Cidade; campo y Territorio

 

Por Pablo Gamba 

Cidade; campo (Brasil-Alemania-Francia, 2024) es parte de la competencia internacional del Festival Internacional de Cine de la Provincia de Buenos Aires, en Argentina. La escribió y dirigió Juliana Rojas, correalizadora con Marco Dutra de dos películas relativamente conocidas, As boas maneiras (Brasil-Alemania-Francia, 2017) y Trabalhar cansa (Brasil, 2011), y sin codirector de Sinfonia da necrópole (Brasil, 2014). Son filmes que se caracterizan por el trabajo con los géneros, en particular el terror, para construir una mirada desfamiliarizadora, que trata de hacer ver y entender de maneras diversas problemas actuales de la sociedad brasileña y otras. 

El esteno de Cidade; campo fue en la sección Encouters del Festival de Berlín, donde Rojas ganó el premio a la mejor dirección. También estuvo en Indielisboa, donde recibió el premio del Queer Art Lab. As boas maneiras ganó el Premio Especial del Jurado en el Festival de Locarno y en el BAFICI, en Buenos Aires. Son parte de los numerosos galardones que ubican a esta realizadora en una posición destacada en el panorama visible del cine latinoamericano contemporáneo. 

El título de un libro de uno de los personajes da una clave sobre Cidade; campo: Mundos en simetría. La estructura es la de un díptico, cuya primera parte tiene como protagonista a una mujer del campo que se instala en la ciudad mientras que lo opuesto ocurre en la segunda mitad, con una pareja de mujeres en la estancia (hacienda) del padre de una de ellas, después de su muerte. En ambas partes hay la conexión con lo sobrenatural característica del cine de Rojas, cuyos personajes principales están bajo los efectos de traumas que traen a su presente fantasmas de lo que recientemente perdieron. 

Las protagonistas que inician la que podría ser una nueva vida en un entorno también novedoso son dispositivos para una deriva que no es solo narrativa, como consecuencia de esa búsqueda, sino también formal. Por lo que respecta a lo segundo, no se trata solo del deslizamiento del realismo a lo que está más allá, sino hacia a lo que rompe ese registro en ambas partes con números de canto y baile. Esto crea una tensión entre la falta de solución de continuidad de lo natural y lo sobrenatural en lo fantástico, y la discontinuidad de la forma en el musical. Las relaciones asociativas entre los dispositivos también cobran importancia, con relación a ambas partes del díptico, como dominantes sobre las que construyen la causalidad narrativa.


En consecuencia, la forma se desliza de lo genérico a lo característico del cine contemporáneo en Cidade; campo en un grado mayor que lo que recuerdo haber visto en otras películas de Rojas. Esto incluye las aperturas que la débil causalidad narrativa crea para privilegiar la observación de la interacción de los cuerpos entre sí y con el espacio. Alcanza esto un nivel notable en el encuentro sexual de Flavia (Mirella Façanha) y Mara (Bruna Linzmeyer) en la segunda parte. Por el contraste visual entre las dos, recuerda los de Ana (Anapola Mushkadiz) y Marcos (Marcos Hernández) en Batalla en el cielo (México, 2005), pero como una respuesta sensual a la problemática relación entre la espiritualidad y la carne en la película de Carlos Reygadas. 

Otro momento notable por lo que respecta a la observación de los cuerpos es el baile en un bar de karaoke de las amigas que Joana (Fernanda Vianna) hace en la ciudad en la primera parte. Son sus compañeras en una aplicación que les asigna trabajos de limpieza doméstica y de oficinas. 

Joana encuentra cobijo en la casa de su hermana Tania, a la que llega como desplazada por la rotura de una represa. El desastre le hizo perder su pequeña hacienda en el campo, y en la nueva vida que parece comenzar para ella, además de afrontar la precariedad laboral se le cruzan la violencia machista y un conflicto con la empresa por este motivo. Flavia y Mara intentan hacerse cargo de una hacienda cuyas prácticas productivas se resisten a la expansión del monocultivo de la soja. Pero los problemas sociales de una parte y la otra se plantean bajo una atmósfera apocalíptica sin motivación realista, que hace patente la aparición de una estrella roja junto a la luna, y son sobre todo pretextos para el encuentro con los fantasmas. 

El punto y coma del título cobra así una misteriosa significación, en tanto signo que refiere a una relación del campo y la ciudad como mundos paralelos, no solo entre sí sino con lo sobrenatural, lo que en la segunda parte comprende la ancestralidad y rituales para comunicarse con ella. El problema es que de esto apenas resulta un asomarse a cuestiones trascendentales vinculadas con las rupturas traumáticas de la modernidad, pero sin profundizar más allá de lugares comunes. Es otra deriva cuyo correlato formal lleva a Cidade; campo al terreno del cine como parque de diversiones, una atracción de gráficos digitales que ni asombran ni asustan. 

Campusano a toda potencia 

Si me sorprendió para bien, en cambio, la más reciente película de José Celestino Campusano, Territorio (Argentina, 2024), que se estrenó en el BAFICI y es parte de la competencia provincial de largometrajes del FICBA. Hay en este film del realizador del que llama “cine bruto” un retorno exitoso a los temas y personajes con los que despliega toda su fuerza, lo que incluye la ruda crudeza de su estilo de poca elaboración. 


Román (Gustavo Vieyra), el protagonista, me recuerda en particular al Vikingo (Rubén Orlando Beltrán) de Fantasmas de la ruta (Argentina, 2013), miniserie condensada en un film que para mí es la obra maestra de Campusano, y de la película que lleva por título el nombre del personaje (Argentina, 2009). Es el héroe a su pesar, convocado por las circunstancias a restablecer el orden en su familia y a involucrarse en las disputas violentas que dividen su entorno, y que triunfa conjugando habilidad con los puños y sabiduría de la vida. 

El héroe se ve involucrado aquí en la turbia relación de su hijo con su pareja. También en las rutinas de la policía provincial ‒la Bonaerense, de oscura fama‒; en los manejos sucios del boxeo, actividad con la que se gana la vida, y en la política municipal, con un vínculo con el peronismo que no parece otra cosa que residuo de un compromiso social innumerables veces traicionado. La suma de todo esto, en ambientes que conforman un Conurbano mítico, con referencia a la inmensa zona metropolitana de la Ciudad de Buenos Aires, son el territorio de Territorio, la fantasía etnográfica que podría hallarse en la película si se considerara documental la mirada. 

Pero no hay que dejarse engañar por la verosimilitud realista que puede adquirir el Conurbano en el cine de Campusano, y de la que es ingrediente lo bruto de su estilo en tanto indicio de una manera de filmar propia de ese mismo mundo, no de cineastas profesionales forasteros. La obra de este realizador cobra significación, sobre todo, cuando se aparta de la denuncia didáctica para crear personajes fabulescos como el Román de Territorio, o su gran Vikingo. Sus mejores películas ‒y esta es una de ellas‒, no pretenden testimoniar una realidad tal como es. Son maneras de afrontar y disolver imaginariamente los problemas que nunca se resuelven en ese universo, de hacer del mito una dignidad necesaria para sobrevivir allí o en mundos análogos.

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