El tríptico de Mondongo: Mondongo: el equilibrista, Retrato de Mondongo, Kunst der Farbe
Por Pablo Gamba
Se presentó por primera vez en Buenos Aires El tríptico de Mondongo (Argentina, 2024), de Mariano Llinás. El estreno mundial fue de manera dispersa el año pasado, a lo largo de diversos festivales. Hasta donde me fue posible reconstruir la secuencia, la segunda parte, Retrato de Mondongo, se estrenó en Punto de Vista; la tercera, Kunst der Farbe (Arte del color), y una versión de la primera, Mondongo: El equilibrista, con otro título, en el FID de Marsella, y el tríptico, tal como ahora lo vimos en Argentina, en la Viennale.
Esta obra tiene en común con Clorindo Testa (Argentina, 2022), del mismo Llinás, que es el resultado de una resistencia a los trabajos comisionados, en los que el cineasta se halla en una posición análoga a la de los artistas frente a sus patrones privados. Iba a ser una película sobre el colectivo Mondongo, un trío que se formó en 1999 y que hoy son dos: Juliana Laffitte y Manuel Mendanha. Esto de desviarse y rebasar el objetivo trazado, sin embargo, no parece incoherente con el desbordamiento de la fabulación en el cine realizador de Historias extraordinarias (2008), de cuatro horas de duración, y, sobre todo, de La flor (2018), que dura catorce horas. La primera de las dos marcó una ruptura con la fase inicial de frugalidad “posnarrativa” del cine contemporáneo latinoamericano, la de películas como La libertad (2002), de Lisandro Alonso, o Hamaca paraguaya (2006), de Paz Encina, por ejemplo.
En los documentales de Llinás que han seguido a La flor ‒Corsini interpreta a Blomberg y Maciel (Argentina, 2021), Popular tradición de esta tierra (Argentina, 2024), Clorindo Testa y el tríptico‒, el cineasta juega, además, con la verosimilitud característica de ese tipo de cine y los deslizamientos hacia la ficción. Se trata, digamos, de seguir desestabilizando lo “real” de manera análoga a como lo hace con su concepción de lo fantástico, y de abrir caminos en un territorio del que la expresión “cine híbrido” da una vaga cartografía.
El colectivo Mondongo ha trascendido hasta el punto de que los contrataron para hacer retratos de la familia real de España. Entre sus retratos también están los de Che Guevara, Eva Perón y Diego Armando Maradona hechos con balas, panes y cadenitas de oro, respectivamente. En su obra se destaca la investigación de la relación de la imagen y la materia, pero lo que le interesa a Llinás es cómo trabajan la pintura haciendo de la plastilina su materia.
El tríptico se concentra en la realización del Baptisterio de los colores, instalado en la misma terraza en la que se estrenó el tríptico en Buenos Aires, en el centro cultural privado que adquirió la pieza y encargó el tríptico. Es una obra inspirada en la arquitectura del Battistero di San Giovanni de Florencia y en el libro de 1961 que da título a la tercera parte del tríptico, escrito por Johannes Itten, que es una referencia universal con respecto al color.
A Llinás como a Agustín Mendilaharzu, que son parte los dos del colectivo de cine El Pampero, los unía a Mondongo una estrecha amistad que se extendió a colaboraciones como los retratos del afiche de Historias extraordinarias. Si tomamos por cierto lo que se cuenta en el tríptico, esa relación se rompió amarga e incluso violentamente en el marco de la filmación. Esto inscribe la desviación del encargo en el terreno de los documentales que se topan con un hecho inesperado en el rodaje que los lleva en otra dirección, aunque también es coherente con el gusto de Llinás por el surrealismo y, por ende, el azar.
El análisis rápido que se puede hacer de una película en su estreno me lleva a plantear la confrontación como la dominante en el tríptico, como se aprecia en diversos planos. Aunque los desbordamientos de Llinás se presenten como una resistencia de la forma a toda dominación, se hace explícito esto en el desafío que formula el personaje del cineasta a Mondongo en el argumento, de que cada uno haga una obra inspirada por El arte del color. Sería como el reto de una novela de Julio Verne, con una recompensa de cinco mil libras para el ganador, agrega. El carácter poético de la apuesta se aprecia en el monto fijado en moneda británica del siglo XIX, porque una obra de Mondongo se ha vendido por más de un millón de dólares.
La segunda parte, la del retrato de los artistas, está rodeada, en consecuencia, de dos piezas sobre las respectivas interpretaciones del libro de Itten: un documental acerca del Baptisterio del color del colectivo y Kunst der Farbe, la versión de Llinás. El mismo retrato, además, es autorretrato del realizador, y se produce allí el enfrentamiento con los retratados. En la primera parte hay una confrontación explícita entre las que se identifican como “Situación A” y “Situación B”. Esta última es una entrevista con la historiadora del arte Gabriela Siracusano, y todo diálogo de ese tipo tiene algo de confrontación.
En un nivel más profundo, se trata de un enfrentamiento de la plástica y el cine. Sería un tema pertinente en el cine contemporáneo, por la relación que hay en él con las artes visuales o plásticas, y por los artistas que llegan de esos campos a hacer películas. Conlleva un giro significativo en la manera como el cine de Llinás despliega su capacidad de invención. Ella se extiende “horizontalmente” en la fabulación de películas como Historias extraordinarias, mientras que aquí lo hace “verticalmente”, con un protagonismo del montaje y la densidad de las las capas que se crean con él.
Podría describirse esto también como un tránsito del dibujo, que sigue explícitamente la trama de La flor, a un dominio del color sobre el dibujo. Las capas que va añadiendo el montaje desestabilizan la lógica narrativa de un modo que parece aspirar a crear un vértigo análogo al de la visión infinita de los colores en el Baptisterio de Mondongo, y tiene como correlato las citas sonoras del film homónimo de Alfred Hitchcock. Para estas observaciones me estoy guiando por el artículo “Plan contre flux” (2002), de Stéphane Bouquet, en los Cahiers du Cinéma, que se cita como referencia para caracterizar la contemporaneidad del cine, esperando que el lector no encuentre tan difícil de comprender mi explicación como a mí me resulta críptica la de este autor.
La exploración de la materialidad del cine abre notablemente el tríptico al desktop documentary, por ejemplo, que hace visibles las fuentes de internet. También a la exploración de la materialidad de los libros impresos. Hay dos interpretaciones de un libro, pero sobre todo se los filma como si fueran objetos. Se lee, además, la obra de Itten en el alemán original en la voz de alguien que no domina esa lengua, y que es Llinás, lo que pone también de relieve la materialidad de la palabra, así hablada, sobre su significado. Lo mismo ocurre al no traducir el título, Kunst der Farbe.
Se hace también visible en la película el texto escrito del guion que se siguió, o se quiso seguir, en las partes en las que se recurrió a la habitual reconstrucción de acciones o a la ficción. Pero de allí se va hacia lo contrario, hacia la importancia que cobra la palabra escrita sin que ninguna voz le dé sonido, en particular en el poema del fin la primera parte, al que habrá que volver. Del sonido, asimismo, se descubren fuentes visuales como los clips de Youtube de los que se extrae la música, como vemos la preparación de las actrices que interpretan, al igual que Llinás, personajes con caracterización de maquillaje y vestuario, pero que principalmente producen voces para el film.
Por lo que respecta a la materialidad de la obra plástica, cobra relevancia el trabajo de su elaboración, que por sí mismo es llamativo debido a que se trata de hacer color con algo tridimensional y sólido, que son bloques de plastilina. Hay una tarea de amasado para producir con mezclas de ese material los colores que identifica Itten en su libro, y que está a cargo de trabajadoras que figuran en los créditos como actrices y que también cantan en una escena.
Pero en los márgenes apreciamos, además, la labor de los proletarios del arte: los obreros que martillan, clavan, atornillan las piezas del baptisterio; los que cargan y descargan materiales. Nuevamente esto se filtra en las imágenes de Llinás abriéndolas a otra sensibilidad, como la manifestación de los movimientos sociales en la Plaza de Mayo, frente al palacio presidencial, en Buenos Aires, vista al comienzo de Corsini interpreta a Blomberg y Maciel.
Estaríamos hablando, entonces, de un tríptico que funciona como un sistema abstracto de tensas relaciones formales, al que se subordinan los componentes narrativos y retóricos que conforman subsistemas en su forma fílmica. Pero esta característica es también un problema, en particular por la tensión que encuentra lo abstracto para sostener Kunst der Farbe como exploración del color en el cine, y su confrontación con la música y la plástica, haciendo extensivo esto a las artes visuales.
En la primera parte, el peso que inesperadamente cobra al final la expresión del yo del poema que lee el personaje del cineasta es un desequilibrio productivo y alusivo al título también: Mondongo: el equilibrista. Anuncia el fin de la amistad que se relatará en la segunda parte y problematiza otra materialidad, la que sostiene al que vive del arte en el mercado y se desenvuelve en el campo artístico. En la parte del retrato, dividida en cinco actos, como las obras de Shakespeare y con referencia explícita a una de ellas, La tempestad, el conflicto cobra una significación dramática. Pero, más allá de cómo el retratista y los retratados chocan, y nos dan un retrato cinematográfico revelador de la verdad del agotamiento de su relación ‒si estamos dispuestos a aceptarlo así‒, lo que hay allí es la confrontación de dos maneras de retratar.
Es al final donde del choque con la pintura resulta el naufragio del tríptico y del cine. Ocurre en su intento de no seguir un plan que puede haber en el dibujo, que es como un plano, prafraseando a Bouquet, sino una lógica del color. Ni el montaje siguiendo la clave cromática, ni el intento de hacer música visual con los cambios de iluminación de la orquesta que toca una pieza de Gabriel Chwojnik, que también interpreta los colores, ni el juego con la colorización que facilita la tecnología digital logran hacer que esta película se sostenga en un terreno en el que el cine experimental se desenvuelve con soltura. Este no parece ser el territorio de Llinás.
Entonces, ante la debilidad de este recurso, cobran una relevancia que no deberían tener por sí mismas las partes dramatizadas, y en ellas la caracterización de Fritz Lang que intenta hacer Mariano Llinás en compañía de las dos actrices. También las partes en las que Kunst der Farbe da un giro hacia lo retórico didáctico, con las intervenciones en las que Inés Duacastella, la colorista, habla del color en el cine. El modo en que se pone a dialogar el cine con las artes visuales, la imagen insertada de partes del serial Les vampires (2015), como cuadro dentro del cuadro de la pantalla, que es cita de Itten pero también un lugar común del videoarte, resulta irónicamente revelador de cómo el impulso vanguardista de ir hacia lo desconocido en busca de lo nuevo no logra más que hurgar en lo que ya se ha visto y no puede hallar allí otra cosa que lo trivial.
Lo escribo con la dureza de un puñetazo porque también hay eso, y referencias al boxeo y al KO en El tríptico de Mondongo. Paradójicamente, sin embargo, el final podría redimirlo como una obra sobre el éxito y el fracaso. Más impresionante y dolorosa que la manera como Llinás se derrumba en la segunda parte, en la que recibe una trompada, o varias, puede ser la derrota de la tercera en la apuesta que se plantea en Retrato de Mondongo. Las tres películas conformarían, así, una desmesurada fábula autobiográfica de un cineasta derrotado en su arte, sobre un grande que pierde el equilibrio y cae noqueado en el ring. Pero es una derrota digna, y allí está su belleza, porque la premisa fue aceptar que el arte es apuesta y que el triunfo nunca está garantizado.
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