Deshilando luz
Por José Luis Salazar Gallardo
Deshilando luz (México, 2025), primer largometraje de la artista Valentina Pelayo, tuvo su estreno en la pasada edición del Festival Internacional de Cine de la UNAM.
En Deshilando luz hay una evocación de dos vidas distantes, pero profundamente unidas. El documental presenta a Elsa Atilano, recientemente fallecida, artista textil y madre de Valentina, no desde su cuerpo o su rostro sino a través de su obra, que habla por ella. Al mismo tiempo emerge la obra de su hija: es ella quien, a través del montaje, vincula los bordados de su madre con fragmentos de archivo en los que aparece como niña, como una extensión del arte textil, como parte de la obra de Atilano.
La película se estructura siguiendo los misterios del rosario, recuperando ese gesto afectivo y materno. A partir de cada uno de ellos, se traza un paralelo entre la vida de María y la de su madre. En el primer misterio, la concepción de Valentina no es resultado de un milagro de fe, pero no por ello es menos significativa o mágica. A los 30 años, Elsa queda embarazada tras olvidar tomar la pastilla anticonceptiva, agotada por el esfuerzo de terminar a tiempo el tapiz Rapsodia a Fidel, comisionado por Fayad Jamis, agregado cultural de la Embajada de Cuba en México, como regalo para Fidel Castro. Es así como Valentina nace de una confluencia cultural, política e íntima: fruto de una urgencia artística, de un contexto histórico y de una vida doméstica entrelazada con la creación. Una hija gestada en medio de los hilos de una obra que, sin saberlo, ya hablaba de ella.
Ese gesto se repite y ritualiza: el bordado como oración, como acto de devoción. A imagen y semejanza de un rosario.
El teólogo Nathan D. Mitchell destaca el rosario como un elemento identitario del catolicismo: a diferencia de otras formas de devoción popular, aquí las manos se vuelven un recurso mnemotécnico que recorren, y experimentan, la pasión y muerte de Cristo, así como los misterios de la vida de María. Esta adaptabilidad del rosario fue especialmente significativa durante los siglos XVI y XVII, cuando, previo a la reforma isabelina, los católicos eran perseguidos. Ante la falta de santuarios o iglesias, el entorno doméstico se convertía en un espacio sagrado, consagrado como tal por la presencia intercesora de la Virgen María.
La intercesión mariana resultaba fundamental dentro del rito: el rosario, como práctica heredera de los salterios marianos medievales, rescataba episodios que estaban entre la cotidianidad del creyente y la santidad del mito católico ‒la anunciación, la visitación, la coronación, el parto‒, alejándose así de los eventos más abiertamente místicos, como la flagelación, la crucifixión, la resurrección o la transfiguración.
En el segundo capítulo, los misterios gozosos, Valentina rememora dos árboles plantados por su madre en la Unidad Habitacional Villa Olímpica: el hule de una vecina uruguaya que regresaba a su país tras el fin de la dictadura ‒hoy más fuerte que nunca, rompiendo el pavimento‒ y una jacaranda que las acompañó tanto en el ocaso como en el milagro de verla crecer.
Gran parte del metraje está ocupado por las manos, objetos y telares de Elsa Atilano. Sin embargo, su voz ‒que aún canta en las grabaciones‒ no está sola: la acompaña la voz infantil de Valentina, que le desea buenas noches, le pregunta juguetona si tiene hambre y grita que quiere comer.
A partir de esos materiales domésticos, el montaje entreteje dos conversaciones paralelas. Por un lado, el archivo familiar y la obra textil de Elsa; por otro, la mirada que Valentina construye sobre ese legado, desde el presente. Pero también hay una tercera conversación, más íntima: un diálogo entre versiones pasadas de madre e hija que, sin saberlo, se acompañan a través del tiempo. Lo que podría parecer un conjunto de objetos y baúles de recuerdos se revela como un mapa afectivo: una cartografía emocional donde ambas mujeres se encuentran. Una teje con hilos; la otra, con imágenes.
Así como Valentina se convierte en una hábil tejedora de imágenes, su madre se revela como una cineasta de afectos. Hacia la mitad del filme, Elsa toma el control de la cámara cuando se exhibe el metraje casero que por años filmó de su hija mientras crecía. La pequeña Valentina salta en un brincolín, aparece con la cara pintada en una fiesta infantil, apaga las velas de un pastel. Todo esto acompañado por la canción De niña a mujer, de Julio Iglesias. La directora dice que no fue incorporada por ella, sino que ya estaba en el material filmado, lo que le otorga un valor emocional singular: el gesto de una madre que contempla con ternura el crecimiento de su hija y al no encontrar cómo describirlo, deja que la popular balada lo haga por ella. Un rasgo particular e íntimo que en la colectividad de una pantalla se convierte en uno generacional.
También se muestran columpios, juguetes, legos y objetos regados por la casa, hechos por Valentina. No están ahí porque sean una obra de Elsa, sino porque constituyen parte de su mayor hazaña, una aún inconclusa, que sigue construyéndose: su hija, la propia Valentina Pelayo.
La imagen salta de formatos: de la videocámara digital que sostiene Elsa, al metraje filmado por Valentina en 16 mm hasta las grabaciones con teléfono móvil hechas por ambas, donde finalmente se encuentran. La pantalla se divide en dos: de un lado, Elsa, en el asiento del conductor, filma a su hija con su celular; del otro, Valentina ocupa casi todo el encuadre mientras también graba con su cámara a su madre, con la puesta de sol y los rayos invadiendo sus caras.
Al finalizar la obra, Valentina cumple a la vez un capricho cinéfilo y un deseo profundamente personal y reparador. Ya en sus inicios, el cinematógrafo de los Lumière era descrito en una reseña de La Poste como un dispositivo que permitiría a cualquiera “fotografiar a sus seres queridos, no solo en su forma inmóvil, sino en su movimiento, en su acción, y con habla en sus labios; entonces la muerte ya no será absoluta”. Desde entonces, el cine se concebía como un arte de fantasmas. Lo que Roland Barthes más tarde describiría como una “microexperiencia de la muerte”.
Valentina, como tantos cineastas a lo largo de la historia que han empleado el cine para recuperar la voz de los silenciados por la historia oficial o la cultura dominante, utiliza aquí la imagen para restituir la voz de una artista difunta: la de Elsa Atilano. Honra así su obra, su legado y su memoria, con el honor de saberse parte de ello.
Sin embargo, Valentina goza de un privilegio excepcional: cumplir un deseo que muchos comparten pero pocos alcanzan. Ver a su madre, una última vez. Compartir con ella un instante suspendido en el tiempo, preservado para siempre como un acto de amor que se resiste al olvido.
Comentarios
Publicar un comentario