Posesión suprema y El tercer mundo después del sol

 

Por Pablo Gamba 

Posesión suprema (Colombia, 2023) y El tercer mundo después del sol (Colombia, 2024) son películas que forman parte de la programación online del décimo Bogotá Experimental Film Festival. La primera estuvo antes en festivales como el de Cartagena y es el segundo largometraje como director de Lucas Silva. La segunda es un corto de Alalú Laferal y Tiagx Vélez, a quien entrevistamos en Los Experimentos. Se estrenó en el Festival de Rotterdam, y estuvo después en Cartagena y el Festival de Guanajuato. 

Silva es hijo de dos figuras de la historia del cine colombiano y latinoamericano: Marta Rodríguez y Jorge Silva, codirectores de Chircales (1972) y Nuestra voz de tierra, memoria y futuro (1982), entre otras películas. Codirigió con su madre Los hijos del trueno (1998) y escribió junto con ella La Sinfónica de los Andes (2019), que Rodríguez dirigió. 

Pero Silva tiene otra faceta como artista que es más determinante con respecto a Posesión suprema: su trabajo en la música, como DJ Champeta-Man y fundador en 1996 de la discográfica Palenque Records, que se dedica a grabar y difundir música moderna afrocolombiana y africana. Posesión suprema, de hecho, podría ser descripta como una película de promoción del sello, quizás un equivalente a lo que fue Our Latin Thing (Nuestra cosa latina, 1972), de Leon Gast, en la salsa para Fania Records. 

El largometraje, sin embargo, desborda ampliamente el eventual objetivo de hacer que se conozcan más artistas como Rafael Machuca, y grupos como Las Alegres Ambulancias y Son Palenque. Se trata, sobre todo, de una película de etnoficción que recupera el legado de Jean Rouch, cineasta con el que Marta Rodríguez tomó clases en París. Lo hace en particular por lo que respecta a la participación de los personajes del documental en la creación e improvisación de la historia que se relata, y porque de algún modo la cámara tiene que entrar en trance para que pueda tener comunicación con el mundo espiritual de aquellos a los que se filma. 

Posesión suprema se desarrolla principalmente como una reinvención del mito de Benkos Biohó. Se rebeló en Cartagena en 1599 junto con alrededor de treinta esclavizados, y crearon una comunidad o palenque de cimarrones, hombres libres en rebeldía. Después de más de un siglo de luchas, lograron fundar lo que es hoy San Basilio de Palenque. Desde 2005 son reconocidos por l UNESCO como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad.


Los que reimaginan la historia de Benkos y su grupo en la película hablan palenquero, una lengua criolla, como otras del Caribe, que se formó de la mezcla del español, el portugués y lenguas africanas de la familia bantú. Los productores tuvieron el buen tino de no inertar subtítulos en español, lo que hace que el espectador perciba básicamente la musicalidad de esta forma de hablar, de la que apenas podrá entender palabras sueltas significativas. Es una cuestión de oído que resulta fundamental en un documental de música. 

La historia que representan no es para nada realista. Por los personajes vestidos con hojas de planta y cáscaras de coco, parece menos intento de reconstrucción histórica fiel que burla de los estereotipos cinematográficos y televisivos sobre los “salvajes”. El ánimo paródico se hace evidente en el nombre que le dieron a uno de los personajes, Kunta Kinte, como el protagonista de la miniserie de televisión Raíces (Roots, 1977), basada en la novela de Alex Haley sobre un esclavizado rebelde en los Estados Unidos. 

Recuerda en esto Posesión suprema a los personajes de cine que se inventan para sí mismos los inmigrantes nigerianos en Costa de Marfil de Yo, un negro (Moi, un noir, 1958), una película de Jean Rouch, como Edward G. Robinson o Dorothy Lamour. Los del documental de Silva añaden detalles irónicos con respecto a la comunicación por medio de tambores, el gobierno formado por los africanos en el palenque y los usos de las plantas. 

También trabaja intensamente Silva, como director de fotografía, para hacer de la cámara una observadora participante en la acción que crean los personajes, en lo que igualmente sigue a Rouch, como dije. En su calidad de montajista, el cineasta crea al comienzo una significativa impresión de falta de solución de continuidad que desestabiliza la distancia y las diferencias entre Colombia y África. El montaje construye, además, una narrativa que se despliega en varias líneas en torno a la historia de Benkos, Palenque y su música, sin dejar de ir y volver de una a otra. Esto transmite una impresión de suspensión del tiempo y redención del pasado de luchas en el presente, mientras que la música apunta hacia el futuro por su modernidad. 

Pero lo que destaca a Posesión suprema en el panorama del documental latinoamericano actual es, sobre todo, su estilo desenfadado, espontáneo y movido por la música. En este sentido es una ráfaga refrescante, con relación en particular a las películas marcadas hoy por el rigor de la formación académica de los cineastas en instituciones como Le Fresnoy, en Francia, entre cuyas egresadas se cuentan Ana Huertas Millán y Ana Vaz. Más que un documental de música, es una película que, con la música y la imaginación afrocaribeñas, sacude el cuerpo del documental.


Una referencia importante en la literatura y el cine colombianos de El tercer mundo después del sol es el gótico tropical de Álvaro Mutis en el relato La mansión de Araucaima (1973), llevado al cine en 1986 por Carlos Mayolo. También las descripciones terroríficas de la selva del Amazonas del cubano Alejo Carpentier en la novela Los pasos perdidos (1953). 

El cortometraje de Laferal y Vélez ‒la segunda codirectora también con Juliana Zuluaga del corto Presagio (Colombia, 2022)‒ podría describirse como gótico tropical. Lo digo por la manera laberíntica y oscura como se percibe la selva, y los tópicos del monje, los fragmentos de voz y escritura que recuerdan los intercambios epistolares del género en la literatura, así como por la tentación demoníaca vinculada con las criaturas de la espesura y la carne, en particular el ano y sus placeres. Esto último lleva a considerar también la película como una singular pieza del género del terror corporal. 

Hay un plano en blanco y negro en el que vemos a un trabajador de la explotación del caucho cortar con el hacha un árbol del que brota la savia con la que se hace el látex. Parece un anacronismo con respecto al monje, que se entiende que está en un pasado más remoto, pero también por referencia al personaje que encontraremos en la selva, cubierto de pies a cabeza con un traje de látex negro adherido al cuerpo, de los que se usan hoy como juguete sexual. 

Si el plano del obrero trae a la memoria el extractivismo y un régimen de explotación laboral, vemos al personaje beber la savia en lo que parece una reapropiación ritual chamánica, en un tiempo imaginado, del caucho explotado por el capitalismo para hacerlo parte del propio cuerpo, que tiene una segunda piel de la misma materia y que se transforma. Es otra clave que hay aquí en relación con el gótico y el terror corporal: el miedo a lo que puede cambiar nuestra manera de experimentar el cuerpo, y el cuerpo mismo, de maneras que pueden parecer monstruosas. 

Un ejemplo es la reacción ante el fisting. Hay un registro de eso en el corto y que, por ser en fílmico, tiene el realismo fotográfico que se atribuye a este soporte. Las imágenes, sin embargo, son incapaces de transmitir las sensaciones físicas que produce la que puede ser una penetración traumática, si no se sabe cómo hacerla con cuidado. Eso queda para la imaginación del espectador que no ha tenido esa experiencia sexual. Pero las imágenes no dejan de tener algo que impulsa a verlas, aunque causen rechazo visceral por el miedo, lo que es expresión de sentimientos como los del monje que se siente seducido por sus visiones terroríficas.


El fílmico, además, se alterna con el digital en El tercer mundo después del sol, que es así una película cuyo cuerpo se transforma, como los personajes. Esto hace borrosa la distinción entre un miedo como el del fisting, cuyas causas se perciben en la película como reales, como dije, por el registro fílmico, y el que pueden producir las criaturas monstruosas que surgen de la transformación de los cuerpos, y que adquieren en los efectos digitales una inmaterialidad física análoga a los sueños y visiones, aunque se comparen con los fósiles de hace millones de años. En este contexto, el ritual es un camino chamánico de sanación que se abre en la historia hacia el mundo desconocido de los cambios reales del cuerpo, venciendo el miedo a los fantasmas que traemos de otro lugar, como el monje a la selva y los efectos digitales al cine. 

El tema del cuerpo y su transformación, y personajes como el monje y las malignas de la espesura, son conexiones que percibo entre este corto y películas de João Pedro Rodrigues como Morrer como um homem (2009) o la que tiene a un hombre en traje de látex como protagonista: O fantasma (2006). Frente a la obra de este gran realizador portugués, sin embargo, destacaría que El tercer mundo después del sol se detiene en el miedo y que esta experiencia tiene un vínculo de origen implícito con la colonización. Con ella hay que vincular también la importancia de lo ritual como resistencia, y la naturaleza gótica que análogamente se resiste al avance de la razón que aspira a dominarla. Es algo que responde a una vivencia diferente de lo queer en un país latinoamericano con una historia distinta, en este sentido, de Portugal.

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