Say Goodbye
Por Pablo Gamba
El primer largometraje de Paloma López Carrillo, Say Goodbye (México, 2025), es parte de la competencia Ahora México del FICUNAM. Se estrenó en Visions du Réel, en Suiza, en la sección competitiva Burning Lights.
Lo que distingue a este documental es la manera como enfoca el tema de las personas que “desaparecen” en la migración clandestina de México a los Estados Unidos. Una referencia fundamental reciente sobre el tema es Sin señas particulares (México, 2020). Pero Say Goodbye se aparta del motivo de la búsqueda de la película de Fernanda Valadez para indagar en las huellas de la “desaparición” en la vida de los familiares en el país donde se han radicado.
En este caso se trata del duelo de la familia de la cineasta, un dolor que, como ocurre en estos casos, y en los que se deben a razones políticas, cuesta cerrar por no saber qué pasó con el “desaparecido”. Por esto también ubicaría a Say Goodbye en el cine latinoamericano que actualmente trata de profundizar en las experiencias de los migrantes, sobre el que hemos escrito en Los Experimentos.
Algo destacado de esta película es la manera en que construye el espacio como correlato de la experiencia de la soledad al vivir en un país extranjero, mediante un contrapunto fuertemente contrastante de escalas. Las escenas se nos presentan inicialmente en planos medios o generales, en los que los personajes se destacan como centro sobre lo que los rodea. Pero las rematan cortes bruscos a grandes planos generales que los minimizan significativamente con relación al entorno y desmienten la impresión inicial de la posición que ocupan allí.
El paisaje es otra clave. Las montañas del estado de Utah, por ejemplo, donde se desarrolla la historia. También la construcción del tiempo, que recurre a la nieve más en calidad de reflejo del estado psicológico que siguiendo con rigor la cronología de las estaciones. Hay algo análogo al uso de las escalas de planos en el correlato que pareciera haber del tránsito a la primavera en el proceso que atraviesa Sol, la hija, en la terapia que recibe. Pero regresa la nieve del invierno después, y nos devuelve al frío y la frialdad.
La ciudad que vemos no tiene identidad arquitectónica. Ni siquiera queda claro qué lugar es. Se presenta como fragmentaria, concebida para el tránsito en automóvil, sin centro de vida urbana identificable como tal. También es fría en particular la casa de Javier, el hijo, y él y Sol viven sin pareja. Hay una máquina que le “habla” a Rosa, la madre, en la primera escena, en un lavadero de autos, y la terapia de la hija es en su casa, en su cotidianidad, pero extrañamente distante, por Zoom. El dolor que llevan dentro ellas dos y Javier tiene también como marco esta frialdad.
Se le añade, finalmente, la representación de la iglesia a la que perteneció el padre “desaparecido”, que incluso estaba llamado a ser obispo en ella. Se trata de la congregación de los mormones, cuyas instalaciones que vemos aquí se parecen más a un edificio de oficinas o lugar de convenciones que a un templo religioso, lo que incluye orientaciones por altavoz sobre diversas actividades y las salas donde se desarrollan. Pero lo más revelador, en este sentido, es que la sede principal está en una ciudad sin alma como la que vemos en la película.
Los personajes, sin embargo, no se ajustan al estereotipo de los miembros de congregaciones conservadoras como esa, y la escasa utilidad de la ayuda que un correligionario del FBI presta a Rosa con el caso del “desaparecido” desmienten el mito conspiranoico de los “tentáculos” de poder de las sectas. Es algo que hubiera desviado el film hacia un enfoque totalmente distinto.
Sol es divorciada, dice que fuma marihuana y hace fisioculturismo, aunque de una variedad que trabaja más con el desarrollo armónico del cuerpo que en crear musculaturas espectaculares. Participa en un concurso en el que luce su figura en bikini para los seleccionadores y para el público ‒en el primer caso en una habitación de hotel de convenciones reservado a tal efecto y por la cámara de un celular, lo que se añade a la frialdad general‒. Si bien ella vendría a ser la hija rebelde en el contexto de la familia, su hermano atribuye a la iglesia un relajamiento de costumbres que asocia con la manera de ser de la gente en los Estados Unidos, donde cada quien parece vivir en su mundo. Lo dice en una conversación con una amiga argentina, también mormona, con la que habla de estos asuntos en un restaurante como chismes del trabajo.
El tema de la “desaparición” se introduce pronto en el argumento. En consecuencia, el espectador de Say Goodbye tiene desde casi el comienzo la información que naturalmente lo inclinará a buscar las huellas del trauma en todo lo que puede ver de la vida cotidiana de los personajes, a lo que lo invita la técnica observacional. La película lúcidamente llama la atención así sobre las historias de dolor que puede acarrear consigo los migrantes y en que mantenerlas escondidas es clave para afrontar la vida en el extranjero. El fisioculturismo de Sol, en este contexto, puede interpretarse como una búsqueda de fortaleza física, en particular por contraste con la languidez melancólica de su hermano.
Pero esto nos lleva a los problemas del documental de observación. Puede ser una dificultad con esta técnica la introducción, sin alterar la apariencia natural del curso de la historia, de algunas informaciones claves sobre hechos del pasado, como ocurre aquí. También establecer conexiones emocionales como las que pueden producir los testimonios en el documentalismo. Por eso vemos aquí el deslizamiento frecuente de estas películas hacia la ficción y la “modalidad interactiva”, citando las categorías canónicas de Bill Nichols, con escenas de drama que tienen cierto aspecto de entrevistas simuladas. Se nos presenta así también el problema de distinguir lo “real” de la actuación, la cuestión de la espontaneidad de quienes se saben observados por una cámara.
En el caso de Rosa, es una conversación con Matthew, que actúa allí como confesor y principal apoyo frente al dolor de la pérdida. La dimensión del sufrimiento de Sol la percibimos con el recurso de las sesiones de terapia por Zoom con la psicóloga.
Si bien la realizadora tiene el cuidado de usar planos abiertos para darle su espacio al llanto del personaje, cuando ocurre, en estas escenas puede producirse la catarsis que necesitan algunos espectadores. A razones análogas de revelar al personaje hasta ese momento invisible, para que no quede como un fantasma invisible inquietante en la historia, atribuiría que se muestre al padre “desaparecido” y la familia completa en por lo menos una secuencia, aunque la cineasta también juega con el contraste de la escala de planos allí para crear distancia frente a ellos.
El valor de Say Goodbye tiene que apreciarse en el contexto de la búsqueda de un público potencial como el que señalé, y no del tipo de reflexión en torno a los problemas del documental, y la consecuente experimentación formal, que son características del cine contemporáneo, aunque la película esté en competencia en un festival como el FICUNAM. Es algo que conlleva el mérito de tratar expandir hacia ese otro ámbito, más comercial, quizás, pero siempre más amplio, la profundización en la experiencia de los migrantes que señalé al comienzo, y que plantea la incómoda pregunta sobre quiénes son y pueden ser hoy los espectadores de filmes más radicales.
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