágico como lo hace Marcela Heilbron en esta película es también una decisión estética desafiante en un festival. 

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