Pin de fartie
Por Pablo Gamba
Pin de fartie (Argentina, 2025) es parte del Festival de Nueva York, en la sección Currents. Se estrenó en el Festival de Venecia, en la competencia Horizontes. Es una película de Alejo Moguillansky, uno de los integrantes del colectivo argentino El Pampero Cine. En ella encuentro de nuevo al gran realizador de El escarabajo de oro (Argentina-Dinamarca, 2014), codirigida por Fia-Stina Sandlund, y La vendedora de fósforos (Argentina, 2017), ganadoras de la competencia argentina del BAFICI, lo que incluye su manera de hacer frente al país bajo gobierno del “anarcocapitalista” Javier Milei.
Con relación a este contexto hay que ver la elección del texto con el que se trabaja en esta película, Fin de partida (1957), de Samuel Beckett, como los cuentos de Edgar Alan Poe y Hans Christian Andersen en las otras dos. También la sombría fotografía nocturna de tonos ocres de una de las líneas narrativas que se desarrolla en Argentina y su ambientación en los alrededores de la plaza que está frente al Congreso, en Buenos Aires, vallada por la policía por las manifestaciones. Frente a ella se halla nuestro querido Gaumont, complejo del Estado donde hoy el cine extranjero roba pantallas las películas nacionales, y la indigencia en torno a él, la cual tiene un correlato en los personajes de la pieza del dramaturgo irlandés que viven en tachos de basura.
Aunque en Pin de fartie vemos el despliegue de la policía en la plaza, no están las manifestaciones de los alrededores del Congreso, en particular las de un grupo heroico de jubilados que se resisten al ajuste de las pensiones y que han sido brutal y sistemáticamente reprimidos.
Hay que entender esto igualmente con relación a la pieza de Beckett, que refiere a una dimensión mayor de la crisis, a una época de catástrofe, después de la Segunda Guerra Mundial, porque hoy el mundo parece entrar en tiempos oscuros, de retorno al fascismo.
Una ironía lúcida de Pin de fartie es, en este sentido, la ambientación de otra de las líneas narrativas en Suiza, el país de la paz y el confort por antonomasia, en el que la película se filmó en el marco de una residencia artística, se aclara en los créditos. No es una distancia salvadora. El comentario político más explícito está en una escena que se desarrolla allá, en la que Cleo (Clov en la pieza de Beckett) mira hacia el público con largavistas, como también ocurre en una parte de la obra de teatro, y lee en los labios de una multitud lejana “viva la libertad, carajo”, el eslogan de Milei.
El “vaciamiento” de sentido en la pieza de Beckett se hace extensivo a la película de Moguillansky, sin embargo. Lo trae a colación la cita de uno de los filmes más importantes del nuevo cine argentino, Silvia Prieto (1999), de Martín Rejtman, donde se lo vincula con la circulación mercantil y, por ende, el neoliberalismo. Pero la apropiación de Fin de partida encuentra lugar hoy, sobre todo, por referencia a sus características de drama de la descomposición, señaladas por Adorno, y en particular por la manera como el lenguaje y la acción se desintegran, razón por la que se la califica de “teatro del absurdo”.
A través de Beckett, la película de Moguillansky trasciende el lugar común de las múltiples “crisis” para abrirse a un universo de cuestiones más complejas, que apuntan hacia la dificultad de actuar en consecuencia cuando el lenguaje no puede producir sentidos. Vuelve así, en Pin de fartie, la pregunta incómoda de cineastas como Glauber Rocha o Margot Benacerraf por la acción que no se manifiesta en respuesta a la explotación o el deterioro, y pone en cuestión los sentidos comunes simplificadores, mecanicistas, en particular de izquierda.
Se asoma esta película a un abismo más profundo dentro del abismo social, aunque al segundo problema no ha sido ajeno nunca al cine de El Pampero, en general, ni las películas de Alejo Moguillansky en particular, aún en tiempos “mejores”. Encontramos esto, por ejemplo, en las ironías en torno a la coproducción danesa de El escarabajo de oro. Frente a eso está de nuevo en Pin de fartie el impulso vital de Beckett de seguir adelante a pesar y contra la desolación, de hacer de la risa una voluntad de atravesar el infierno y de que el lenguaje y la puesta en escena sean un nuevo modo de producir imágenes bellas, aun en el absurdo. Es lo que vence toda desesperanza paralizante. El relato en torno a la grabación de las canciones de la banda sonora, con Maxi Prietto en la guitarra y la voz, bajo la dirección y en diálogo con Luciana Acuña, se desarrolla en una oscuridad contraria a la iluminación de comedia, como una metáfora de la voluntad de lo cómico frente a la dificultad para reír.
Volemos a encontrar así en Pin de fartie, con toda su potencia, los juegos con el textos que el título hace explícito, y que se extiende a los géneros dramáticos y cinematográficos; el juego característico del cine contemporáneo con el teatro y, sobre todo, con lo coreográfico, el de los cuerpos en el espacio, patente desde el plano inicial. Se produce una vez más el encuentro del cine con también otras artes, como son la música y la literatura. La misma crisis que parece hacen imposible la comedia propicia estas mixturas a cambio.
Un relámpago de la belleza que esto produce lo encontramos en una escena que interpretan Cleo y Otto (Hamm en la pieza). Es pura nostalgia del musical, de su capacidad de subvertir la lógica del relato con sus números de canto y baile, aunque debilitada, descompuesta, con un crepúsculo enrarecido de fondo. La obra de Beckett es metadramática, y hallamos en Pin de fartie el metacine de Moguillansky, con la ternura que le da a los artificios su semejanza con el juego, con trenes eléctricos y una luna que no es de papel, como la de la canción, pero que no es un engaño si nos hace creer en ella.
Con la musicalidad propia del tema con variaciones, la película parece sostenerse en la abstracción del juego y la forma, otra vertiente característica de la contemporaneidad fílmica. Pero, como vimos, no es lo dominante, sino la tensión con la realidad del mundo y la vida que la atraviesan, y que viene del impulso de hacer cine fuera de los marcos de la normalidad institucional que siempre ha caracterizado a El Pampero. Ahora estas prácticas muestran su poder de respuesta a la monstruosidad en la que se ha convertido Argentina.
La vida atraviesa la ficción en el vallado de la plaza, en los mendigos, en el Gaumont mismo, pero también en la participación de la familia Moguilansky-Acuña, padre, madre e hija, frente a las cámaras. En la ficción lo replica la relación de los personajes de una mujer mayor pianista (Margarita Fernández, que trabajó en La vendedora de fósforos), quizás cercana a la muerte, y su hijo, interpretado por el director. El texto de Beckett se hace un pretexto para encuentros cotidianos de lectura entre ellos, como ocurre con un hombre y una mujer en un departamento de los alrededores del Congreso. Se deslizan así hacia otro amor, que ya no es solo por el teatro y que lleva de vuelta a la cuestión de lo que de interpretación de papeles tiene el vivir y, por ende, de cómo la descomposición del lenguaje y la acción atraviesan también la vida.
Sepan disculpar por las referencias a situaciones reales que no solo han sido y son conocidas en Argentina sino en toda América Latina. Por la recalcitrancia del crítico militante, aunque intento ser honesto cuando el film le plantea buenas preguntas a mi manera de pensar. Se celebrará Pin de fartie en el circuito de festivales internacionales por su adaptación de Beckett, pero yo prefiero llamar la atención sobre que es un film sobre la inadaptación a la realidad necesaria para vivir en un mundo invivible y sobre un arte que está en resistencia, aunque no le lancen gas pimienta como la policía a los jubilados.
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