Al oeste, en Zapata
Por Pablo Gamba
En la competencia Burning Lights de Visions du Réel se estrenó Al oeste, en Zapata (Cuba-España, 2025), que ganó allí el Premio Especial del Jurado y el premio de la crítica internacional de la Fipresci. Es el primer largometraje como director del español David Bim (David Beltrán i Marí), director de la Maestría en Cine de Ficción de la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, en Cuba.
Se trata de un documental observacional en el que Bim también hizo la fotografía y el montaje, y trabajó el sonido junto con Jesús Bermúdez.
En esta película el cine cubano vuelve a la Ciénaga de Zapata, una extensa zona pantanosa, en la península homónima del sur de la isla, donde Julio García Espinosa y Tomás Gutiérrez Alea rodaron El Mégano (Cuba, 1955), sobre las condiciones de vida y trabajo de los que se dedicaban a la producción de carbón vegetal antes de la Revolución Cubana. En la actualidad un documental como este se inscribe entre las películas que responden a un interés por “ver Cuba”. Se sigue esperando del cine que muestre verdades acerca de ese país que no tienen cabida en otro lugar, de circunstancias marcadas, en este caso, por la pandemia del covid y las protestas de 2021.
Al comienzo, sin embargo, hay otra fuente que es ineludible citar: el cine de Robert Flaherty. El motivo de la cacería del caimán hace pensar en Louisiana Story (Estados Unidos, 1948), que se desarrolla en un lugar parecido a la Ciénaga de Zapata, mientras que el personaje del padre cazador lleva a Nanuk, el esquimal (Estados Unidos, 1922), el film más conocido de este cineasta.
Con relación a Flaherty hay que destacar, en primer lugar, una larga escena de captura de un cocodrilo con Landi (Orlando García) sumergido hasta la cintura en el agua, bajo una lluvia débil y ayudándose con un brazo a mantener en su lugar su bote mientras que a la vez se ocupa de dominar al animal que trata de capturar. Cobra allí relevancia, sobre todo, la manera como Bim filmó sin ayuda, hasta donde indica lo que sé de la producción. Apreciamos así el cine con toda una potencia que es del arte de filmar películas y no de los recursos materiales para hacerlas.
Flaherty me lleva también a hacer un deslinde con respecto a una posible referencia en el cine contemporáneo latinoamericano, que es La libertad (Argentina, 2001), de Lisandro Alonso. Al oeste, en Zapata podría evocarla por el trabajo de Landi sin compañía en la ciénaga. Pero una diferencia significativa en esto es el reencuentro con la mujer y el hijo en la segunda parte de la película de Bim, respecto al hachero solitario del film de Alonso. Me refiere a las familias de Nanuk y el chico cazador de cocodrilos de Louisiana Story.
Otra diferencia es el blanco y negro. Establece una tensión entre la sensación de pasado o intemporalidad que la fotografía le da a las imágenes de Al oeste en Zapata, no solo en relación con el color que se asocia con el presente de La libertad sino también las referencias en la radio a la actualidad de la epidemia y la respuesta del régimen cubano a las protestas del día siguiente al que comienza la historia, el 10 de julio de 2021. Pero hay también en esto una experiencia enrarecida del tiempo, puesto que la radio en Cuba no puede sino seguir, además, una la cronología de efemérides de la Revolución, por lo que las novedades están en contrapunto en ella con lo que se repite sin cambios.
En la segunda parte de Al oeste, en Zapata pasamos al personaje de Mercedes (Mercedes Morejón). La pareja de Landi se nos presenta en un traveling de seguimiento como los que vimos al comienzo. Resultan claves para que la película nos atrape con la sensación de estar allí que transmiten, puesto que son como la mirada de un observador que marcha tras los personajes. También nos traslada el film a la Ciénaga de Zapata con el sonido. Son lugares comunes de la sensorialidad del cine contemporáneo, sobre todo cuando se trata de películas ambientadas en países tropicales. Frente a ellos se destaca aún más la belleza de la acción de la escena caza.
Mercedes llama a alguien en el monte, y sabemos que no es el personaje de la primera parte porque el nombre de Landi lo hemos visto en un intertítulo. Se trata de un adolescente que es su hijo, y cuya discapacidad se nos va revelando poco a poco. Deinis, como se llama el chico, cobra significación en esta película porque su condición no es motivo de una representación miserabilista. Por el contrario, se presenta como una vida que no puede ser sino extensión carnal de la pareja que interactúa amorosamente con él. Su contexto en la historia es la muerte que propaga la pandemia, de la que informan los medios.
De un modo correlativo a la soledad del hachero de La libertad, la familia se nos presenta en esta película como aislada con relación a los demás habitantes del pequeño pueblo en que viven, dedicada a buscar la subsistencia por medio de la caza y de la pesca. Incluso de la producción de carbón, como en El Mégano, aunque aquí vemos a Mercedes dedicarse a eso sin compañía. El mercado queda fuera de campo, porque no vemos escena ninguna de venta, como sí la hay en la película de Alonso. Esto pone de relieve la supervivencia como una cuestión aún más básica y, si se quiere, primitiva. Aunque la vivienda de la familia es moderna, y seguramente fue construida por la Revolución, hay una sensación de que el tiempo ha corrido hacia atrás más allá de El Mégano, inclusive, hasta antes del progreso que una vez mejoró las condiciones de vida.
A la expectativa de “ver Cuba” la película responde así con la ubicación de la historia entre los bordes del mundo civilizado que se descompone y la naturaleza. Pero no solo con eso. Se le añade esa construcción del tiempo, enrarecida, como dije antes, por la tensión entre la novedad y la repetición ritual en las noticias. Pero también, y sobre todo, entre la situación real que se confronta con la Cuba de la radio y la TV, y el ir de Landi de la caza a la familia y de vuelta a la ciénaga, al final, que no es un ciclo sino una espiral descendente por lo que respecta a la regresión. Hay allí, sin embargo, otra tensión significativa, la que a la degradación opone el movimiento de la vida que se abre paso en ese mundo. Lo sentimos con fuerza en los travelings de seguimiento, pero también en las interacciones de ambos padres con Deinis.
Si Al oeste, en Zapata de algún modo vuelve así a lo que había visto ya en otra película cubana, el corto Los viejos heraldos (2018), de Luis Alejandro Yero, por lo que respecta al estancamiento y la televisión, va también más allá. Es lo que me parece más significativo de este documental, y lo percibo al final, cuando de la capacidad de dar testimonio del cine observacional se pasa a explorar ese poder, que también tiene, de captar el misterio de sus personajes.
Hay en esa parte un montaje alternado entre Deinis, que hace un extraño movimiento de significado difuso, pero que de algún modo se parece al de un músico completamente sumido en su interpretación, mientras que Mercedes canta, casi como un mantra, “La de la mochila azul”, de Pedrito Fernández, lo que trae a colación también una referencia a la película mexicana de 1979. Lo que destacaría, sobre todo, es cómo el documental hace patente allí su discreto acercamiento a la cuestión del trance, y por ende a Glauber Rocha y al problema del pueblo que falta que planteó la mayor figura del cinema novo brasileño. Vuelve eso a la actualidad, en Cuba, en Al oeste, en Zapata, y creo que allí está lo más significativo de su problematización de la imagen de ese país, lo más profundo de su respuesta a la demanda de ver esa realidad en el cine.
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