Conversación con Juan Camilo Moreno
Por Pablo Gamba
Juan Camilo Moreno es un cineasta colombiano que con Junio 25. Andréi Tarkovski, visita a su tumba (Colombia, 2024) participará en la muestra Light Matter Buenos Aires, del festival de cine experimental estadounidense del mismo nombre de Albert, Nueva York, que se presentará el 22 y 23 de noviembre en el Kino CNB, Casa Nacional del Bicentenario, en Argentina.
La película se estrenó en el festival de cortometrajes Bogoshorts de Bogotá y es la primera que Moreno, realizador de otros cortos experimentales, como Teatro eléctrico (Colombia, 2015) o El soplo de la sal (Colombia, 2025), rodó en Super 8, en blanco y negro. La mayor parte de la filmación la hizo en 2018, pero la terminó en 2023 cuando completó y mandó a revelar el segundo rollo, y añadió después los intertítulos, registrados con película de otra marca que no funcionaba bien en su cámara Bolex Super 150, lo que se aprecia en su inestabilidad en la pantalla, pero que se integra al aire Jonas Mekas que tiene el film.
Hay unas partes viradas al magenta que componen un patrón rítmico a lo largo del corto. Su inclusión se debió a la necesidad de resolver el problema de unos planos que habían quedado demasiado oscuro, cuenta Moreno. Son contingencias que no está de más traer a colación porque muestran cómo es la práctica de este tipo de cine, en el que los tiempos de realización son otros y lo que ocurre por accidente no se descarta. Esto también hace al cine parte de la vida.
Moreno ha desarrollado también una carrera en la industria colombiana como montajista. Ha sido segundo asistente de dirección, además, de películas grandes, en el contexto latinoamericano, como Pájaros de verano (Colombia-México y otros países, 2018), por ejemplo, y ha participado en la producción de otras. Es también codirector de Playtime, un cine club fundado en 2012.
El corto que presenta en Light Matter Buenos Aires es exactamente lo que el título indica: la bitácora de un viaje en tren que el cineasta hizo de París a Sainte-Geneviève-des-Bois, localidad cercana, y la visita al cementerio ruso donde está enterrado el realizador de Andréi Rublev (Unión Soviética, 1966) y Stalker (Unión Soviética, 1979), entre otras películas. El estilo característico del diario fílmico apunta hacia Mekas, como dije, por lo que comenzamos preguntándole a Moreno por la posible relación entre el cineasta del underground estadounidense y Tarkovski.
“Le ponen barreras a un arte que debería ser infinito. Esa infinitud se encuentra esencialmente en el cine experimental, y ya sería cosa de la experticia, de la sapiencia, de la inteligencia de las personas poder llevarla del cine experimental al cine de ficción o al documental”
—¿Cuál es el eslabón perdido entre Andréi Tarkovski y Jonas Mekas que tratas de encontrar en esta película?
—El eslabón perdido entre Andréi Tarkovsky y Jonas Mekas es Chris Marker. Sabía que Tarkovski había muerto en Francia por una película de él que se llama Un día en la vida de Andréi Arsenévitch (2000). Varias veces estuvo visitando a Tarkovski en París, cuando estaba enfermo de cáncer. Me gustan mucho Tarkovski y Jonas Mekas, pero la idea de hacer esta película se dio gracias a Chris Marker.
—Esto lo pienso ahora, y no en ese momento, pero el cine de Tarkovski, el de Jonas Mekas y el de Chris Marker, por más que sean muy diferentes, coinciden en su sencillez, su honestidad y su transparencia. Los tres llegan a algo muy claro de diferentes maneras. Tarkovski es más místico y tiene un nivel de producción del gran cine, pero al final llega a algo muy humano, muy esencial, muy misterioso. Jonas Mekas lo hace a través de ese vehículo de vida que es para él el cine, de vivir a través de su cámara y retratar todo. Chris Marker está un poco entre los dos lados. A veces hace un cine muy intelectual, ensayístico, pero tiene otras películas que son absolutamente sencillas, tanto como las de Mekas, solo que no están hechas de la manera del 16 mm. Los tres gravitan en torno a lo mismo, y creo que ese es el eslabón perdido.
—Sería también el encuentro de las tres formas emblemáticas respectivas: la ficción de Tarkovski, el diario de Mekas y el ensayo de Marker.
—Tal vez, en este sentido, estaba más cerca del espíritu de Mekas. Tampoco es una cosa que tuviera presente, pero es tratar de acercar el cine al vivir la experiencia física, humana, que es desplazarse de un punto a otro; de hacer una visita, un viaje completamente nuevo y una experiencia de revelación a través de la cámara. Tratar de acercar el cine a algo completamente cotidiano, y poder ir registrando lo que sentía, lo que me llamaba la atención, la luz, el movimiento, a través de mi cámara, de una manera absolutamente intuitiva. Intuitiva casi hasta el punto de, sin pensar mayor cosa, disparar en el momento que me parecía oportuno y tratar de cuidar el foco. Ahí creo que va mucho más cerca de Mekas, del cine como un vehículo de vida, de expresión cotidiana, un diario casi poético, sin ninguna finalidad más allá de buscar la belleza y captar lo que veo en ese instante.
—Dices “diario”, pero te refieres también a la película como una “bitácora”. ¿Estableces una distinción entre ambas cosas?
—El diario se podría extender en un corpus más grande. La bitácora podría quedarse en un solo día, en un solo momento. Por eso también el título. Si no tuviera ese título, no se sabría qué es. Desde el título quería que estuviera muy claro que la película es eso. De no ser así, podrías quedar completamente perdido. Por eso creo que es una bitácora, porque se refiere a un día, y ya. No se extiende a más días o a un corpus de más películas.
—Me llamó mucho la atención el poema de Arseni Tarkovski, el padre del cineasta, que reproduces en los intertítulos. Es un poema alegre, de la primavera, creo, y la película es sobre la tumba de su hijo.
—Cuando vi el material completo, me gustó mucho, pero sentía que a la película le hacía falta una voz, algo que pudiera cerrar o enmarcar todo a través de alguna otra idea, de alguna otra forma.
—¿Por qué no tu propia voz?
—Sentí que yo ya había hecho lo que tenía que hacer. También sabía que las bases de Tarkovski venían mucho de la poesía de su papá. Entonces, me puse a buscar poemas de Arseni Tarkovski y di con este, que es el más sencillo de todos los que leí. Era ese, no tenía que buscar más. Ahí estaba lo que yo sentí: un día blanco, ver las rosas, las flores, la tumba de mi padre… ¡Qué día tan feliz! Era lo que yo sentí ese día, que hice un viaje solo, por un lugar que no conocía, y estaba muy contento. Había que tomar el tren desde París hasta un pueblo, a una hora, y desde el pueblo, caminar otra hora. ¿Qué puede haber más sencillo que eso? El poema representa eso.
—¿Qué crees que podría decir Tarkovski de ese poema alegre sobre la visita a su tumba?
—Creo que le encantaría. Tarkovski decía que a las personas se les ha olvidado el valor de la soledad, de compartir con la naturaleza y poder encontrar una comunión entre esos dos elementos.
—La labor del cineasta experimental, y del cineasta que trabaja en formatos análogos, es muy solitaria. Es una labor muy noble con muchos miedos alrededor, por lo menos en mi caso. No todo el mundo aprecia estas películas, no a todos les gustan. A fin de cuentas, son unas obras tan sencillas y sin tanto parapeto, tanta artificialidad, sin tanta manipulación…
—La gente espera del cine cosas más grandes, más complejas, y los que podrían apreciar esto y sacarle una esencia, algo bello, no es todo el mundo. Tarkovski tuvo la sensibilidad para partir de cosas muy pequeñas para dar a luz algo que vale la pena, así que creo que le habría gustado.
—Ritmo. Hay algo importante en esta película con el ritmo, que es sin música, aunque has trabajado también ritmos con música. El color, en cambio, se hace parte de eso, en las partes viradas al magenta. Háblame un poco del ritmo.
—El ritmo me lo dio un poco el formato. Tenía dos cartuchos y el viaje que hice duró, en total, unas tres horas. Entonces, tenía que tener claro que no podía estar disparando como un loco porque, cuando llegara a la tumba, me iba a quedar sin película. Por otro lado, también fue muy inspirador Jonas Mekas, en el sentido de que el ritmo y el movimiento también se traducen en emoción. Lo que quise fue un poco liberarme. Dado que no soy dado a otro tipo de artes, tal vez un poco a la música, pero es otra cosa, quise también liberarme en el sentido de filmar en el tiempo lo que mi cuerpo y mi ojo fueran sintiendo.
—Me gusta mucho la música. Pero, cuando vi la película, llegué a la conclusión de que no quería usar ningún sonido, porque entendí que lo que había hecho, o lo que intuitivamente había querido hacer, es una obra muy musical, algo que se pudiera ver como una canción con el ritmo que mencionas, pero sin música. Si tuviera una música, un sonido, eso le quitaría el ritmo musical que ya tiene.
—Es algo que me parece muy bacano de las películas análogas, del Super 8 o el 16 mm, y es que las ves y sientes que así fue que se filmaron. Eso traduce la emoción o la vitalidad del momento en que fueron hechas. Hay ahí un ritmo interno, latente, esencial, que se traduce en esos cortes rápidos, vertiginosos, pero que vienen de ahí. Pero también vienen dados por el formato.
—Si yo hubiera tenido tres cartuchos, tal vez la cosa hubiera sido completamente diferente, o si hubiera tenido una Handycam digital. Eso me parece muy interesante, esas limitaciones que uno termina teniendo, dependiendo de las cámaras y de lo que quieras hacer. Finalmente es cuestión de divertirse, de sacarle el jugo y de soyarse [arrebatarse], y ver cómo resuelves las cosas con las herramientas que tienes.
—Lo interesante es que a ese ritmo del cuerpo y la improvisación se le añadió otro, en un segundo tiempo, en el uso del color.
—Fui agregando capas de color. Al principio agregué muchas, y después lo que hice fue limpiar y quedarme con las esenciales, pensando en que, cuando salieran los planos en color, de verdad fueran momentos claves. Si hubieran sido muchos, sería como “ah, volvió al rojo”. Ni siquiera momentos claves, sino en los que se pudiera en verdad ver y sentir. Así se fue repitiendo a lo largo, sin ser tampoco tantas veces.
—Sentir el momento rojo…
—Sí, sentir que hacía falta, como en un arreglo musical. Se hacen las canciones, y tienen su melodía, su ritmo, su bajo, sus dos guitarras, etcétera, pero después llega el arreglista y les da unos toquecitos que ayudan mucho a la canción y que, cuando te pones los audífonos, cierras los ojos y escuchas, te das cuenta de qué delicadamente están puestos allí, qué cuidadosamente están. Es como si hubiesen sido puestos con mucho cuidado esos colores.
—¿Por qué Super 8?
—Yo estudié cine en una muy mala academia, en Bogotá. En esa academia la gente nunca estuvo interesada en el cine experimental, y tengo que reconocer que a mí el trabajo de Jonas Mekas y Stan Brakhage, cuando los estudié en la universidad, me voló la cabeza. Me fascinaron no solo por su expresividad y por su independencia, sino también por su anarquía frente al resto de los sistemas tradicionales de hacer cine.
—A mí me gusta mucho el cine de ficción. Trabajo en ese cine para ganarme la vida, pero el cine experimental me parece una de las expresiones más puras y verdaderas que puede haber, por encima, incluso, de muchas expresiones independientes de ficción o documental.
—El cine Super 8 siempre fue un ideal. Siempre quise tener una cámara de esas, con la cual experimentar ese formato, esas limitantes y, al mismo tiempo, esas posibilidades de llegar a otro tipo de imágenes, a otro tipo de cortes, a otro tipo de ritmos diferentes. Había hecho un par de películas experimentales en digital, en las que, igual, desde el montaje trataba de emular un poco esa vertiginosidad, pero no era lo mismo. Pero soy un cineasta que piensa que hay que experimentarlo todo, no de los que creen que el cine experimental solamente es análogo o Super 8 o 16 mm. También me encanta el digital, y filmo con lo que puedo filmar. Pero, en este caso, el Super 8 me pareció interesante porque me encerraba en esa dinámica del querer hacer una película con ese ritmo, con esos cortes, que me obligue cuando filme, cuando dispare, a tratar de buscar el mejor plano, el mejor foco, la mejor luz, el mejor momento. Eso es lo que me llevó al Super 8.
—Además, era la primera vez que filmaba en ese formato, así que era como un viaje de revelación hacerlo y filmarlo enfrentándome a un nuevo dispositivo, una nueva cámara, una cosa que yo no conocía. Ahí se iba a revelar algo completamente nuevo para mí.
—Has trabajado en películas grandes. ¿Cómo se inserta tu práctica experimental en eso?
—Ha estado desde el principio, desde que descubrí las películas de Jonas Mekas y Stan Brakhage, cuando yo estudiaba. Siempre he tenido esta doble cara de trabajar en cosas de ese tipo y en casa, en silencio, hacer este tipo de cosas. Las personas con las que trabajo vienen del cine más de ficción, más industrial o más independiente y festivalero, etcétera.
—A mí me interesan todos los mundos del cine. Es demasiado grande y demasiado maravilloso y, lamentablemente, tiene demasiadas limitaciones desde la Academia, desde la industria, desde el trabajo, los presupuestos, lo que impone el sistema. Le ponen barreras a un arte que debería ser infinito. Esa infinitud se encuentra esencialmente en el cine experimental, y ya sería cosa de la experticia, de la sapiencia, de la inteligencia de las personas poder llevarla del cine experimental al cine de ficción, si es lo que te interesa, o al documental, si te interesa eso otro.
—En lo experimental está la base del cine mismo. El cine nació como un experimento que se fue gestando durante siglos de tratar de captar la imagen en movimiento, hasta que los hermanos Lumière, finalmente, llegaron a dar con el chiste de la manera más precisa. Son absolutamente vanguardistas, y esa idea de la vanguardia debería estar siempre inmersa, así estés tratando de hacer una película de ficción de lo más canónica.
—Tienes otra faceta, que es la de cineclubista. ¿Cómo se combina, también, con tu actividad como cineasta?
—Llevo el cine club con un amigo, Leandro Hernández. Nos interesó el cine de ficción, películas que tenían algo que empujaba más allá del canon o los límites, y, por otro lado, el cine experimental. Siempre tratamos de hacer un binomio entre una cosa y la otra. Como en el cine experimental la mayoría de las veces los formatos son más cortos, eso nos llevó a tener funciones de cine de ficción en formatos cortos, y por mucho tiempo nos especializamos más en cortometrajes. Pasábamos, por ejemplo, todos los cortos de Roman Polanski o los de las vanguardias de los inicios del cine, el dadaísmo, el surrealismo.
—También hemos tratado de llevar el mundo análogo al cine club, haciendo proyecciones en Super 8, en 16 mm, incluso muchas veces sin ninguna funcionalidad más allá de armar un espacio, poner dos proyectores y jugar con ellos mientras hay gente que está poniendo música y tomando cerveza. Es un espacio mucho más libre, donde no hay que sentarse a ver una obra de comienzo a fin, un espacio en el que pueden estar sucediendo más cosas.
—El experimental también ha tenido que ver con mi trabajo cinematográfico porque siempre se trata del cine, de mis gustos cinematográficos o material que agarro de otras películas y lo reedito, armo algo, por el espectáculo, lo falso o lo verdadero o la simple fascinación de la imagen en movimiento. Esta película que nos reúne hoy tiene que ver con el cine mismo. Todo es el resultado de una fascinación por las películas, y el cine club ha sido el hervidero y el lugar más especial donde podemos proyectar las películas que amamos, y que nos inspiraron para hacer nuestras películas.
—¿Qué me puedes contar del panorama del experimental en Colombia? ¿Hay cineastas que consideras que deberíamos estar viendo fuera de tu país?
—Hay un cineasta colombiano que trabaja en Canadá y se llama Pablo Álvarez-Mesa. Su trabajo me parece absolutamente notable. Se pregunta por muchas cuestiones históricas que acá, en Colombia, pareciera que no importaran en medio de tanta guerra, de tantas cosas, de tanto resentimiento y tanta tristeza en torno a lo que sucede en el país, y lo que ha sucedido. Pareciera que preguntarse por Simón Bolívar o la Independencia ya no tienen ningún sentido, que los temas actuales son los que atraviesan más el por qué de las cosas aunque, si vemos más para atrás, encontramos muchas más preguntas para hacerse, y algunas respuestas se pueden encontrar. Este cineasta me parece muy bacano.
Por email, Moreno agregó otras referencias, después de nuestra conversación:
“Camilo Restrepo: Me encanta lo político, arriesgado y punkero de su obra, además de ser un cineasta muy cuidado y laborioso en sus formas. Creería que, con Pablo Álvarez, es el cineasta experimental que más me interesa, si no el que más. ¿Por qué ambos trabajan fuera de Colombia? Seguramente por la facilidad de las herramientas, y la verdadera atención y posibilidades de financiación que tienen sus trabajos.
“Chris Gude: Un cineasta gringo que ha filmado tres largos en Colombia y Venezuela, películas como viajes, muy sensoriales, desafiando la ficción.
“Jorge Aldana: Su película Pepos (Colombia, 1983) fue un mito por muchísimo tiempo, hasta que hace poco se restauró y ahora puede verse más seguido [escribimos sobre ella en Los Experimentos]. La vanguardia y el rock en medio del desaliento, y la frialdad y desesperanza bogotana. Su uso de la música podría acercarlo a Kenneth Anger, un Kenneth Anger político desde otra mirada, en los Andes.
“Carlos Santa: Otro clásico de la animación colombiana, muy bueno.
“Juan Soto: Con su película Parábola del retorno (Colombia, 2016) crea un ensayo político y de memoria muy importante para el cine colombiano. Creo que nuestra cinematografía debería explorar más estas formas personales.
“Gersson Tamayo: Un eslabón perdido. Un Chris Marker en potencia. Un creador de heterónimos y de personajes fantasiosos. Amigo mío, ¿dónde se ven sus películas?
“Soñar una serpiente (Colombia, 2025): Quizás supiste de este corto por la última edición de Cinemancia, hecho por Maria Carolina Ardila y Liliana Correa. Un experimento, un juego, que termina en una película sensual, física y evocadora.
“Cineastas que creo que valen la pena, pero de las que no (o casi no) he visto sus obras:
“La Vulcanizadora [María Rojas y Andrés Jurado]: Bienvenidos conquistadores interplanetarios y del espacio sideral (Colombia-Portugal, 2024) me gustó mucho. Sé que tienen un puñado de más cortos experimentales, pero no los he podido ver.
“Bibiana Rojas y Cecilia Traslaviña: Aún no la he podido ver.
Laura Dávila Argoty: Aún no la he podido ver”.
—El cine experimental está moviéndose en Colombia. Sin embargo, siento que el país todavía no ha aprendido a apreciarlo o darle el espacio que se merece. Lo que el Estado financia, lo que es el “cine colombiano”, entre comillas, está muy marcado por temas coyunturales, como la reconciliación, el proceso de paz, lo que sucede en las regiones rurales, y los temas LGBTIQ+. Son temas realmente importantes, pero a veces lo que llamamos “cine colombiano” se limita a ese tipo de cosas.
—Hacen falta también más espacios que unan a las personas. Es muy difícil conocernos entre los cineastas experimentales. Cada uno es como un eslabón perdido en su casa, en su mesa de montaje, en su Premiere, en su cámara. Sé que hay muchos que están haciendo cosas, pero no hay lugares para conocer a los cineastas, intercambiar películas o compartir muestras, como Light Matter o Infinito Super 8, en Buenos Aires. Eso hace falta para que el cine experimental pueda tener mucho más peso.
—¿El festival de cine experimental Cineautopsia no cumple esa función en Bogotá?
—Me parece que Cineautopsia es muy chévere. He pasado un par de películas ahí, otras películas. Últimamente no he podido asistir mucho por cuestiones laborales. Este año fui a un par de funciones. Pero los festivales muy pequeños, de muy poca gente y con pocos recursos se proponen cubrir demasiado. Creo que hay que abarcar un poco menos y hacerlo con más cuidado. También deberían hacer proyecciones en otros espacios, que no sea solamente la Cinemateca de Bogotá, que es un lugar maravilloso pero no donde la gente se puede quedar, después, compartiendo. ¿Por qué no se hace en un cine club, donde la gente se pueda quedar después de las funciones y conocerse un poco más?
—También hace falta algo más constante. Si es una función de una película una vez al año en el festival y no pudiste ir, te la perdiste, y ya. Los cine clubes son como festivales constantes, que no paran.
—Eso es lo que pienso, también queriéndolos mucho. Como de te dije, mis películas se han pasado allí, y ha sido algo maravilloso.






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