Meditaciones sobre el silencio

 Por Mariana Martínez Bonilla

En octubre de 2019, Santiago de Chile se convirtió en el epicentro de la movilización social latinoamericana cuando el 6 de octubre de ese año entraron en vigor los nuevos precios del sistema de transporte público. Frente a ello, la sociedad civil, encabezada por los estudiantes secundarios, se organizó para evadir masivamente dichos pagos. Con el agitado crecimiento de las evasiones, comenzaron a suceder un gran número de disturbios en las estaciones del ferrocarril subterráneo.

Dada la gravedad de los enfrentamientos entre civiles y carabineros, el entonces presidente de Chile, Sebastián Piñera, declaró estado de emergencia en Santiago y decretó toque de queda. Las protestas se extendieron entre octubre de 2019 y marzo de 2020, y dieron cuenta de la profundidad de la crisis que el país estaba enfrentando, cuya marca superficial fue el alza en los precios del transporte, pero que iba más allá, extendiéndose a la gran mayoría de los aspectos de la vida cotidiana en la región: pensiones, sistema de salud, descontento político e institucional, etc.


Después de los enfrentamientos, Amnistía Internacional dió a conocer cifras alarmantes: 12 547 heridos en urgencias hospitalarias, 1980 heridos por armas de fuego y 347 ciudadanos con lesiones oculares. Por su parte, el Instituto Nacional de Derechos Humanos declaró que hubo más de 3400 civiles lesionados y 8812 detenciones. Además, ambas organizaciones denunciaron una serie de casos en los que las Fuerzas Armadas y de Orden chilenas sometieron a los ciudadanos a vejaciones y torturas.

De hecho, las heridas en los ojos se convirtieron en el símbolo de la insurrección, inaugurando así una suerte de “estética” de la resistencia, basada en la pérdida ocular en tanto repertorio visual en marchas, intervenciones del espacio público, performances y otros tipos de manifestaciones artísticas y políticas. Al respecto, Verónica Capasso afirma que estas heridas no son una casualidad. En tanto metáfora, el ojo podría significar el hecho de que los chilenos “despertaron” y denunciaron la desigualdad en el país. Por ello, como castigo, el Estado opresor disparó contra los civiles para devolverlos “a la oscuridad”.

Dicha oscuridad también se hace vigente en los distintos ejercicios, por parte de la hegemonía, para obliterar todo aquello que pudiera pervertir su relato o, si se prefiere, la inscripción memorial de lo acontecido entre finales de 2019 y principios de 2020. De ello da cuenta el cortometraje del director chileno Sebastián Quiroz, Meditaciones sobre el silencio (2023), el cual formó parte de la sección de cortometrajes latinoamericanos del 30 FICValdivia, la selección oficial del Festival Internacional de Cine de Camden y, más recientemente, de la programación del Frontera Sur 6 y MUTA.


En esta obra, y siguiendo con la veta experimental característica de sus obras anteriores, Cuenca en Cavancha 1897 (2023) y Quien dice patria dice muerte (2020), Quiroz explora los acontecimientos ocurridos en la estación de Metro Baquedano, situada en la capital chilena, durante los primeros días del estallido. El tono es ensayístico y sensorial (aunque también cercano al terror), lo que sea que eso signifique como categoría de inscripción de una experimentalidad que recurre al tropo del archivo y a los efectos parpadeantes como motores de extrañamiento para generar una hendidura entre los relatos narrados por las imágenes del pasado y las violencias del presente.

En realidad, el pretendido tono ensayístico de la obra estaría dado por esta concatenación de imágenes a lo largo de cuatro capítulos (“Nervio óptico”; “Temor y temblor”; “Las manos sucias”; “Máquina blanda”), y no tanto por la voz, a veces inentendible, que acompaña el despliegue visual. Ésta recupera algunos fragmentos del testimonio de “X”, un joven de 22 años que denunció las torturas de Baquedano solo para terminar siendo encarcelado durante 5 años por falsedad de declaraciones.

A lo largo de los 28 minutos de duración del cortometraje, el director pone en relación imágenes heterogéneas en blanco y negro, pertenecientes a archivos datados entre 1910 y 2022, en las que podemos ver algunos despliegues militares, escenas cotidianas y otras relacionadas con la construcción de la red ferroviaria subterránea. Asimismo, el archivo activado por Quiroz contiene algunas secuencias en color que, como lo indican los intertítulos de inicio, pertenecen a los filmes de propaganda “fascistas” producidos durante la dictadura de Pinochet entre 1974 y 1975. A ello se suman imágenes digitales que documentan las torturas sufridas por algunos sujetos en la estación Baquedano y que, según las fichas con las que cierra Meditaciones sobre el silencio, fueron encontradas en Youtube.


El ritmo dinámico con el que las imágenes fueron montadas, añadido a los motivos sonoros que crean una atmósfera de opresión e incomodidad, sugiere una lectura crítica de los acontecimientos. De hecho, tanto el director como sus imágenes toman posición al enfatizar el carácter “negacionista” del Estado frente a la violencia ejercida para sofocar los levantamientos.

Como el propio filme afirma, dicha negación tomó la forma de investigaciones oficiales en torno a las denuncias sobre lo acontecido en las instalaciones subterráneas que tendrían como resultado la suspensión o sobreseimiento del caso, pues no fueron encontradas evidencias de interés ni rastro alguno de las vejaciones denunciadas. Y ello no solo en lo relativo a la estación Baquedano, sino a la violencia general ejercida por las fuerzas armadas en contra de la ciudadanía.


Lo anterior es, probablemente, la gran fortaleza de este trabajo, pues frente a la incapacidad del Estado chileno de hacerse responsable de las fatales consecuencias de la extrema violencia ejercida durante la represión, Quiroz, en una clara lectura anacrónica, aunque por momentos vaga, apuntala una suerte de genealogía de la violencia que va desde la fundación del sistema de transporte subterráneo durante los años de la dictadura (1975, para ser más exactos). Muy al inicio de su trabajo, sin embargo, sí delinea la filiación de la estación Baquedano, inaugurada en 1977, con el terror infundido por el Estado a partir de un mapa y un efecto parpadeante, aunado a un motivo musical que nos hace pensar por un instante en la obra del norteamericano Travis Wilkerson.

Así pues, el dispositivo del joven cineasta chileno, debilidades a parte, devela cómo, a lo largo del tiempo el Estado ha sometido a los ciudadanos a un caudal de violencia y temor inconmensurables, una de cuyas más recientes inscripciones es el hecho de herir los nervios ópticos del pueblo. Lo que nos queda pendiente acá es pensar si el archivo, acaso, se está convirtiendo en un tropo recurrente en el cine experimental contemporáneo para sanear el agotamiento de la visualidad (y, por lo tanto, de la imaginación) contemporánea, pues parece que ese es el único lugar desde donde podemos pensar las tensiones entre el pasado y el presente sin echar a andar otros tipos de re-presentaciones.

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