Portales y Cartas do absurdo

 

Por Pablo Gamba 

En la sección Forum Expanded de la Berlinale se estrenan Portales (España, 2025) y Cartas do absurdo (Brasil, 2025), dos cortometrajes que tienen un motivo en común: el paisaje fluvial. El primero es una película de Elena Duque sobre el río Guadalete, que desemboca en Puerto de Santa María, en Cádiz, rodada en 16 mm. La cineasta española y venezolana estrenó el año pasado en el Festival de Rotterdam Ojitos mentirosos (España, 2024) y en su filmografía figura también otro corto paisajístico, Valdediós (España, 2019). Cartas do absurdo es una película de Gabraz Sanna, cineasta brasileño conocido por sus retratos y que incluye uno allí, un primer plano del poeta y músico Eliakin Rufino. Pero es una pieza de temática indigenista que termina con un plano de casi 30 minutos sin cortes de navegación por un río. 

Portales es una película en la que Elena Duque ha logrado expandir un poco la escala de la producción, sin que deje de ser su característico cine artesanal de recursos muy austeros y uso de la animación experimental. Ha resultado afortunado este esfuerzo porque no solo podría decir, irónicamente, que es la más “ambiciosa” de sus obras sino también la mejor que he visto. 

Hay referencias que a priori podrían venir a la mente por lo que a las películas fluviales respecta, como el clásico documental The River (Estados Unidos, 1937), de Pare Lorentz, o Study of a River (1997), de Petter Hutton en el campo experimental. Pero el cine de Elena Duque se referencia más en filmes como los collages animados de Jodie Mack y en Portales quizás también en el cine experimental actual de Latinoamérica, del cual ella se considera parte como venezolana. En particular serían las películas que procuran expandir la percepción para ir del paisaje, como habitualmente lo conocemos, hacia otras imágenes de los territorios. 

La cineasta trabaja la animación con el collage, pero también pintando sobre la película, y combinando esto con lo filmado por ella y apropiaciones de otros materiales, por ejemplo, colecciones de objetos que la retratan y cuentan su historia, la parte autobiográfica. Esto le da una subjetividad característica a la creación de sus imágenes, que se destacan por su expresión tierna y su apariencia ingenua, aunque en los cortos de Elena Duque podemos ver mucho de la historia de la animación experimental. 

El recorrido que hay en Portales de la cabecera a la desembocadura del Guadalete es una continua desestabilización del paisajismo. Puede consistir en el gesto inesperado de la pincelada, que acerca la imagen lejana en el detalle que percibimos como en un lienzo. Hace de lo visible algo que, por la textura que apreciamos en la pintura, pareciera que seríamos capaces de tocar. Las pinceladas también pueden componer otro paisaje, imaginado, sobre el real; el montaje puede llevarnos de allí a la tabla de corte de los collages, y al encuentro con otras imágenes, como las de viejas postales. Esto hace que el viaje sea un trayecto en el tiempo, además del espacio.


De modo análogo, filmar cuadro a cuadro, pero sin guardar la continuidad con la que la animación emula el movimiento habitual del cine, puede abrir la experiencia del tiempo al espacio. Nos puede hacer ver una pirámide azteca en Cádiz, por ejemplo, o una fauna y flora exóticas en torno al río. También juega Elena Duque con una falsa continuidad entre los fotogramas, y de este modo hace que parezca que la misma ola rompe en lugares diferentes. Pero no se detiene en la importancia del puerto de Santa María para la colonización de América. Su imaginación, en cambio, prefiere ver allí portal entre ambos continentes, lo que responde a la biografía de la realizadora como persona migrante y a una relación sentimental con el lugar. 

La palabra del título adquiere un sentido explícito cuando el collage hace que las ventanas den acceso a otros mundos dentro de ese mundo, o que esas otras imágenes se filtren por portales insospechados que se imaginan en el paisaje. La banda sonora, que parece el desarrollo más importante aquí con respecto a las demás películas que he visto de Elena Duque, no solo se integra como un elemento más en la rítmica, junto con el montaje y lo que se mueve en los planos, y es parte de la creación de capas temporales, sino que también nos da otra percepción del tiempo, con los grillos de la noche en el día, por ejemplo, o una canción que la cineasta canta, y ese detalle basta para crear una infancia imaginaria en ese lugar, aunque la distorsión desestabiliza pronto esa ilusión. 

El río y su entorno son registrados documentalmente también, y se le agregan gráficos artesanalmente animados como de film científico con fines didácticos, pero la dominante es una imaginación que me recuerda incluso el surrealismo. Hay en la película un gesto de amor a la región, que la cineasta hace explícito al final como agradecimiento por haberle dado acogida a ella y a su familia. Son palabras que tienen un valor especial, viniendo de una migrante, y a las que acompaña un compromiso que es también un acto de amor. Lleva a Elena Duque a registrar los lugares de producción y trabajo que hoy están abandonados, los barcos que ya no pueden navegar, la crisis que se estabiliza y normaliza como decadencia, pero no deja de herir la sensibilidad social. Las interrupciones que se reiteran en la música crean en torno a esto una sutil atmósfera de tensa incertidumbre sobre lo que vendrá, mientras que la misma película, cómo está hecha, es un gesto sin estridencia pero que le da esa dimensión política que tiene en el cine la llamada “resistencia analógica”. 

El “cartas” del título de Cartas do absurdo podría traer a colación al rescate y traducción que se ha venido haciendo de la correspondencia política de líderes de los pueblos originarios en sus lenguas nativas, parte de la cual puede consultarse hoy en la web Cartas dos Povos Indígenas ao Brasil. A este acervo pertenecen los fragmentos que se leen en tupí de las que escribieron en el siglo XVII Pedro Poty y António Filipe Camarão, que eran los dos del mismo pueblo, unidos por lazos de familia, pero se alinearon con los holandeses protestantes y el rey católico de España y Portugal, respectivamente, en la guerra entre ambas potencias por parte del territorio de lo que hoy es Brasil. 

Así como la lectura trae los textos de aquella época al presente, el viaje me hace pensar en el recorrido de la vieja correspondencia que llegaba de muy lejos. Cuando el remitente de la carta era un familiar u otra persona a la que habíamos olvidado o dábamos por muerta por no saber nada durante largo tiempo, llegaban como pruebas de que vivía y quería contarnos algo. Quizás también eran un modo de pedirnos que hiciéramos algo por él o por ella. 


Las cartas Pedro Poty y António Filipe Camarão, sin embargo, son ante todo testimonios del absurdo de una guerra, y del colonialismo y la irracionalidad de una economía basada en la explotación y la extracción que son su contexto. Si encontramos en ellas noticia de algo, es un desmentido de las idealizaciones de los pueblos originarios y de su mundo. El corto de Gabraz Sanna recurre también a la fragmentación característica del cine contemporáneo para problematizar eso en la primera parte. Dos breves performances de Sara Não Tem Nome son gestos contra imágenes distorsionadas como las que se difunden de los indígenas, sus reflejos en una superficie de metal y el agua del río. La artista arroja contra ellas la misma tierra que se disputan los intereses capitalistas hasta hoy porque hay en ella una riqueza agrícola y mineral. 

Se confronta con estas imágenes el big close up de Eliakin Rufino. Es el rostro con anteojos como los que muchos criollos usamos de un indígena de hoy, una persona moderna como nosotros. Pero también hay una confrontación del fuego en la noche con el agua de la segunda parte, en la que es de día, y hay un plano de la que pareciera ser una lluvia de tierra sobre la tierra. Me parece una imagen apocalíptica. Escuchamos otro testimonio, expresado como una carta, en el que el profesor y activista indígena Cauã Wirapayé relata un sueño chamánico. Levanta vuelo como un pájaro, habla con la vegetación y las montañas. Pero no ve gente de su pueblo en ese viaje, no sobrevuela un “mundo indígena” sino el Amazonas, y, cuando despierta, ya estamos en el Apocalipsis: los colonizadores llegan a su territorio, esclavizan a los nativos; los misioneros tratan de inculcarles su religión. La resistencia de su lengua y sus creencias no pueden ser, por tanto, restitución de ese mundo destruido. 

Esto es lo que llega hasta nosotros en Cartas del absurdo, a través un largo viaje que nos hace sentir las distancias que nos separan de los remitentes. Aunque las cartas vienen acompañadas de la música de ellos, arriban a un muelle vacío y no traen mensaje ninguno para nosotros ni un llamado a la acción, pero sí una pregunta acerca de cómo vivir en este mundo, que puede parecer que es nuestro si somos criollos. La que acompaña la lucha de los pueblos es, por tanto, una resistencia del cine que plantea interrogantes frente al que da respuestas porque escamotea los problemas, lo que el título puede referir incluso al absurdo como condición existencial humana.

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