Amor descartable y El silencio de mis manos

 

Por Pablo Gamba 

Amor descartable (Argentina, 2025) y El silencio de mis manos (México, 2024) son películas que integran la programación del Doc Buenos Aires, respectivamente en las secciones “Nosotros y lo real” y “Señales del presente”. La primera la dirigió Azul Aizenberg, conocida principalmente por el cortometraje Las picapedreras (Argentina, 2021). La segunda, Manuel Acuña, que estrenó el corto Expiatorio (2019) en la muestra argentina. 

El cine documental vuelve al trabajo con el archivo familiar en Amor descartable, y es uno de los dos aspectos que permiten confrontar este largometraje de Aizenberg con Las picapedreras. Esta otra es una obra de metraje encontrado paradójicamente basada en un archivo inexistente. Trata de la memoria de la Gran Huelga de los canteros de la localidad de Tandil, en Argentina, que duró 11 meses entre 1908 y 1909, y en particular de la participación de las mujeres como combatientes contra la policía en esa lucha. Son hechos que en su momento no registró el cine, hasta donde se sabe, pero sobre los que se escribió y los reconstruyó una película de ficción en los setenta. En torno a ellos, la realizadora creó un archivo imaginario, desviando materiales de su contexto original, fragmentos tomados de diversos filmes. 

Amor descartable se basa, en cambio, en un archivo realmente existente. Son más de treinta horas de material crudo de filmaciones que hizo su padre, y el video que como regalo para la hija montó con ellas y musicalizó un profesional contratado a tal efecto, al que en una parte se lo identifica como “editor de sociales”, y que tituló Vidazul. Dura hora y media, como una película de ficción, y es un producto que se presenta como una poderosa imagen reveladora de la clase media alta argentina durante los años del “menemisno”, los gobiernos de Carlos Saúl Menem, Presidente de la Nación de 1989 a 1999, cuyas políticas neoliberales beneficiaron como nunca antes a ese sector a un costo social, en particular de desempleo, que llevó a un estallido social y político en 2001. 

Frente al vacío de imágenes de Las picapedreras nos encontramos aquí con un “exceso” correlativo a la prosperidad artificiosa del enorme loft en el que se instaló la familia, sintomáticamente en una fábrica abandonada de Buenos Aires. Hay un relato fabulesco de sus viajes turísticos a la Costa Azul, Disney World y otros lugares turísticos parecidos en cuya versión profesional no existe solución de continuidad con la publicidad. Toda la familia es partícipe de esa ficción y, por tanto, cómplices, auque con resistencias, la madre y la hija del padre que filma. 

Una cineasta como la realizadora de Las picapedreras no podría hallar en este video otra cosa que un filme de terror, un espantoso doble. Esto distingue Amor descartable entre tantas películas que se hacen hoy con metraje encontrado familiar, pero es también su condena por la dificultad de superar la fuerza hechizante, de liberarse del peso que por sí mismas tienen las imágenes. Aizenberg inventa una categoría para lidiar con eso, “metraje heredado”, pero el video del “editor de sociales” tiene un poder análogo al de Perfect Film (1986), por el que Ken Jacobs decidió presentar el material encontrado tal como lo halló. 


Si el desafío que generalmente plantea el material de archivo familiar consiste en cómo encontrar en él la dimensión histórica de lo personal, la cuestión se presenta aquí como lo contrario: cómo construir una identidad personal en contra de los personajes ficticios del material encontrado. Para ello, la realizadora vuelve a una invención del archivo como la de Las picapedreras, apropiándose de imágenes de La caída de la dinastía Romanov (1927), de Esfir Shub. Dice que en esa película podría estar un bisabuelo, integrante de la guardia del Zar. Hecha esta conexión, toma de esa película, la primera realizada con material de archivo, incluyendo filmes familiares del monarca, el montaje como herramienta para la crítica de las imágenes. Pero aunque hay bordes de la representación que halla así en la versión editada, confrontándola con el material bruto, persiste la falta de solución de continuidad. 

Otro intento de confrontar el video es con las resistencias al padre. Pero se diluye por la falta de consistencia del personaje de la madre, que llama la atención, sobre todo, por su fragilidad, asociable a su discapacidad auditiva. Recupera Aizenberg con el montaje partes del video crudo en las que la imagen de la mujer se disuelve espectralmente en el ruido electrónico por el deterioro del soporte, pero los dobles de la versión editada conservan toda su nitidez. 

El valor de Amor descartable lo hallo, entonces, en la pregunta sin respuesta que plantea: ¿se puede salir de la clase media? No se refiere esto aquí a la “caída”, a la disolución material del estatus social por el deterioro de la economía sino a la dificultad de librarse del peso de sus imágenes. Es como un hechizo, como dije, pero uso la palabra peso con referencia a esto que dice la realizadora: “Un salto hacia el futuro y una sensación de ingravidez; así fue descrita la Revolución de Octubre”. Plantea la utopía de la disolución de la sociedad capitalista y su clase media con una imaginación poética como la del pintor Marc Chagall, no de una racionalidad política como la de Lenin. 

La liberación del peso de clase pareciera percibirse en un fragmento que también la cineasta confronta con los crudos del padre y su edición profesional. También es un film encontrado: el relato de la construcción de una casa de campo, en el que se representa otra rama de su familia como una comunidad haciendo su futuro. Sin embargo, hay un plano lo que atraviesa, de obreros que trabajan para ellos, y restaura la gravedad de la clase. No haberlo excluido del montaje, como hace el padre con una sirvienta que le arruina un plano, o como la gente del pueblo desaparece en el borde de la representación zarista, crea una tensión entre esas imágenes y el mundo histórico que de esa manera se filtra entre ellas y pone en evidencia que su ingravidez es ficción. 

Encuentro en esta problematización un avance de esta película con respecto al optimismo de la fábula anarquista de Las picapedreras. Pero también está acompañada del peso que siento en la reiteración de los tópicos de lo farockiano, en los esfuerzos inútiles de la inteligencia, en el agotamianto, en síntesis, de una tradición ensayística de la que tampoco se logra aquí escapar. Es la que produce películas de archivo sobre inquietudes existenciales o indentitarias de jóvenes cineastas, como dice la narradora con autoironía. 


En El silencio de mis manos nos encontramos en otro campo tan recorrido por el cine documental contemporáneo como el archivo: la sensorialidad. Es lo llamativo en el tratamiento simultáneo de dos temáticas en boga en la película de Manuel Acuña: la discapacidad y la diversidad sexual. 

Las protagonistas son Rosa y su pareja, Saira. A la primera se la presenta como la primera mujer sorda que llegó a ser abogada en Jalisco, México; Saira vive en los Estados Unidos, también es hipoacúsica y es afronta el reto de hacerse trans. Son dos relatos de superación que en una parte se bifurcan para crear una tensión dramática en torno a las amantes separadas por la distancia. 

El problema de esta película es que la originalidad que puede hallarse en exploración sensorial está en contrapunto con estos lugares comunes. También encontramos el interés que puede despertar la técnica observacional del seguimiento como una inmersión en el mundo de las personas discapacitadas y sus dificultades. El valor de esto podría estar en la desviación de los tópicos del drama, en plantear que la hipoacusia es una condición humana, no una tragedia. Pero su verosimilitud se disuelve en una representación que evidentemente aspira a ser positiva, como se hace patente en una secuencia en torno al concurso de belleza Señorita Sorda y Mister Deaf. 

No por eso, sin embargo, deja de abrirse aquí la puerta a exploraciones valiosas. Acompañando a la sensorial encontramos otra, en el uso de los subtítulos. No solo traducen al español escrito la lengua mexicana de señas cuando vemos que se “habla”, puesto que no es una comunicación que podamos escuchar. Los subtítulos crean diálogos “en off” entre las “voces” de señas que serían imposibles para el sentido común de una narrativa clásica, pero no en esta película. 

Los que no padecemos hipoacusia no tenemos referentes de la experiencia sensorial que la banda sonora crea, por lo que hay que ser conscientes de que se trata de metáforas de la no audición. Las remarca como tales la alternancia entre esa subjetividad sonora y el sonido que se ajusta a lo que habitualmente escuchamos, con diversos estados intermedios de insonorización hasta al silencio absoluto, cuando Rosa se saca los aparatos que la ayudan a escuchar. 

Más allá de la técnica, sin embargo, destacaría la construcción del tiempo de la hipoacusia como lo verdaderamente importante por lo que toca a lo sensorial. El oído es más hábil temporalmente que la vista, escribió Michel Chion en La audiovision, y en otro tiempo sonoro nos sumerge reiteradamente El silencio de mis manos en los planos de Rosa y Saira en un acuario, contemplando como nosotros el nado silencioso de los peces y las medusas. Allí podemos hacernos partícipes de la suspensión que conlleva el goce de la luz y el movimiento, sumidos en una experiencia que nos aísla de los sonidos que, de otro modo, reclamarían nuestra atención y nos sacarían de esa intemporalidad. En las manos amantes que se unen allí podemos unirnos amorosamente con ellas en el mismo goce, lo que no es igual por lo que respecta a los lugares comunes de la lucha y la superación que lastran el film.

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