Kinra

 

Por Pablo Gamba 

Kinra (Perú, 2023) llegó a la competencia latinoamericana de ficción del Festival de Lima siendo la película nacional que ha ganado el premio internacional más relevante desde el Oso de Oro de La teta asustada (2009), de Claudia Llosa, en el Festival de Berlín. La ópera prima en el largometraje de Marco Panatonic, director antes de dos cortometrajes, fue la ganadora de la competencia internacional en el Festival de Mar del Plata. 

La historia que relata Kinra ha sido contada por otras películas peruanas, entre las que se destacan Gregorio (1984), del Grupo Chaski, y La teta asustada: la migración de campesinos a la ciudad. El texto de presentación en la página web del festival pone de relieve la cuestión del retorno del protagonista al lugar natal: “Volver es su camino porque su corazón estará dividido siempre, como su país”. En el catálogo de Mar del Plata escribieron: “No es tanto o no es solo un desplazamiento geográfico como un regreso al origen y una potente reivindicación de la identidad”. 

Hasta donde yo sé, este ha sido un tema más característico del cine de Bolivia que del Perú. Tiene como contexto una problemática concepción de los personajes de los pueblos originarios, además. Se considera que “pierden” la pureza de su identidad con el alejamiento de su comunidad, de sus raíces, y que la “recuperan” con el retorno al origen. En el cine boliviano encontramos los ejemplos emblemáticos de Vuelve Sebastiana (1953), de Jorge Ruiz, y La nación clandestina (1989), de Jorge Sanjinés. 

Esto es puesto en cuestión hoy en ese país por Miguel Hilari, por ejemplo. En Compañía (2019), este cineasta llama la atención, por el contrario, en la falta de solución de continuidad del mundo comunitario entre los que se permanecen en el lugar de origen y los que se han radicado en la ciudad. 

A contramano de los textos de catálogo citados, Kinra va por esta vía cuestionadora y problematizadora. Si da otra impresión a los que tienen un preconcepto de las personas de los pueblos originarios, es por su manejo de la ironía. Se hace patente en el título en inglés, Motherland (patria). En quechua “kinra” tiene el significado menos ampuloso de “ladera”, lo que se refiere específicamente a la tierra inclinada de montaña donde nació el protagonista. Si bien la traducción literal de “motherland” es “madre tierra”, allí quedará la tumba de la madre mientras que los hijos se van de ese lugar y no queda claro que el protagonista regrese para afincarse allí.

 

De la comunidad en Kinra no parece haber quedado sino el mito y la familia aislada del comienzo, de la que incluso el padre es expulsado en la primera escena. La hermana mayor es la que se marcha primero al pueblo de Santo Tomás, donde también trabaja el protagonista antes de emigrar a Cusco. La madre se queda, pero en una chacra que a ella sola, sin ayuda, le cuesta cultivar. Después, nada más que la tumba queda. En la película el lugar está despoblado. 

La disolución de este mundo comunitario tiene un correlato sutil en la fragmentación de la narración. Un atractivo de Kinra para el espectador cinéfilo es su forma característicamente moderna en este sentido, con largas escenas filmadas con pocos planos, con una débil continuidad entre unas y otras. Desbordan su función en el relato para darnos la oportunidad de dilatarnos viendo y escuchando a los personajes en situaciones cotidianas. 

Pero al comienzo hay un juego con los tiempos en el que hay que reparar. El protagonista da a entender en una parte que ya se ha radicado en Cusco antes de que veamos su partida, por ejemplo. La escena de la llegada en bus a la ciudad, que vemos después, se interrumpe con el título de la película y la historia se reanuda de vuelta al lugar de origen, en el entierro de la madre. 

Esto crea una significativa tensión entre el ir y volver del tiempo en el relato, y la orientación que se da el protagonista hacia el futuro con su proyecto de estudiar, para lo cual viaja a la ciudad. Más sutilmente hay detrás de esta esperanza individual una ironía de otra identidad, vinculada con un proyecto de cambio social revolucionario del pasado. Se la asignan a Atoqcha en sus apellidos, en el Castro Cuba que le pusieron al padre. El “huamani” de su madre la burocracia lo melescribió “huamán”, lo que se convierte en un problema para el protagonista en su intento de sacar la partida de nacimiento para obtener su DNI. Solo está al alcance del hijo restituir lo correcto en esa parte de su identidad mediante un acto de justicia poética que hace al final. 

En esas idas y vueltas del relato fracturado, el tiempo circular mítico que se atribuye al “mundo indígena”, y que en consecuencia traza el retorno como destino de los personajes, es puesto en cuestión, además, por las contingencias que determinan los regresos. Primero es la muerte de la madre; después otra vinculada a esa identidad que figura en papeles. 

En el estilo de Kinra se destacan el uso del plano general y el espacio off. Esto permite ubicar a los personajes con relación a los ambientes rurales y urbanos en los que se desenvuelven y que se extienden, en el sonido, más allá de lo visible en el cuadro. Aunque hay travellings de seguimiento en los que vemos al protagonista atravesando lugares, los dominantes son los planos fijos que desempeñan la función señalada de permitirnos ver y escuchar los extensos diálogos que se desarrollan en casi todas las escenas. 

El rechazo de lo melodramático, en el escamoteo de la muerte de la madre, por ejemplo, hace evidente la búsqueda del llamado “distanciamiento brechtiano”. El argumento procura que los sentimientos no nos lleven a identificarnos emocionalmente con los personajes que se ven y escuchan. 

La complejidad que ha sido celebrada en su construcción puede crear, en cambio, otra relación con el espectador o espectadora, en la medida que invita a pensar para entenderlos. Es una actitud de examen de la historia que también puede someter a crítica la idealización del “mundo indígena”. 


Así como la comunidad rural es mito y no realidad en la historia, como contraparte se reconstruye un mundo análogo en la ciudad. El protagonista se conecta en Cusco con un grupo de inmigrantes como él. Ocurre como consecuencia de su necesidad de salir del aislamiento de recién llegado, pero también por iniciativa de otro personaje ya radicado allí que es el amigo que rescata a Atoqcha, le da casa, le consigue trabajo y lo ayuda a agenciarse un documento para su ingreso. 

El protagonista se inserta así en un ambiente que no es un submundo de marginalidad y delincuentes callejeros como aquel en el que cae el niño de Gregorio en Lima, sino de trabajo, estudio. Tampoco hay con respecto a este mundo indígena urbano una mirada real maravillosa como la de La teta asustada, sino interés por indagar en la hibridación de lo originario y lo moderno, que incluye el proyecto de salir adelante en la vida educándose, aunque también maña para abrirse paso a pesar de los obstáculos que impone el orden burocrático. 

Si bien hay residuos de un racismo que los personajes hacen propio en la vergüenza de hablar quechua, aunque no dejan de hacerlo, el conflicto es entre esta realidad híbrida y las instituciones que impiden su integración. Entramos así, como respuesta, en el campo de las estrategias barrocas de simulación ingeniosa y actos de justicia poética para tratar de disolver esta contradicción con soluciones que no pueden resolverla tampoco porque son exclusivamente individuales. Volviendo a las traducciones, “atoqcha” es un animal astuto, un zorro. La única respuesta colectiva que se intenta es ajena a los personajes: se siente en off, en una manifestación mientras dan un examen. 

El problema de la exclusión comienza a mostrarse en la historia con los documentos de identidad, que los que viven fuera de la ciudad ni tienen ni necesitan, como tampoco parecen requerir formalismo alguno los entierros. Es ampliamente conocida y sufrida por los pobres la tendencia de los funcionarios a escribir mal sus nombres y apellidos, lo que aquí ocurre con la madre del protagonista, como dije, y se extiende en Atoqcha a su nombre, cambiado por Ignacio. 

Kinra es una película que se destaca así por la profundidad y sutileza con la que su mirada se abre a la modernidad barroca y los conflictos de un mundo ancestral destruido que se intenta reconstruir en otro contexto, en el que no puede volver a existir como mundo. En este sentido hay que valorar también su apropiación de un estilo característico de la segunda modernidad, como la llama el crítico Isaac León Frías, con una narración que es zorra como el protagonista en su juego con el tiempo. Visto en retrospectiva, con la clave de la simulación, el naturalismo entra en tensión con la performance de las identidades, además, sobre todo en la parte de la ciudad. 

Esta agudeza para plantear esta problemática sociocultural en la ficción distingue a Kinra de otras películas peruanas recientes habladas en lenguas originarias que he podido ver, como Wiñaypacha (2017), de Tito Catacora, o Samichay, en busca de la felicidad (2022), de Mauricio Franco Tosso. También de la obra menor que es Manco Capac (2020), de Henry Vallejo Torres. Esto es lo que explica, entonces, el premio que le confirieron en el Festival de Mar del Plata, así como hace difícil de entender la confusión del texto del catálogo.

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