Una película (secreta) y Convertirse en piedra
Por Mariana Martínez Bonilla
En la edición 2025 del Doc Buenos Aires se presentaron los trabajos más recientes del director y productor colombiano Jerónimo Atehortúa: Una película (secreta) y Convertirse en piedra. Fiel a su estilo arqueológico, en estas obras, el colombiano no se despega de su interés por el material encontrado y los vestigios del pasado, sino que lo reelabora de dos maneras muy distintas.
En primer lugar, Una película (secreta) se trata de una declaración de principios sobre la importancia de los experimentos que dieran lugar a lo que conocemos como imagen en movimiento y también de una reflexión política y poética sobre la representación de la violencia en el séptimo arte. A través de la recuperación y recontextualización de dos fragmentos de cine mudo colombiano, Atehortúa no solo nos devuelve al pasado, sino que nos invita a iniciar un diálogo profundo con la historia del cine, sus mitos y sus metáforas.
Lejos de limitarse a restaurar y proyectar las imágenes rescatadas, producidas entre 1925 y 1926 según los intertítulos de la película, Atehortúa las utiliza como cimiento para una nueva creación. A partir del remontaje de dos historias de violencia (en la primera, una mujer es víctima de acoso sexual y, en la segunda, un niño es vendido tras ser atropellado por un hombre), Atehortúa demuestra que la historia del cine no es una sucesión de hechos aislados, sino una entidad fluctuante, plagada de fantasmas.
Pero la película va más allá de la mera recuperación del material de archivo que tiende un puente con las formas actuales de la violencia capitalista y feminicida. En ella, el director colombiano establece una analogía sutil pero poderosa entre el cine como movimiento y los caballos. Esta relación, que podría parecer caprichosa, se revela como el corazón metafórico de la obra. Los primeros cronofotógrafos, como Edward Muybridge y Etienne Jules Marey, utilizaron el caballo para capturar y analizar el movimiento, sentando las bases de la ilusión cinematográfica. En Una película (secreta), el caballo se erige como un símbolo primigenio del cine: el movimiento, la fuerza, la velocidad y la gracia en su estado más puro.
Y, aún más, los caballos serán esos fantasmas anunciados desde los primeros intertítulos, sobre los cuales también encontramos una impronta violenta: la negación de su importancia para el desarrollo del séptimo arte en tanto ilusión de movimiento, pues fue el escrutinio científico de su galopar lo que permitiría, más adelante, que la máquina que registra el movimiento fuese capaz capturar la realidad de una manera que la percepción humana no podía y nunca podrá.
Así pues, esta es, en definitiva, una película que nos interpela. Nos obliga a mirar hacia atrás para entender nuestro presente. Nos invita a reflexionar sobre la naturaleza del cine como artefacto histórico en constante evolución. La película de Atehortúa es un eco, un susurro del pasado que nos recuerda que los caballos siguen galopando en la pantalla, en cada fotograma, en cada destello de movimiento que nos sigue maravillando. Es, en esencia, un acto de amor por el cine, en su forma más pura y primordial.
Por su parte, Convertirse en piedra, es una reflexión sobre la potencia (o, más bien, la impotencia) de las imágenes en el contexto contemporáneo. Basándose en un poema de Rafaat Alareer, poeta, profesor universitario y activista palestino, asesinado durante un ataque áereo en diciembre de 2023, se erige como un artefacto cinematográfico único, que desafía las convenciones narrativas para crear un espacio de reflexión sobre la representación.
El metraje de archivo, que muestra algunos paisajes urbanos colombianos, no se utiliza para ilustrar la disertación sobre las potencias de la imagen que se imprime en letras blancas sobre las imágenes de la Calle 86 y el monumento al Estado de Israel en la capital colombiana, sino para operar como un correlato que pone en crisis la lógica de causa y efecto para abrazar la superposición y la resonancia, la cual se hace tangible a partir de una banda sonora ominosa que, por momentos, nos permite escuchar el respirar agitado de la imagen, así como algunas grabaciones noticiosas.
Así pues, en Convertirse en piedra el pasado reciente, aquel en el que se enmarca el conflicto palestino, no se presenta como un tiempo distante, sino como una capa tangible que se ha sedimentado sobre el presente, afectando los cuerpos y los espacios de manera irreversible. Como si se tratase de una Medusa, las imágenes de la guerra son para el director, una suerte de entidad que produce lógicas sensibles e inteligibles a conveniencia. Es decir, según las condiciones de quienes ostentan la hegemonía.
Sin embargo, las operaciones significantes que acá toman la forma de una intervención directa sobre la superficie fotosensible con marcadores y otros artefactos capaces de trastocar violentamente lo que se inscribe fotolumínicamente, convierten a la imagen en un sitio de conflicto y transformación. En otras palabras, lo que Atehortúa logra aquí es la puesta en marcha de una dialéctica al estilo benjaminiano, al interrumpir las capas significantes de la historia reciente para poner en crisis aquellas narraciones que la constituyen.
De tal manera, Convertirse en piedra nos recuerda que toda imagen de la guerra es un archivo de la barbarie, un depósito donde se inscriben las huellas del pasado, de la historia y de la enfermedad. La petrificación no es solo un fenómeno médico, sino una manifestación física de un trauma histórico o de un relato no resuelto. Esta aproximación al metraje de archivo sitúa a la película en una tradición de cine que practica una forma de iconoclasia, la cual ha sido históricamente entendida como la destrucción de imágenes religiosas o veneradas.
En el cine de remontaje, la iconoclasia adquiere un significado más complejo, pues en obras como la que aquí comentamos, el acto de destruir no es un fin en sí mismo, sino el medio para liberar a las imágenes de su contexto original y de la narrativa oficial que las oprime. Cineastas como Atehortúa despojan a las imágenes de su función documental original para recontextualizarlas dentro de un nuevo relato. La imagen de archivo, arrancada de su lugar en el pasado, se convierte en un fragmento libre que puede ser reactivado con nuevos significados, un proceso de desarticulación que es, a su vez, un acto de creación.
Dicha destrucción formal permite una relectura radical de la historia y, en este sentido, el cine de Atehortúa establece un diálogo directo con el pensamiento del historiador del arte Georges Didi-Huberman, quien en su obra ha desarrollado la idea de la potencia dialéctica de las imágenes. Para Didi-Huberman, una imagen nunca es un todo homogéneo, sino que está constituida por un conflicto inherente entre lo visible y lo invisible, entre lo que muestra y lo que oculta. El pasado no reside en la imagen como un hecho estático, sino como un síntoma, un “gesto” que se ha petrificado y que el historiador o el cineasta debe liberar. La dialéctica de la imagen es la confrontación de dos tiempos: el tiempo del origen de la imagen y el tiempo de su reaparición en el presente. Es en este choque, en esta contradicción, donde reside la posibilidad de una nueva verdad.
Atehortúa, al igual que Didi-Huberman, busca liberar esa potencia dialéctica. Su método no es el de la narración lineal, sino el de la yuxtaposición poética de fragmentos heterogéneos. Con ello, la película se convierte en un atlas de síntomas, en el cual las imágenes no son sólo documentos, sino también metáforas de la historia de nuestro presente que, de manera recurrente, se vuelve rígida y se petrifica. De tal manera, Convertirse en piedra, a través de la iconoclasia y la dialéctica, se convierte en una herramienta para cuestionar la historia al mismo tiempo que se inscribe en una tradición de cine de ensayo latinoamericano que utiliza el metraje de archivo no como ilustración, sino como materia prima para la creación de nuevas narrativas. Atehortúa no busca dar respuestas o explicaciones, sino que propone una experiencia sensorial y contemplativa que invita al espectador a llenar los vacíos narrativos con sus propias asociaciones, y en el acto, el cineasta nos obliga a reconsiderar nuestra relación con la historia, no como un conjunto de hechos objetivos, sino como una colección de fragmentos subjetivos que se manifiestan en el presente de maneras inesperadas. La película, en última instancia, es un acto de excavación, una búsqueda de las memorias que yacen ocultas tanto bajo la superficie tanto de la historia oficial, como de las imágenes.
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