Nunca fui a Disney

Por Salvador Savarese 

Todo comenzó en la década de 1970 cuando Laura Mulvey escribió en la revista Screen uno de esos textos que generan automáticamente corrientes de pensamiento: “Visual Pleasure and Narrative Cinema” (Placer visual y cine narrativo). Allí, ella ponía en duda la neutralidad de la mirada en el cine ‒qué es lo que se ve en las películas‒, criticaba la misma por machista y patriarcal ‒al mostrar a las mujeres como meros objetos de deseo más o menos inteligentes‒ y propugnaba por una mirada sobre la mirada, valga la redundancia. Este texto marcó el comienzo de los estudios de la mirada del cine que estuvo asociada en un principio al varón: la “male gaze”. 

No es casual que este texto se situara en un momento tan particular, donde más allá de casos aislados anteriores, las mujeres cineastas recién estaban haciendo sus primeras películas insertas en la industria (más que nada en Europa: Agnès Varda o Lina Wertmüller, por ejemplo). Pero ya a casi 50 años de su publicación y con un cine dirigido por mujeres fuertemente asentado en todo el mundo, podemos revisar un poco algunos de los conceptos de ese texto. En ese sentido es interesante rever Nunca fui a Disney (Argentina, 2024), la ópera prima de Matilde Tute Vissani, a la luz de esas ideas. 

Como El viaje de Chihiro (Hayao Miyazaki, 2001), esta película narra un momento muy particular del crecimiento humano: la pubertad, esa especie de limbo en el que se deja de ser chico pero aún no se es joven. También la pubertad se da mentalmente y es como una especie de duelo: dejar de pensar en cosas de chicos, separarse durante un tiempo de los hermanos menores y también, durante un tiempo más largo, de los padres. 


La protagonista de la película es Lucía y, con su madre y su hermana menor, están en una localidad costera de la provincia de Buenos Aires, en un verano que parece ir terminando. Durante esas semanas, Lucía se encontrará con una familia que vive enfrente, y ese enfrente también es conceptual. Al revés de la de Lucía, esta familia tiene un poco más de recursos y son tres hermanos, de los cuales dos son varones y mayores que ella. 

La película entra en el terreno de lo que se llama un coming of age, género cinematográfico que narra historias de jóvenes que están creciendo, y que están acotadas a un lugar y momento determinado. Este género ha dado por lo menos dos películas mayores, la ya mencionada El viaje de Chihiro y Cuenta conmigo, de Rob Reiner (1986). Generalmente estas películas suelen ocurrir en el pasado y funcionan como un recuerdo del protagonista sobre acontecimientos que influyeron decisivamente en su crecimiento. En el caso de Nunca fui a Disney, la película transcurre en una localidad pequeña, en pocas semanas de verano y en el pasado, en los años 90, dominados por una clase media que se animaba a salir al mundo pero que también comenzaba a sufrir nuevas dificultades económicas y afectivas (el divorcio era un acontecimiento reciente y todavía cargaba con cierto estigma). El proceso de enseñanza es muy importante en este tipo de películas: los protagonistas aprenden o a relacionarse con otros, a pertenecer a un grupo o descubrir la atracción amorosa y/o sexual. En general, los chicos protagonistas están permanentemente aprendiendo. En particular, lo que distingue a esta película es que lo que aprende Lucía es a mirar. 

Todas las acciones de Lucía están introducidas por su mirada: la visión del torso masculino de un joven mayor la empuja a buscarlo y a ocuparse más de su apariencia; otra mirada descubre lo inalcanzable de ese anhelo; otro cuerpo masculino es entrevistó desnudo como travesura; presenciar una acción furtiva entre su madre y una amiga la empuja a explorar lúdicamente otro tipo de demostración amorosa. Ese riguroso énfasis en la mirada ‒siempre antecediendo a la acción‒ nos reenvía al texto de Mulvey que se escribió hace tanto tiempo. Y en particular a un par de cuestiones. 

La primera es si la mirada femenina tiene que ver con una manera de filmar algo antes que con lo que se muestra. No creo conveniente meterse en la camisa de once varas que es definir y taxonomizar la ontología de cada género ‒qué es lo que hace una mujer, mujer y viceversa‒. Sólo podemos dejar esa pregunta planteada, y así siguen varias derivaciones de la misma. ¿Podría un hombre haber filmado la agonía y muerte de una enferma como lo hace la directora Kinuyo Tanaka en la película Los pechos eternos (Japón, 1955)?, ¿cómo sería una mirada femenina en la relación entre los personajes de Alberto de Mendoza y Lautaro Murúa en Noches sin lunas ni soles (Argentina, 1984)? ¿Cómo hubiera narrado Lucrecia Martel las peleas de la o las películas de Marvel Studios que le ofrecieron dirigir? ¿Cómo hubiera filmado un hombre la escena tan íntima de la queimada, ritual que realizan las mujeres de Nunca fui a Disney

La segunda cuestión tiene que ver con la necesidad de una mirada en sí misma. Ejemplificaré con una escena, la más enigmática y potente de Nunca fui a Disney: desengañada por sus familiares y amigos, la protagonista se va una noche, como todos intentamos o conseguimos hacer en nuestras tempranas juventudes. Adónde, no se sabe. Es de noche. Hay viento. Hace frío. En un momento Lucía llega a la rambla que separa la calle de circunvalación con la playa, y mira. Se podría decir que mira al mar como lo devela un plano amplio previo, pero no hay un contraplano detallado que muestre lo que ella está mirando. Tampoco hay, a esta altura, una tranquilizadora mirada a cámara que, por lo menos, y aun rompiendo la cuarta pared, nos haga partícipes del objeto de su atención como en Los cuatrocientos golpes (Francia, 1959).


De Lucía podemos decir que en ese momento sólo mira. Y ella pasa tiempo y más tiempo mirando, en un plano que dura casi un minuto ‒una cantidad considerable de tiempo en términos cinematográficos‒, hasta que los amigos y la familia la encuentran. Esa aventura nocturna ha terminado. Cuál era el objeto de la mirada de Lucía, nunca lo sabremos. Sólo veremos que ese acto de mirar marca para ella el inicio de su adolescencia, como una confesión a su madre nos lo confirma en clave. Después solo queda el fin del verano, el regreso y la espera que las nuevas generaciones también vayan aprendiendo a ver. La vida. 

La larga mirada de Lucía es algo que excede a cualquier teoría general o interpretación particular. Esa mirada es un misterio. Raúl Ruiz decía algo así como que había que elegir entre el misterio y el ministerio. Lucía y Matilde Tute Vissani eligen en esa escena el misterio y por lo tanto el cine: esa cosa traslúcida y opaca al mismo tiempo que cuando uno lo quiere definir ya se esfumó y al que solo le podrían caber aproximaciones o especulaciones. Más que interpretaciones lisas y llanas, es más productivo, como diría otra intelectual femenina y feminista de los años 70, Susan Sontag, una erótica del arte.

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