Cartas a mis padres muertos
Por Pablo Gamba
En el FID de Marsella se estrenó la más reciente película de una figura capital, no solo del cine latinoamericano sino del documentalismo en general: Ignacio Agüero. Es Cartas a mis padres muertos (Chile, 2025), el décimo largometraje del realizador chileno, que ganó la competencia internacional del FID en 2019 con Nunca subí el Provincia (Chile, 2019) y en 2023 estrenó en Jeonju Notas para una película (Chile, 2023), sobre la que escribimos en Los Experimentos.
En Cartas a mis padres muertos despliega nuevamente Agüero el poder lúdico de su cine, así como también el de los encuentros del cinéma véritè. De esto resulta algo distinto del género de la correspondencia fílmica, en el cual pareciera ubicar el título a esta película. Evocando también el cine chamánico de Raúl Ruiz, hace Agüero del film una oportunidad de imaginar citas y diálogos con sus padres, entre el tiempo de la cotidianidad y el espacio de su casa y ese lugar sin espacio ni tiempo que es la muerte. En torno a esto construye un argumento en el que la memoria se entreteje con la fantasía, pero también con el realismo despojado de afeites de estilo en una larga entrevista, una voice over que titubea cuando parece improvisar lo que va diciendo, y un archivo de películas suyas y de su familia, en particular filmadas por su padre.
Una referencia clave de esta película es El otro día (Chile, 2012). Es una de las cinco realizadas por él que el cineasta cita. Registró Agüero en ese film cosas que ocurrieron en su casa a lo largo de un año, incluyendo diversos encuentros con desconocidos que tocaron su puerta. Es lo que abre el espacio doméstico al mundo que lo rodea en ese largometraje al igual que las ventanas, que vuelven a hacerlo en Conversaciones con mis padres muertos.
Este interés por lo que pasa en el espacio y el tiempo hogareño, en que aparentemente no pasa nada, descubre en el soplo del viento y las variaciones de la luz, en las aventuras riesgosas de los gatos por el patio o el techo, o el vuelo de un abejorro entre las plantas del patio un orden que se hace extensivo a la manera como se reúnen los materiales diversos que integran el documental. Es un llamado, también, al tipo de atención intensa, pero también abierta, que lo real exige al cineasta, que incluye la deriva de las emociones y pensamientos que pueden volar, como el viento, o ser juguetones, como los gatos, y el archivo. En la importancia de las nubes, por las figuras de personajes de su familia y la historia que Agüero dice reconocer en ellas, inimaginable para el espectador o espectadora, podría encontrarse una modelización de esta forma fílmica.
Pero Conversaciones con mis padres muertos se construye formalmente también sobre poderosas tensiones de ese azar. Una, abstracta, es la que hay entre los personajes que se pueden filmar y grabar, y aquellos a los que hay que hacer visibles y audibles de otras maneras, siendo estos últimos no solo los padres de Agüero en sus encuentros imaginarios sino también los “desaparecidos” o asesinados por la dictadura de Augusto Pinochet. Los cineastas Carmen Bueno y Jorge Müller, por ejemplo, o Pedro Meneses, fusilado por el ejército, con cuyo nombre Ignacio Agüero se identificó como director de su primera película, el mediometraje No olvidar (Chile, 1982), sobre el hallazgo de los cadáveres de 15 campesinos detenidos por carabineros y asesinados en una masacre perpetrada poco después del golpe de Estado de 1973, una de varias organizadas por terratenientes como venganza por la reforma agraria.
Otro ordenador del argumento de esta película es, por tanto, la lucha de clases. Refiere a ella también la relación entre el personaje de la entrevista, Marcos Medina, que fue presidente del sindicato de la empresa industrial Madeco, de cuya fábrica era jefe Guillermo Agüero. En la conversación que el cineasta tiene con él es evidente que el sindicalista trata de esforzarse por hacer el retrato más benévolo posible del padre del cineasta, como dice el hijo, pero lo que cuenta orgullosamente, sobre todo, es la historia de la combatividad de los obreros y de las conquistas que alcanzaron luchando, que en su tiempo fueron excepcionales en comparación con las de otros trabajadores chilenos. Ignacio Agüero se pregunta irónicamente, con referencia a un plano lejano de una manifestación del estallido social de 2019, si habrá algún obrero en esa plaza.
La memoria se vertebra así también en torno a los trabajadores que llevaron al gobierno a la Unidad Popular del socialista Salvador Allende en 1970, sin dejar por eso de desplegarse como nubes en el cielo. Se pregunta el cineasta por lo que su padre, que fue marino, pensaría sobre los excompañeros de armas que participaron en el golpe y la dictadura que no le tocó vivir. Cuenta, además, que hubo dos almirantes en su familia, y este vínculo con las fuerzas armadas lo lleva a recordar a los militares asesinados por órdenes de Pinochet, como el general Carlos Prats, que fue comandante del Ejército, ministro de Defensa y vicepresidente en el gobierno de Allende.
La ligereza del vuelo del abejorro y la inmaterialidad de la luz que se filtra en el hogar tienen así como correlato, en Cartas a mis padres muertos, el peso de una historia que los tensa, los dobla y los quiebra, síntoma de una sensibilidad recurrente en el cine latinoamericano. Es una oscuridad que se abre en la claridad solar, y en ella relampaguean fragmentos dispersos que iluminan un pasado que interrumpe la aparente placidez del presente y nos interpela. Con humor nos lo hace sentir también la voz del cineasta al dejarnos una y otra vez sorpresivamente como en el aire, con palabras que quedan sin completar.
Si en una película como esta no nos estremece el asombro de los encuentros con lo que llamamos “el más allá”, y es lo que de realismo mágico tiene, sí lo hacen los reclamos de este pasado. Atraviesan la cotidianidad como un escalofrío. Es la dura manera como la libertad del juego nos ayuda aquí a entender, afrontar y hacernos cargo de que memoria no nos puede dejar vivir con tranquilidad, lo que llevó al Agüero de esta película lúdica a jugársela también, en plena dictadura, haciendo un documental sobre un hecho que demostró la existencia real de los desaparecidos y por qué los asesinaron.
Pero no por quebrarse la libertad y el juego dejan de afirmar aquí la belleza y la placidez de la vida que esa memoria perfora, en vez de postergarlas con el compromiso de la lucha por la paz superior del futuro. ¿Acaso sería sensato quebrar las nubes para tratar de ordenar sus pedazos? Es el profundo valor de esta película de campesinos asesinados, pero también de recuerdos que cobran forma como en el aire, de gatos, un abejorro, flores, familia y sol en un patio.
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