Monstruo de Xibalba
Por Pablo Gamba
Monstruo de Xibalba (México, 2024) es parte de la competencia de largometrajes nacionales de ficción del FIC Monterrey. Es la ópera prima de Manuela Irene y se estrenó en el Festival de Edimburgo. Se inscribe en la vertiente en ascenso de los géneros fantásticos en el cine latinoamericano actual, con un tratamiento que se destaca por la manera como en la historia se conjugan lo real y la fantasía, lo gótico y lo cotidiano. La realizadora sigue en esto una tradición literaria latinoamericana de autores como Julio Cortázar, de cuyos cuentos me hace recordar “La noche boca arriba”, aunque la referencia es aquí a los antiguos mayas y no a los aztecas.
El coming of age es también un género al que una y otra vez vuelve el cine latinoamericano actual y en el que puede ubicarse igualmente Monstruo de Xibalba. Pero tiene un giro singular en esta película por la manera como se dirige a los niños y niñas, puesto que no hace de la familia el centro de la historia, descarta los lugares comunes edificantes y, sobre todo, porque no somete la fantasía una razón limitada por el sentido común.
Por estas características, ubicaría a Monstruo de Xibalba en un conjunto de películas latinoamericanas que se destacan como rarezas en el cine para el ese público. Un ejemplo notable de Argentina es Los tonos mayores (2023), de Ingrid Pokropek, que se estrenó en el Festival de Mar del Plata. Pero las películas de la región que se lanzan en esa búsqueda pueden terminar perdidas en una suerte de limbo, como 98 segundos sin sombra (Bolivia, 2021), de Juan Pablo Richter, en la que actuó Geraldine Chaplin. Los logros artísticos de los cineastas no suelen ser suficientes para que tengan la posibilidad de competir en uno de los más lucrativos mercados sin políticas destinadas específicamente a formar público para estos filmes.
Rogelio (Rogelio Ojeda González), el personaje principal de Monstruo de Xibalba, hace un viaje de vacaciones acompañado de su niñera (Teresa Sánchez) a Yucatán, donde se aloja en casa de una tía que es un personaje muy secundario. Hay poca información cuidadosamente dosificada en el argumento acerca del protagonista, que no necesariamente dice la verdad sobre sí mismo, como el niño imaginativo que es, y hace cosas que no son inmediatamente comprensibles.
Su punto de vista es el dominante, lo que conlleva la borrosidad de la distinción entre lo real en la ficción y lo que Rogelio imagina. Hay una parte en la que se hace explícita la representación de un sueño, quizás como homenaje al Luis Buñuel de Los olvidados (1950), pero con una técnica completamente distinta aquí.
El manejo de la información hace que el espectador o espectadora tenga que ser participativo en la construcción del personaje, por lo que no se subestima la capacidad de entender de los niños y niñas. Lo mismo ocurre con el relato porque, siguiendo una práctica extendida en el cine contemporáneo, omite hechos que el público debe imaginar para completarlo.
Hay elipsis por las que hay que estar atento y ubicarse con relación a los cambios súbitos. Un ejemplo es cuando la acción se traslada a una pirámide y en el recorrido de Rogelio. Pasamos así también sin solución de continuidad a lo gótico, que cobra importancia en la historia por referencia a los cenotes, lagunas que bajo el agua son como cuevas.
Otro aspecto destacado del largometraje de Manuela Irene es su mirada a la cultura originaria y cómo lo foráneo se conjuga con ella en la cultura popular actual. Un par de ejemplos son el antepasado maya de Mickey Mouse que Rogelio descubre, y los chicos que juegan béisbol en un lugar donde hay pirámides y los mayas tenían su juego de pelota. Hay una burla a la manera como las culturas ancestrales se exhiben en museos para atraer a los turistas, lo que incluye una parodia de los documentales educativos.
Un dispositivo más de uso notable en la narración son los presagios, como es característico del cine fantástico. Desde el comienzo se recurre a una fotografía enrarecida que va creando una atmósfera inquietante, y detalles que vinculan a Rogelio con el mundo de los espíritus, y con los fantasmas y los muertos. También con el misterioso ermitaño Don Emilio, al que el niño se va a unir en el relato y con relación al cual es Rogelio el que se va a comportar como personaje de la historia de terror que cree estar viviendo.
Todo esto se combina con una selección inusual de la música por lo que respecta al soul, incluyendo la versión afro de Fela Kuti. Musicalmente no corresponde a lo convencional, aunque si por las letras. En la banda sonora se destaca asimismo una escogencia que puede parecer obvia, La noche de los mayas (1939), de Silvestre Revueltas, pero cobra relieve por contraste.
La valoración de esta película no puede dejar de considerar que el nivel de su producción industrial independiente pone un límite a las búsquedas estéticas disidentes con relación a la distribución que se aspira a conseguir. Sin embargo, los aspectos que la distinguen son una poderosa razón para tratar de que no ocurra lo mismo con ella que con 98 segundos sin sombra, porque si hay algo que hace falta en América Latina son filmes nacionales de calidad que ayuden a formar el gusto de los niños, niñas y adolescentes.
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