El vocho del averno, Un rostro, Levantamuertos y otros cortos de Macabro

 

Por Francisco Tinajero 

En la recién culminada edición 24 del Festival Internacional de Cine de Horror de la Ciudad de México “Macabro”, la producción nacional tuvo un lugar preponderante al contar con más de cuatro decenas de películas. Entre ellas se hallaron propuestas innovadoras a nivel técnico, reinvenciones genéricas, reapropiaciones de relatos míticos y otras tantas que fungen en el papel de problematizaciones ‒a través de la ironía en muchas ocasiones, fiel a nuestra tradición cómica‒ de las circunstancias socioeconómicas mundiales y mexicanas. 

Este abanico de perspectivas y formas lo pudimos constatar en los programas especiales de cortometrajes mexicanos, ya que, como resultado de la naturaleza del formato, permitieron mostrar la amplitud de preocupaciones y motivaciones en los cineastas jóvenes del país. Llama la atención en estos que casi todos fueron dirigidos ‒y en ocasiones producidos‒ por cineastas hombres, salvo algunas excepciones puntuales. Dada la cantidad de películas que contuvieron los programas, en Los Experimentos tomamos la decisión de abordarlos en dos notas diferentes para no excluir ningún filme y poder tratarlos con mayor profundidad. 

La exhibición, nocturna como debe ser para un festival de esta índole, abrió con El vocho del averno (2024), de Gerardo Oñate, uno de los estrenos más esperados en su categoría, puesto que desde su cartel y temática prometía una mezcla bastante conocida para el espectador contemporáneo de este género, pero también para quienes la hibridación terror-comedia ha sido parte de su formación humana. Esto es, para los mexicanos en general a quienes desde la educación básica se nos enseña a burlarnos de la muerte y los espíritus malignos a través del arte, en particular por medio de la poesía, con las calaveritas literarias. Así, aunque conocido el procedimiento, El vocho del averno no decepcionó. A pesar de que la historia se remonta a uno de los relatos fundacionales de Occidente, Oñate consigue innovar lo fáustico mediante la presentación de un taxista mefistofélico ‒interpretado por el director‒ que se encarga de recoger pasajeros en las calles desérticas de la Ciudad de México para luego ofrecerles conducirlos a “El Averno”, un restaurante-bar “muy familiar”, como dice el diablo, donde podrán ver saciadas las necesidades que el mundo real les ha negado. 

Luego de unos tragos y un baile con el personal del establecimiento, Mefisto cumbiachero ‒rasgo no menor, porque la película se originó de una cumbia, según Oñate, además de que a lo largo de la obra suena y vocaliza los pensamientos del demonio‒ los hace firmar la cuenta, donde figura 666 como cantidad a pagar. Ahora, presos en forma de muñecos funko pop, deben acompañar al diablo en sus viajes por la ciudad. No obstante, él también tiene que afrontar las problemáticas del México contemporáneo: está obligado a dejar de conducir su antiguo vocho verde con blanco y pasar ahora a ser conductor de Uber. En este sentido, Oñate funde dos estéticas en disputa dentro del campo visual mexicano actual: lo vintage ochentero-noventero y lo neón de la era TikTok. Además, El vocho del averno presenta algunas de las cuestiones a las que nos enfrentamos no pocos hombres de las generaciones millennial y centennial: precarización laboral, masculinidades en reconfiguración y conflictos en las relaciones de pareja.

 
El vocho del averno (Gerardo Oñate, dir., 2024). 

A esta ágil y divertida cinta le siguió una no menos hilarante, pero sí más pausada: Un rostro (2025), de Natalia Plascencia. En medio de la calle Madero, en el centro de la Ciudad de México, una mujer joven (María Castellá) transita entre las miles de personas que se detienen a comprar tacos de canasta, recibir tarjetas de restaurantes y estudios de tatuaje o alguna otra actividad que impide caminar fluidamente, con el rostro cubierto. Se dirige a lo que parece una clínica “patito” ‒instituciones de muy bajos estándares profesionales, en la mayoría de las ocasiones laboran al margen de la legalidad‒ para realizarse una cirugía de nariz. ¿Hay algo que dé más terror que una intervención quirúrgica en un lugar que no cuenta con los permisos necesarios? Quizá sí, pero esto sí que nos atemoriza, valga recordar aquel relato de Cortázar “Instrucciones-ejemplos sobre la forma de tener miedo” (1962) o el cortometraje Clinic (1993) de Alexander Bubnov, en los que los médicos son figuras monstruosas que actúan incluso sin el consentimiento del paciente. Esto ocurre en el filme de Plascencia y evidencia la absurdidad burócrata propia del sistema de salud que desde hace años se encuentra en crisis permanente. 

Filmado en prácticamente una sola locación, Un rostro presenta una puesta en escena sobreestilizada en la que destacan las paredes del inmueble en un pulcrísimo azul cielo y el maquillaje de la enfermera-cirujana atiborrado de rosa mexicano en los labios y en las uñas. Este es el medio a través del cual la directora plantea su crítica, puesto que, ante las demandas de las industrias culturales que aún permean los cuerpos femeninos y los orillan a operaciones estéticas como la bichectomia, la rinoplastia o la colocación de implantes en diversas zonas, Plascencia ofrece una película plástica que indica los peligros y sinrazones de estas exigencias que lucran con la incomodidad cotidiana del cuerpo y que, en muchos casos, terminan como la imagen final del cortometraje: con un rostro violentado y, por ende, extraño a su dueña. 

Este mix agridulce entre terror, comedia y sátira social concluyó con Levantamuertos (2024), de José Eduardo Castilla Ponce. Con una estética kitsch, tematiza las circunstancias de precariedad a la que la población masculina de la capital nos enfrentamos: Chuy “Mongolito” (David Illescas) es un embalsamador que encuentra mayor riqueza en guardar para el empeño los objetos de valor de sus clientes que en su labor de maquillar y alistar a los difuntos, además de que tiene el don de poder hablar con los muertos con tal sólo levantarles los párpados. Trabaja de manera despreocupada mientras escucha cumbias y come sopas instantáneas hasta que se encuentra con Kevin (Vitter Leija), un amigo de la adolescencia con quien platica sobre las experiencias del pasado. Le cuenta las circunstancias que lo llevaron a su muerte prematura y le pide a “Mongolito” que “lo aliviane con un paro”, llevarlo ‒a su cadáver‒ con su hija para que pueda verla por última vez. 

Si bien es cierto que el filme de Castilla Ponce aborda lo precario como rasgo central en la vida y muerte de las juventudes masculinas, Levantamuertos roza peligrosamente con concepciones clasistas, puesto que la obra trata de forma banal un tema tan complejo como este y encuentra en los escenarios cómicos un lugar cómodo, mas no subversivo. Es importante mencionar que esta fue una de las películas que causó más risas entre los asistentes, lo cual nos genera ciertas interrogantes que se adhieren a la conversación en torno a la exotización de la pobreza, una cuestión que está en el centro del debate sociocultural contemporáneo mexicano producto del trend de TikTok “Ojitos mentirosos”, un espacio que ha servido para denunciar las condiciones de precariedad de muchas poblaciones jóvenes, pero que también ha dado lugar a la pornomiseria. La toma de posición al respecto en Levantamuertos queda un poco difusa y en su lugar da cabida a expresiones más o menos sutiles de lo que en México llamamos “carnalismo”. Es decir, que Chuy y Kevin exteriorizan su cariño mutuo por medio de pequeñas acciones en beneficio del otro, como el consejo de Kevin a su amigo de que deje de comer las sopas instantáneas. Este es, de acuerdo con el director, uno de los méritos principales de la película: mostrar la compleja serie de estrategias que usamos los hombres para revelar el amor hacia nuestros amigos más cercanos sin hacer que la masculinidad hegemónica se tambalee.

 
Levantamuertos (José Eduardo Castilla Ponce, dir., 2024).

En cuestión de segundos la exhibición dio un vuelco emocional, pues de este conjunto de cortometrajes siguieron dos manejados en un tono mucho más serio tanto por sus temáticas como por su tratamiento. El primero fue Impronta (2024), de Rafael Martínez-García, un relato de ciencia ficción protagonizado por Alicia (Gabriela Ruíz), una madre que utiliza el dispositivo Impronta ‒una especie de máquina en el tiempo que permite viajar a un momento muy específico del pasado con un límite de tres usos, si se quiere evitar daño cerebral‒ para revivir el día que tuvo el último contacto con su hija desaparecida. En cada ocasión, Alicia encuentra nuevos aspectos que la acercan a la verdad sobre el caso, otro que quedó almacenado en los archivos de la fiscalía, por cierto. 

El cortometraje de Martínez-García es uno en el que se problematiza la memoria y su vínculo con la tecnología, en la que halla un instrumento de acción política en contra del olvido sistematizado por parte del Estado mexicano. Sin embargo, el director también muestra que incluso estas herramientas tienen funciones limitadas porque su actividad, al ser una simulación, se concentra en lo irrealizable. Durante la ronda de preguntas y respuestas, Martínez-García aludió a que su obra surgió de las exigencias políticas de nuestros tiempos y la ineficacia gubernamental para salvaguardar a sus ciudadanos, sobre todo a las madres buscadoras, las que tratan de encontrar a sus hijos desaparecidos. Igualmente comentó que tiene como proyecto retomar la idea de Impronta para realizar un filme antológico en el que las historias ocurran alrededor del dispositivo.

 
Impronta (Rafael Martínez-García, dir., 2024).

El segundo y último cortometraje de la proyección fue Viejo pozo (2024), de Andrés Covarrubias, una cinta concentrada en la relación padre-hija (Enrique Vázquez y Victoria Vara) después de la muerte de la madre (Lariza Juárez). La película fue la más atrevida del primer programa en cuanto a la experimentación con la lógica narrativa, pues conjunta diversos planos temporales (sueño-recuerdo-presente diegético) sin usar algún leitmotiv visual como en Impronta. Lo hace a través del montaje para generar desconcierto en el espectador y poder entrar con mayor facilidad al universo emocional de los personajes, caracterizado por el dolor ante la ausencia materna. Esto es un acierto de Covarrubias, pues como mencionó, es partidario de que el público saque sus propias conclusiones de la obra sin tener que recurrir a elementos efectistas. Esto es cierto a medias, pues una de las primeras imágenes que nos presenta Viejo pozo es un screamer a la vieja usanza hollywoodensa. A pesar de esto, el cineasta sí logra cumplir con su propia agenda estética calificada de tener una pureza pictórica y sonora en la que los planos tanto del interior de la casa, como del extenso patio donde se encuentra el pozo están exentos de sobresaturación de objetos inútiles y en su lugar opta por un minimalismo expresivo.

 
Viejo pozo (Andrés Covarrubias, dir., 2024)

Así concluyó el primer programa especial de cortometrajes mexicanos donde relucieron algunas tendencias y preocupaciones sociofílmicas de la producción nacional. Algunas tuvieron continuidad en el segundo programa, otras permanecieron en su unicidad en esta proyección. En nuestra siguiente nota abordaremos las películas pertenecientes al programa número dos, cuyo rasgo principal fue la variedad en los formatos, que abarcó desde animación hasta no-ficción.

Comentarios

Entradas populares de este blog

Mitopoiesis de Tenochtitlán: ¡Aoquic iez in Mexico! / ¡Ya México no existirá más!

Punku

Películas de Adriana Vila-Guevara en Alchemy Film and Moving Image