Lengua muerta y Filme sem querer

 

Por Pablo Gamba 

Lengua muerta (Chile, 2025), de José Jiménez, recibió una mención especial en la competencia Flash de cortometrajes del FID, donde se presentó por primera vez. En la misma sección del festival de Marsella se estrenó en competencia Filme sem querer (Brasil, 2025), de Lincoln Péricles “LK”, sobre cuyo corto anterior, Meu amigo Pedro mixtape (Brasil, 2024), que fue premiado en el Festival de Valdivia, escribí en una nota de Los Experimentos

En la película de Jiménez, su cuarto cortometraje desde 2009, encontramos el tópico de la materialidad del soporte fílmico como correlato de estados emocionales y de la memoria. Es una característica que distingue este documental de su referencia aparentemente más inmediata por lo que al trabajo con 16 mm en blanco y negro respecta, Al amparo del cielo (Chile, 2021), de Diego Acosta. La dominante aquí es la atmósfera que expresa sensorialmente la psicología del protagonista, Ricardo Rifo, no el paisaje, como en esa otra película chilena. En tanto muestra el deterioro causado por el monocultivo forestal y es refugio de un personaje destruido por los hechos en los que estuvo involucrado, el paisaje es aquí correlato de su perturbación. 

A los defectos del soporte, el valor dramático del grano, los contrastes del blanco y negro en condiciones de poca luz, y un uso comedido de la doble exposición se añade el registro del testimonio en llamadas telefónicas. Le da a la voz una textura que puede asociarse con distancias espaciales y temporales, como si Rifo viviera en otro tiempo y otro mundo, y tratara de comunicarse desde allá. 

El distanciamiento que también se asocia con el blanco y negro, sobre todo en formatos fílmicos, remarca esto con referencia a los detalles reveladores de que Rifo vive marginado de la vida social, en la miseria, en el refugio que encuentra en la playa y el bosque con la compañía de sus perros. Hay incluso un plano en el que se interna y desaparece en la espesura de su mundo, como si el trabajo eventual de podador que allí desempeña fuese una metáfora de aquel otro, más duro y doloroso, que es la reconstrucción de la memoria. 

La que Rifo puede contar es una historia tan rota como él sobre su relación de trabajo con una mujer que recuerda con precisión por su nombre y apellido, Ingrid Olderöck, así como que alguien la hirió de bala, pero entre huellas sensoriales borrosas como los del olor de perros y también de personas. El cine chileno recordó recientemente en otra película a esta siniestra mujer: el corto de animación que fue nominado al Oscar Bestia (2021), de Hugo Covarrubias. 

El retrato de Rifo como en un espejo astillado y su relato resultan fascinantes por la potencialidad polisémica que activa su sensorialidad y la participación que exigen del espectador o espectadora para completar sus lagunas. Por eso hay que preguntarse por la función del texto que al final revela una información clave: la identificación de Olderöck como una de las más feroces torturadoras de la dictadura de Augusto Pinochet, y los datos de que Rifo trabajó para ella entre 1980 y 1983, y cuarenta años después, en 2023, con una declaración ante la justicia abrió una investigación que incluyó excavaciones en el patio de la casa de la exagente de la DINA para buscar evidencias de sus crímenes. ¿Se trata, acaso, de aportar finalmente a su testimonio quebrado la coherencia y claridad de las que carece para iluminar la oscuridad del pasado? 

La respuesta es no, y es lo que confronta esta película con las que hacen uso del testimonio de esa otra manera, convencional. No hay nada en la información que se revela al final que exprese lo que consigue el cineasta con los recursos fílmicos que utiliza para crear la atmósfera de Lengua muerta. Los sentidos operan en esta película como activadores de una memoria del espectador o espectadora que quizás no está menos astillada que la de Rifo, aunque no se dé cuenta. 

Así como el protagonista va encontrando trabajosamente la capacidad de hablar de lo que sucedió, los detalles que pudieron resultar inquietantes para quien ve el cortometraje, por su poder evocador de la propia memoria y la dificultad de identificarlos con claridad, pueden revelarse, con la ayuda de la información final, como las partes del iceberg bajo las cuales se esconde lo más oscuro y siniestro del pasado, lo que los recuerdos apenas consiguen bordear. Puede ser, así, una experiencia de descubrimiento de que se está, con relación a ese tiempo, en una situación de marginación traumática análoga a la que en el personaje de Rifo se hace visible en espacio social del presente. Este es, para mí, el mayor valor del corto de José Jiménez.


En Filme sem querer pasamos a otro orden de problemas, de la actualidad y de los jóvenes de los márgenes de las grandes ciudades de Brasil, población de la que son parte Lincoln Péricles y el colectivo del barrio de Capão Redondo del que es parte. Hay un plano del paisaje de São Paulo visto desde allí y que expresa la inversión de la relación centro-periferia que plantea este cine. 

Al igual que en Meu amigo Pedro mixtape, esta película es un gesto que responde al paternalismo fraudulento de las políticas sociales extensivas a la cultura. Tres jóvenes del barrio tratan en la historia de ganar una beca para cineastas comunitarios otorgada por una productora que se presenta como una de tantas ONG humanitarias que hay, en el marco de las ayudas sociales para afrontar la pandemia del covid-19. El “sin querer” del título en portugués se refiere a la pieza que les hacen grabar elogiando iniciativas como esa. 

La segunda parte recupera con lucidez y picardía las prácticas del cinéma vérité por lo que respecta al protagonismo de los personajes. Viendo el material que grabaron contra su voluntad, como dice el título, se valen del hecho de que las medidas sanitarias obligaban a usar tapabocas que esconden el movimiento de los labios para divertirse inventando respuestas “dobladas”, basadas en otros estereotipos sociales acerca de los jóvenes como ellos. 

Después hay un debate entre los chicos, en los que expresan sus ideas sobre el cine como arte y lo que puede tener de proyecto realista de vida para ellos. No deja de recordar esto a Crónica de un verano (1961), de Jean Rouch y Edgar Morin, y al homenajeado en la dedicatoria, el gran cineasta de la periferia de Brasilia, Adirley Queirós. Pero lo que realmente contesta la estafa es aquí lo performativo, el gesto de hacer un corto de respuesta desafiante al paternalismo, lo que es una forma de ir de la crítica social al tipo de acción que por sí misma es película. En esto Filme sem querrer me hace recordar también Agarrando pueblo (1977), de Luis Ospina y Carlos Mayolo.

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