Arder en deseo, Los ciervos, Rocio das vagas y El loro
Por Pablo Gamba
Arder en deseo (Chile, 2024), de Eszter Katalin y Camila Téllez; Los ciervos (Uruguay, 2024), de Emiliano Grassi; Rocio das vagas (Brasil, 2024), de Rodrigo Faustini, y El loro (Argentina, 2323), de Sofía Krasnopolsky, formaron parte del programa Light Matter Buenos Aires del festival de cine experimental del mismo nombre de la ciudad de Alfred, estado de Nueva York, Estados Unidos. El primero fue estreno mundial.
Filmado en 2023, en el 50.° aniversario del golpe de Estado de Augusto Pinochet contra el gobierno socialista de la Unidad Popular en Chile, el corto de Katalin y Téllez hace alusión en el título al libro Arder en deseos de Geoffrey Batchen. Se presenta así como una pieza característica del cine contemporáneo, que se apoya en el conocimiento académico para sustentar sus aspiraciones de valor en los campos del cine y el arte. Pero lo que sostiene Batchen sobre la invención de la fotografía no me parece lo más importante aquí sino el análisis que hace de una de las primeras fotos (Francia, 1840), el autorretrato como suicida por ahogamiento que expresa el gusto de su autor, Hippolyte Bayard, por hacer ironía de los mártires.
Admito que probablemente sea una inclinación similar de mi parte la que me lleva a escribir lo anterior y a traer a colación, en consecuencia, al más irónico de los cineastas latinoamericanos, el chileno Raúl Ruiz, con relación a Arder en deseo. Entiendo además que la ironía no siempre es alegre. También es capaz de expresar algo diferente, amargo, y en todo caso puede ser un recurso para lúcidos análisis políticos, siguiendo a Ruiz.
Sería hacia lo que apunta la recreación que hacen las realizadoras, con el medio considerado obsoleto del Super 8, de la fotografía de Bayard. El montaje la sitúa en el contexto de fragmentos filmados alrededor de la Plaza Dignidad de Santiago, donde comenzó el estallido social de 2019, ya sin la estatua vandalizada del general Manuel Baquedano. También hay sillas vacías que pueden referir al monumento o a los desaparecidos de la dictadura. La foto evoca el pasado de manera análoga a la fecha aniversaria del golpe y la memoria de lo que ocurrió en la plaza, y el aspecto anacrónico que el registro fílmico le da a las imágenes se duplica y se abisma en el tiempo en la recreación de la foto tan antigua que es Le noyé.
En contrapunto con este abismamiento de la memoria, hay un ardor superficial que percibo en la textura vibrante de la imagen fílmica en blanco y negro, que por momentos adquiere también el aspecto espectral del negativo. Son características que asocio con el deseo de imagen sobre el que escribió Batchen y la búsqueda de una percepción transmutadora que persiguen los y las cineastas latinoamericanos del trance. Pero lo inquietante es la asociación implícita con el “martirio” de Bayard, sin comillas en el caso del presidente socialista Salvador Allende, del que se cuenta que decidió inmolarse antes que entregarse a los golpistas, o el de los manifestantes que perdieron ojos en la represión de las protestas.
La memoria arde, en síntesis, en un contexto perturbador, de un modo que desestabiliza la percepción de un lugar emblemático del pasado reciente en un año que hizo eco de otro, terrible, en Chile. Es así como mejor puede arder, si la erudición de las referencias no sofoca su fuego.
De otra dictadura trata Los ciervos, la que hubo en Uruguay desde el autogolpe de Juan María Bordaberry, también en 1973, hasta 1985. La pieza de Grassi se decanta análogamente por la fragmentación, otro tópico del cine contemporáneo. Deja así también amplios espacios sin cerrar para que el espectador o espectadora participe en la construcción de la historia y su sentido. Esto se extiende al contraste entre las dos técnicas dominantes, que son el metraje encontrado y su combinación con partes que parecen más performance que ficción, y que no explican la apropiación del archivo.
Se reproduce en Los ciervos un fragmento de una película militar, rodada antes del golpe, que registra la manera brutal como se entrenaba a los reclutas. “Aspirantes” los llaman los del Ejército profesional para subrayar su diferencia con ellos. El uso de gases lacrimógenos es revelador del tipo de “guerra” para el que se preparaban, en el que la calle pareciera ser el campo de batalla y el manifestante el enemigo. Es la impresión que me da.
El archivo provee así de imágenes inquietantes por la violencia contra los propios que llevan a imaginar el trato al adversario. Se la asocia en el contexto de Los ciervos con la cacería, pero también con la performance de la espera de las mujeres. El otro foco del corto son los fragmentos en los que una de ellas nombra las partes del cuerpo que vemos con claridad o no. De algún modo, entonces, la violencia militar se relaciona con la ausencia, y esta lleva a la apropiación de la mano, la pierna, la rodilla y la espalda, la recuperación de un cuerpo que estaba en el olvido o en la desaparición.
Desaparece así también la historia explícita en el corto, en una manera de acercarse a lo que no se puede contar de otro modo porque lo borraron. Es una búsqueda de lucidez que tiene referentes en la debilidad narrativa de parte del cine contemporáneo, en particular el que se apropia de dispositivos de otras artes, como aquí la performance.
En Rocio das vagas pasamos a una experimentación de otro orden: la que se desarrolla en torno al ruido y su capacidad de abrir lo producido por las convenciones de la representación a otras posibilidades azarosas y, por tanto, imprevisibles, inéditas, con un dispositivo que superpone fragmentos de tres películas. Rodrigo Faustini interviene así el tópico “viaje a la playa”, tanto en metraje en Super 8 que tomó de dos cintas familiares de los años setenta como en una filmación propia. Es una manera de trabajar el concepto de “señal” con referencia a la imagen visual y en paralelismo con la interferencia que se escucha aquí en un recorrido entre emisoras AM.
El cineasta, a quien entrevistamos en Los Experimentos, igual que a Grassi, dice que se inspiró en los “saltos de frecuencia”, una técnica desarrollada en los años cuarenta por la actriz e inventora Hedy Lamarr y el músico George Antheil, y que sirve para evitar la intercepción de las radiocomunicaciones por el enemigo en una guerra, por ejemplo. Consiste en transmitir los mensajes “saltando” entre diversas frecuencias, lo que tiene aquí un correlato en las tres bandas visuales superpuestas y que es también entre el pasado ‒los setenta de las home movies‒ y el presente.
Se producen así encuentros y desencuentros que pueden ser reveladores entre las imágenes que el cineasta hace interferirse visualmente entre sí, y con las propias y los fragmentos sonoros. Entre el pasado y el presente también. Es algo material, que percibiríamos como un rocío de las olas en las imágenes en blanco y negro del corto, según la traducción literal del título.
Pero los fragmentos de programas religiosos que se escuchan le dan también un tono místico a Rocio das vagas. El sonido pone en contrapunto así el azar, lo aleatorio de este materialismo y su ciencia, con la magia de la religión afrobrasileña y la cristiana popular de los milagros. ¿Será un intento de confrontarse o dialogar con el materialismo chamánico de Los Ingrávidos? Lo cierto es que yo en esto estoy del lado del colectivo mexicano por la tradición latinoamericana en la que se inscriben su pensamiento y su cine.
La última pieza que comentamos aquí, El loro, podría plantear, ante todo, la pregunta acerca de por qué considerar este cortometraje una obra experimental. Es la única película que ha realizado hasta ahora Sofía Krasnopolsky, como parte de sus estudios en la Universidad del Cine, y se estrenó en el BAFICI en la sección no competitiva llamada “Lugares”.
Una chica se instala en la casa de la abuela de una amiga que se ha ido de viaje con el encargo de cuidar la mascota del título. Lo que se puede construir como “historia” a partir del argumento es una parte breve de su estadía allí, en la que también se ocupa de regar las plantas de un jardín que pasa de lo frondoso a lo salvaje. Por una llamada debe salir de la casa. No pasa casi nada más en esta película, salvo que sea la interacción de la chica con su entorno, lo que por sí mismo no parece lo suficientemente interesante, salvo porque hace sospechar que es pretexto para otra cosa.
Y lo es. Lo experimental de El loro y su valor cinematográfico están en un trabajo con el sonido ambiental que se desliga de la acción, por una parte. Desborda el realismo también, y en consecuencia desfamiliariza la representación visual de la película de una manera inusualmente profunda. Va de lo cotidiano hacia la ficción genérica, presumiblemente de una película de espías, en diálogos que se escuchan en la televisión a todo volumen de algún vecino, pero misteriosamente antes y después en el juego de dos niños que repiten casi textualmente los parlamentos del film.
Hay que agregar que este sonido extraño también está enrarecido. La película se escucha en un doblaje que parece demasiado torpe y que lo homologa, en la manera de decir los textos, con los niños. En una de las voces adultas, sin embargo, encuentro semejanza con la de Lautaro Murúa, actor muy conocido del cine argentino y que es el protagonista de Invasión (1969), de Hugo Santiago, película nacional de culto y que también es de espías. El último diálogo de los niños pareciera integrar, al final, otro ruido del ambiente que no es un disparo, pero en cierto modo lo parece, etcétera.
La cineasta, entrevistada también por nosotros, cita como inspiración de este experimento a Laura Citarella, además de las prácticas sensoriales de Lucrecia Martel, fácilmente reconocibles en el sonido ambiental. Lo que me intriga es cómo lo primero pasa inadvertido, prueba de lo cual es el poco reconocimiento que ha tenido esta pieza en relación con otros cortos. Pienso que podría ser consecuencia de reproducciones deficientes del sonido como la del Kino CNB, aunque cuenta con buenos equipos para una sala de su tipo. Hay que estar pendientes de los próximos trabajos de Sofía Krasnopolsky, si logra seguir adelante con su carrera en la Argentina de hoy, cuyo gobierno “anarcocapitalista” es muy hostil hacia el cine.
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