Pepos y Um é pouco, dois é bom

Por Pablo Gamba 

Vi Pepos (Colombia, 1983) y Um é pouco, dois é bom (Brasil, 1970) en Más Allá del Olvido, y son el tipo de películas que esperaba encontrar en la semana del cine recuperado de Buenos Aires. No se trata de obras conocidas que podemos volver a disfrutar en versiones restauradas sino de filmes redescubiertos, que quedaron fuera de las versiones más difundidas de la historiografía del cine de ambos países y de América Latina. Estas señalan focos en cada período, que identifican con pocos títulos de referencia, y muchas veces no miran lo suficiente hacia los costados. 

Pepos es la ópera prima de Jorge Aldana, y hay que señalar también la participación en ella del director de fotografía, colaborador en el montaje y productor independiente Erwin Goggel con Mugre al Ojo. Es una figura destacada que había iniciado su carrera en el cine colombiano en la década anterior, también como director y codirector de cuatro cortometrajes. 

No hay mucha información sobre Pepos, pero la que pude conseguir indica que fue un largometraje que probablemente se rodó en Super 8 y 16 mm, y se infló a 35 mm en la copia de exhibición. En Colombia, esto la ubicaba al margen del cine de aspiraciones industriales que el Estado había comenzado a fomentar entre 1977 y 1978, estableciendo una cuota de pantalla y con la creación de Focine. En consecuencia se elevó la producción de prácticamente cero a un promedio de diez largometrajes al año entre 1980 y 1985. Son datos de El carrete mágico (1990), la historia del cine latinoamericano de John King. 

Para entender lo que era el cine colombiano mainstream de entonces se puede señalar el éxito comercial El taxista millonario (1979), dirigida por Gustavo Nieto Roa, pero también películas autorales como Pura sangre (1982), de Luis Ospina, o Carne de tu carne (1983), de Carlos Mayolo. Hay que agregar que Colombia era en 1984 el tercer mayor mercado de cine en América Latina, detrás de México y Brasil, pero delante de Argentina. Es otro dato de King. 

En comparación con películas como las mencionadas, se ve con toda claridad la marginalidad del film de Aldana. Su estilo es correlato de los formatos de paso reducido en los que se habría rodado. El desarrollo formal de Pepos parece conservar, además, las huellas de un proceso de aprendizaje de esta manera de hacer cine, incluso para alguien con experiencia como Goggel. Se refleja en que las voces aparecen en la segunda parte, y van de la desincronización a los intentos de sincronizarlas y de registrar el habla cotidiana de ese sector de la juventud bogotana. 

También se percibe el perfeccionamiento del trabajo de cámara, como si fuera en busca del tipo de fotografía que se quería lograr. Cristaliza en la segunda parte como una estética que aprovecha la ligereza de los formatos para dar una mirada capaz de seguir a los personajes en su andar sin rumbo, y logra filmar de noche en las calles. 

Narrativamente, Pepos crece de una serie de escenas sueltas de Guillo y el Cucho, enlazadas por intertítulos, en las que elementos de la fantasía se integran a la puesta en escena, a la segunda parte en la que, además de las voces, se añaden otros personajes, y hay un relato que gira hacia el realismo y se expande en complejidad. Se conforma como una deriva, principalmente noctámbula, de jóvenes “pepos” y “jíbaros”, consumidores y vendedores de droga. 

No tengo noticias de que en Colombia la confrontación del cine en 8 mm y Super 8 con el de la industria apoyada por el Estado, incluyendo el cine autoral, haya llegado a ser como en México en los años setenta. Pero hay un paralelismo entre Pepos y los superocheros mexicanos por lo tocante a la contracultura juvenil del rock y la droga. En la película de Aldana, sobre todo en la primera parte, suena un tema tras otro en la banda sonora, como si fuera una radio, gesto de rebeldía que en México conllevaba un enfrentamiento con el nacionalismo oficial del que no tengo referencias en el caso colombiano. 


Veo en Pepos también otras cosas que traen a colación el cinema marginal de Brasil. En particular se trata del placer de la irreverencia contra los buenos modales y costumbres. Pero creo que lo más significativo de esta película es su confrontación con otra vertiente del cine de la marginalidad, la que triunfó en los noventa siguiendo los pasos de Rodrigo D: no futuro (1990), de Víctor Gaviria. Me refiero a que la historia de Pepos no es de sicarios ni narcotraficantes. Los malos son la policía y el ejército, y el azote de la juventud la recluta militar. 

Igualmente se destaca la representación del barrio marginal, en los cerros, pero también de las calles aledañas, lejos del tipo de violencia que se estableció después. Es un ambiente social que se expande a la ciudad que recorren los personajes de noche y a la parte del recital de rock, vigilado por una cantidad de policías que dan una idea de la peligrosidad que se atribuía a los jóvenes. 

Sin embargo, hay en Pepos un antecedente del no futuro de Rodrigo D. Lo vemos en la transformación de los personajes principales y la violencia criminal que no deja de manifestarse entre los jóvenes marginados, unos contra otros, y en una escena vemos cómo la droga se convierte en una fuga de la miseria desde la infancia. La historia avanza así hacia un laberinto que no es de muerte por destino de violencia, como en el subgénero de sicarios “desechables”, pero en el que igualmente se descarta la esperanza de cambio, salvo para peor. 

El relámpago que pudo haber sido Pepos en su momento logró ser captado y reconocido en Colombia por el Festival de Cartagena, en el que ganó el premio principal en 1984. Regresó allí en 2024, con motivo de los 40 años del galardón, en la versión que se vio en Buenos Aires. Hoy es también un llamado a seguir investigando el cine underground y experimental que se hizo en Super 8 y 16 mm en las décadas de los setenta y ochenta en América Latina, del que apenas conozco historiografía de los movimientos de Argentina, México y Venezuela. 

La restauración de Um é pouco, dois é bom se estrenó en Olhar de Cinema, en Curitiba, Brasil, y ha estado en el Festival de Rio y en Doclisboa, entre otros eventos similares. En algunos lados se lo identifica como el primer largometraje de director afrobrasileño en la historia del cine de ese país, lo que es un dato erróneo. Pero aunque no ostente ese récord, no deja de ser significativo que sea obra del cineasta negro Odilon Lopez, su único crédito como director aunque había actuado en películas desde la década de los cincuenta y lo hace también aquí. 

Se trata de una película que con su rescate ha sido recibida como curiosidad o “accidente historiográfico”, expresión de Lorenna Rocha en un artículo del sitio web Indeterminaçoes. De las dos partes en las que se divide ‒y de allí viene el título‒ la segunda se conocía por la circulación de un telecine, y se creía que era un mediometraje y no parte de un largo, agrega la investigadora. 

La película se realizó fuera de las dos capitales del cine en ese país, en Porto Alegre, en el estado de Rio Grande do Sul. Se desarrollaba allí una actividad de realizadores que trabajaban en Super 8 y el gobierno regional había comenzado a estimular una producción de aspiraciones “industriales” con créditos de un banco de fomento, que no aportó recursos al film de Lopez. 

Con relación a esto se ha señalado la importancia de que la película se aparte de la temática rural “gaucha”, que vincula a Rio Grande do Sul con los países vecinos del Río de la Plata. Las dos historias que relata son urbanas: la primera, “Com um poquinho de sorte”, es un drama de una pareja recién casada de clase media que deviene en comedia negra; la segunda, “Vida nova por acaso”, donde Lopez actúa, es un drama criminal que también se transforma. Se convierte en cuento de hadas paródico, cuya magia se anuncia con un efecto inesperado en la primera parte. 


Históricamente, una dificultad para encontrarle lugar a Um é pouco, dois é bom puede ser su desvinculación de los dos movimientos de referencia del cine brasileño de entonces: el cinema marginal o udigrundi y el tropicalismo, en los que no había directores negros, además. Ambos tienen como contexto histórico, al igual que la película de Odilon Lopez, el recrudecimiento del régimen militar establecido en 1964 con el Acto Institucional N.° 5 de 1968. La dictadura brasileña se convirtió a partir de entonces un gobierno más semejante a la feroz “revolución argentina” del país vecino, que se instauró con el golpe de Juan Carlos Onganía en 1966. 

Puesto que Um é pouco, dois é bom está lejos de la radicalidad estética que se expresaba en la agresividad y la fragmentación narrativa experimental del cinema marginal, y de su nihilismo desesperado, la referencia clave podría ser Macunaíma (1969), de Joaquim Pedro de Andrade, una de las obras mayores del tropicalismo. Lo digo por lo que respecta a la intención de hacer un cine moderno, rupturista con relación a la narración clásica, y en este sentido continuador del cinema novo de los sesenta, pero buscando atraer al público popular y con una producción que aspiraba a homologarse con el cine industrial. También por la valentía para la crítica en tiempos tan represivos. 

Con referencia a esto hay que destacar los ácidos comentarios de la primera parte de la película contra la aspiración al American way of life de la clase media, a la propiedad inmobiliaria como sinónimo de “hogar” y base de la familia, y a la competencia entre trabajadores como opción para “progresar”. También a la inestabilidad laboral, el sistema abusivo de créditos hipotecarios y la represión policial, siempre con siniestros agentes vestidos de civil aunque usan vehículos de la fuerza. Un operativo de rutina parece antiterrorista. En el relato de delincuentes callejeros de la segunda parte las críticas apuntan muy irónicamente a la pobreza, que se extiende a la pequeña burguesía, así como también a la burguesía no tan pequeña y su racismo. Esto último incluye la mirada sexualizante del personaje de otra “raza” y su uso como juguete. 

Las rupturas con lo clásico se dan en Um é pouco, dois é bom por las vías de la descomposición progresiva de relatos que parecen surgir de la pequeña pantalla, en el primer caso de las telenovelas, en el segundo, de las comedias de cómicos. Se extiende la referencia a la televisión por lo tocante a la iluminación, generalmente neutra, aunque el uso del color marcaba entonces la ruptura con el ascendente medio de comunicación y era otro atractivo para llevar gente al cine. La música naif es un chiste con variaciones que se extiende a todo lo largo del film. 

La cámara que trataba de mantener la invisibilidad del estilo se desestabiliza en la primera historia en consonancia con la crisis que desencadena la pérdida del empleo en el futuro padre protagonista, así como el parto de su primer hijo contrapuntea en el montaje una escena de violencia policial. La circularidad irónica descarrilla desde el comienzo el realismo de la segunda parte, así como la falta de vivienda de la pareja de delincuentes que es protagonista allí la confronta sutilmente con el matrimonio de la primera. Después la ruptura se hará más radical con la aparición del personaje del “hada” y la deriva final del relato hacia una alegoría de tipo moderno, lo que significa que su significado crítico implícito se percibe, pero no es del todo fácil de precisar. Allí, sin embargo, personajes burgueses pintan consignas que recuerdan irónicamente el Mayo Francés y a los hippies, pero entre ellas se filtran algunas de claro sentido social.


Pero si la película de Odilon Lopez se desliza de las convenciones del realismo hacia la fantasía, está muy lejos en esto del grado grotesco y la dimensión alegórica de Macunaíma. Tampoco pude llegar a saber que Lopez se haya adherido explícitamente a la antropofagia cultural que Joaquim Pedro rescata del modernismo brasileño en su versión de la novela homónima (1928) de Mário de Andrade, y en la que Glauber Rocha incluyó la “inversión estructural” del western, aunque en Um é pouco, dois é bom también se “invierte” material de fuentes genéricas, como dije.

Esto aclararía la posición de Um é pouco, dois é bom con relación al tropicalismo, en el que se incluyen, además, películas como Antonio das Mortes (1969), de Rocha; Xica da Silva (1976) y Bye Bye Brasil (1980), de Carlos Diegues, o Como era gostosso o meu francês (1971), de Nelson Pereira dos Santos, entre otras. Su regreso restaurado, sin embargo, es un estímulo para que estemos atentos a la necesidad de repensar la idea simplificada que podemos hacemos de ciertos períodos cuando nos encontramos con “accidentes historiográficos” como este. Quizás esto sea más relevante que la circunstancia de que Odilon Lopez haya sido un cineasta afrobrasileño. 

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