Las películas del nuevo cine venezolano 1: el país imaginado

 

Por Pablo Gamba 

Sobre el nuevo cine venezolano (1973-1979) pesa el estigma señalado por Alfonso Molina en Panorama histórico del cine en Venezuela: “películas de putas, guerrilleros y ladrones”. La crítica sigue sin rescatar estos filmes, salvo por excepciones como Soy y delincuente (1976), de Clemente de la Cerda, que en su momento recibió una mención especial en el Festival de Locarno y que llama la atención como precursora del que Christian León denomina “cine de la marginalidad”. Paulo Antonio Paranaguá destaca El pez que fuma (1977) en el contexto de la recuperación del melodrama clásico por dos cineastas latinoamericanos de los setenta, Román Chalbaud, director de esa película, y Arturo Ripstein. No hay mucho más. Los que para mí son los mejores realizadores del nuevo cine venezolano, Alfredo Lugo y Luis Armando Roche, siguen siendo casi del todo desconocidos en el país y el exterior. 

Describí en un ensayo anterior el nuevo cine venezolano como “de características industriales”, expresión que también tomo de Alfonso Molina. Fue un cine realizado por cineastas independientes que se identificaron como “autores productores”. También una expresión de disidencia de la menguante izquierda cultural de los sesenta, los años de la lucha armada en Venezuela, lo que se vincula con su legitimación como espacio conquistado para la libertad de expresión y como industria. 

El crítico Jesús María Aguirre infiere que estas películas encontraron espectadores entre los que habían participado en los movimientos políticos y contraculturales juveniles de la época. Un ejemplo sería la Renovación Universitaria, sofocada con intervenciones militares en 1969. Es una conclusión que comparto, y a la que agrego que probablemente ese público gustaba del cine político espectacular europeo, como lo llamó la crítica venezolana Ambretta Marrosu. Fue el modelo de Mauricio Walerstein en Cuando quiero llorar no lloro (1973) y Crónica de un subversivo latinoamericano (1975), y de Chalbaud en La quema de judas (1974). 

Toca ahora concentrarse en las películas, en la representación que hicieron de Venezuela. Indagaremos en los dispositivos que pudieron haber hecho que un público como el descrito reconociera el representado como su país, tal como lo entendían, en cómo este cine pudo apoyarse en una complicidad, en vivencias nacionales y generacionales, y opiniones compartidas por una parte importante de su público, y esa pudo ser la clave de su éxito inicial. Son aspectos que no se pueden descartar si se quiere entender qué es un cine nacional. 

El desajuste estructural 

Hay una aspiración a representar la realidad social del país en su conjunto que hallamos muy claramente desde el comienzo del nuevo cine venezolano en Cuando quiero llorar no lloro (1973). Una debilidad de la novela de Miguel Otero Silva, señalada por el escritor y crítico literario Orlando Araujo, se trasladó a la adaptación de Román Chalbaud y Walerstein, y contagió al cine nacional, algo más propio de la sociología o la economía que de la literatura. Se trata del intento de representar el “desajuste estructural de toda la sociedad venezolana”, según Araujo. 

Si, de acuerdo con la tesis del desajuste, los diversos sectores de la economía coexisten con ninguna relación entre sí en un país subdesarrollado, ocurre lo mismo con los estratos socioeconómicos a los que pertenecen, respectivamente, los protagonistas, los tres llamados Victorino: Peralta, Perdomo y Pérez. La novela tiene, en consecuencia, una trama “de hilos paralelos que no forman tejido”, señala Araujo. En ella se alternan capítulos que se identifican con los nombres del respectivo personaje y que relatan sus historias en paralelo. Los tres nacen el 8 de noviembre de 1948, en vísperas del golpe que derrocó a Rómulo Gallegos, el primer presidente elegido por sufragio universal, directo y secreto en Venezuela; mueren el mismo día de 1966 por causa de una violencia que envuelve a la sociedad, entera aunque con expresión diferente en cada clase. En la película se desarrolla la impresión de paralelismo con escenas donde vemos cruces, por azar, de los personajes. 

Esto tiene como correlato una impresión de que el tiempo histórico transcurre sin cambios decisivos en la manera como el pasado es representado mediante fragmentos de noticiero de cine. Refieren hechos sin conexión unos con otros también, relatados sin variación en el tono de la voz del narrador y con un acompañamiento musical uniforme. Se suceden así un acto con el presidente Gallegos en el cuartel militar San Carlos, en Caracas, en compañía de Pérez Jiménez y Carlos Delgado Chalbaud, entre otros oficiales del Ejército; una visita del jefe de Estado al Club de Leones, donde inicia una campaña anticancerosa, y el golpe de Pérez Jiménez, Delgado Chalbaud y Luis Llovera Páez contra Gallegos. En el relato resumido de la vida previa de los protagonistas que sigue hay referencias al régimen cívico-militar, pero la represión solo afecta al padre de Victorino Perdomo. Por lo que respecta a los otros dos personajes principales, la dictadura y su derrocamiento el 23 de enero de 1958 quedan al margen de lo que se cuenta de su vida en la apretada síntesis del comienzo. 

Encontramos lo mismo de otro modo al final. Allí, las imágenes de noticiero retornan para informar sobre el Miss Venezuela. Es un modo irónico de cerrar la representación de la historia, pero interpretarlo así exige complicidad y participación para captarlo, y esa es una primera clave. El espectador tiene que cotejar su propia versión del pasado con lo que argumento sintetiza en el epílogo y que le pide llegar a una conclusión que concuerde con la ironía de que nada cambia en Venezuela. 


Hay un personaje que lucha con las armas por la revolución en la película, Victorino Perdomo, el protagonista de clase media. Muere torturado por la policía después del fracaso de una operación de guerrilla urbana. Pero no hay otra causa en el argumento de su compromiso que el ejemplo del padre comunista, encarcelado por la dictadura de Pérez Jiménez y elegido diputado al Congreso con la democracia. Los espectadores del film, sin embargo, podían llenar este vacío sobre la base de su memoria nacional, generacional o familiar, en particular su conocimiento del proceso que en la década anterior llevó al inicio de la lucha armada, incluyendo el rechazo de dirigentes del PCV, como el padre de Perdomo en la ficción. El guerrillero se dibuja muy borrosamente si no se completa su caracterización con esta otra información. 

A la importancia de esta experiencia directa o indirecta como una necesidad para entender la historia hay que añadir la experiencia con los géneros cinematográficos. Cobra relieve por la decisión de parodiar el melodrama en la historia del “malandro” Victorino Pérez en fuga de la cárcel, en una violenta escena de celos acompañada de música de ópera. Pero para poder entender a este otro personaje hay que considerar también la delincuencia como un problema social, no de seguridad ni únicamente moral, y eso exige la complicidad de los espectadores que piensan así. 

El caso de Victorino Peralta es diferente. En un hipotético contexto de recepción en el que el público de la película tuviera las características referidas y fuera de otra clase, para entender la manera de actuar del personaje burgués lo más probable es que recurrieran al mito hollywoodense del “rebelde sin causa” al que refiere su historia. 

En Cuando quiero llorar no lloro operan también dispositivos del cine político espectacular europeo y del tratamiento espectacular de la violencia en el Hollywood de la época. Los primeros son los que permitirían entender la historia del guerrillero. Los segundos se evidencian en el tiroteo del final de esa historia, filmado con una cámara lenta que refiere a cineastas innovadores en ese contexto, como Sam Peckinpah. 

Hemos de suponer también, por tanto, que los espectadores y espectadoras disfrutaban de este tipo de espectáculo a pesar de su contradicción con la temática en torno a la lucha revolucionaria. Su formación política no se extendía a cuestiones ideológicas de la estética. No consideraban, por ejemplo, los debates de la época en torno a la películas que “tienen un contenido político explícito […], pero no critican efectivamente el sistema ideológico en el que se inscriben porque adoptan su lenguaje y su imaginario sin cuestionarlos”. Un ejemplo era Z (1969), de Costa-Gavras, para Jean-Louis Comolli y Jean Narboni, los citados críticos de los Cahiers du Cinéma

Cuando quiero llorar no lloro parece funcionar principalmente como una pieza de entretenimiento político, y de nostalgia de un pasado en el que se libró una lucha por lo imposible en una sociedad que no cambia y cuyo desajuste no tiene solución. La historia de Victorino Perdomo termina con una manifestación en el cementerio, pero el sepultado no es él sino la guerrilla. Lo que se valida es su recuerdo como una lucha noble y justa, pero incapaz de cambiar el país cuyo desajuste inmodificable produce también personajes de destino trágico por la pobreza que los lleva a la delincuencia, como Victorino Pérez, o “rebeldes sin causa” de la burguesía, como Victorino Peralta. 


El conflicto estructural 

Del desajuste estructural de Cuando quiero llorar no lloro se pasa al conflicto estructural en Soy un delincuente. A diferencia de las capas sociales paralelas sin relación del film de Walerstein, hay una representación de la sociedad que resalta los aspectos contrastantes de riqueza y miseria en la película de Clemente de la Cerda. 

Que un “malandro” sea el héroe lleva a suponer que los espectadores de este film también considerarían la delincuencia como un problema social y no de seguridad. En Soy un delincuente, además, el rechazo de las fórmulas del drama criminal se hace explícito en la escena del fracasado asalto final, en el que muere el delincuente que lo comete junto con el protagonista, pero no este. No opera un destino trágico que permita entender, sobre la base de la convención genérica de las tragedias de Hollywood, el destino de ascenso, caída y muerte del protagonista. No hay nada como un encumbramiento del delincuente comparable al de un gangster; las balas de la policía no lo alcanzan al protagonista sino a su compañero, y esto no sucede sino por azar. Tampoco es un melodrama Soy un delincuente. La miseria no es una injusticia que pueda tener redención ni revancha sino una condición social y existencial. 

Volviendo a los choques que ilustran el conflicto estructural en la película de De la Cerda, los encontramos en la historia, en el enfrentamiento del “malandro” con la violencia superior del Estado, pero también en las imágenes, en su encuadre. El mejor ejemplo son los planos que registran el barrio marginal de veredas de tierra, y ranchos de tablas y techo de zinc, haciéndolo contrastar con el Helicoide, centro comercial que se comenzó a construir en Caracas durante la dictadura de Pérez Jiménez pero fue abandonado sin terminar por la democracia. Se trata de otra fórmula de marcado esquematismo. Pero en eso pudo estar su paradójica eficacia respecto al público: da cabida a conclusiones como el lugar común de asociar la pobreza con la corrupción. Otra referencia que los espectadores de entonces debían manejar respecto a esto es la “Venezuela saudita”, el país súbitamente enriquecido por el boom petrolero de 1973-1974. 

Por lo que respecta al montaje, el mejor logro en materia de desajuste y conflicto estructural es la secuencia que sigue a la muerte del cómplice del “malandro” protagonista, Ramón Antonio Brizuela, en el robo a mano armada mal planificado que fracasa al final. Un gran plano general aéreo de la plaza Altamira, urbanización de gente adinerada en Caracas, tiene como correlato sonoro el relato de lo sucedido en el noticiero de Radio Capital, emisora dirigida a un público de clase media. Después, hay un paneo que muestra una parte de la ciudad en la que predominan los edificios modernos de oficinas y viviendas, y luego un corte a otro paneo que termina en un plano medio, en un barrio marginal, donde se encuentran Brizuela con el Viejo, el delincuente de edad madura que fue autor intelectual del robo. Se escucha allí la misma información del hecho de sangre en Radio Tiempo, una estación popular. 

En estas escenas sucesivas, los estratos sociales se representan la banda sonora tan imposibles de comunicar uno con otro como las frecuencias de radio en el dial. Es un aspecto que los asocia con las clases sociales de Cuando quiero llorar no lloro, pero con la diferencia de que el paralelismo se rompe en el choque violento de los delincuentes con la víctima del robo y las fuerzas del orden, del que resulta una muerte. Sin embargo, en las otras noticias que se escuchan por Radio Tiempo volvemos a percibir el desajuste. El alza del precio de los alimentos, el exceso de barcos que esperan por descargar en el puerto de La Guaira y el monto incalculable de los ingresos petroleros se suceden sin que se establezca conexión entre estos aspectos contrastantes de la realidad nacional. Irónicamente, al final, el locutor dice “ahí van los dos ligaditos”, la riqueza y la miseria, con la fórmula que se empleaba para radiar dos temas musicales, sin interrupción. 

El microcosmos 

El cine de Román Chalbaud se diferencia de filmes como Cuando quiero llorar no lloro y Soy un delincuente por sus fuentes en el melodrama mexicano. Es lo que hace más cinematográfica la representación de la realidad venezolana en El pez que fuma

La cuestión del desajuste estructural reaparece de una manera sutil: en la relación entre el próspero prostíbulo amurallado donde se desarrollan los hechos fundamentales de la historia con el barrio marginal que lo rodea. Pero es el burdel, como microcosmos, el que ha sido visto como una alegoría de la “Venezuela saudita” y aquí también de la democracia. Los chulos Tobías y Dimas son hombres que se suceden en el poder del burdel. Alcanzan esta posición al conquistar su lugar en el lecho de la Garza, la madama del establecimiento cuyo nombre da título a la película. Un diálogo de ella con su hermano sin piernas, Ganzúa, establece una comparación explícita con el régimen: a la prostituta se le ocurre que podría hacerse una campaña y algo parecido a las elecciones en el prostíbulo para escoger al sucesor de Dimas. 


Molina apunta hacia detalles como los sacos a cuadros que usan los personajes y que el presidente Carlos Andrés Pérez puso de moda entonces. Los inmensos autos americanos y los sueños de viajes a Miami y Disney World son referencias al nuevorriquismo de la época y a la corrupción. Los personajes son, según el crítico: “[R]epresentativos de un modelo de sociedad donde el dinero abre todas las puertas [...] [S]eres humanos sin capacidad de comprender la puerilidad de sus vidas pero ansiosos de exigir una falsa grandeza. Chalbaud lo ilustra a través de El muñeco de la ciudad, una canción que pertenece al imaginario colectivo del Caribe y que se fundamenta en la banalidad masculina. Ellos son una extensión del deterioro social”. 

Detalles como los señalados por Molina indican que para entender el argumento de El pez que fuma hace falta conocimiento de la Venezuela de la época y una toma de posición crítica frente lo que ocurría en el país, aunque no frente a la fuente genérica mexicana del melodrama paródico. Esto también sugiere una posible diferencia de edad y de gustos respecto a los jóvenes que disfrutaban de las películas del cine político espectacular o de realizadores del nuevo Hollywood, como Peckinpah, lo que confirma la ubicación de esta película en un momento del nuevo cine venezolano posterior al impulso que inicialmente le dieron los filmes de temática guerrillera. 

Los personajes de El pez que fuma tienen una motivación psicológica construida sobre la base de los tópicos del género. Se ve con claridad cómo funciona esto en Jairo, por ejemplo. Recién salido de la cárcel, donde conoció a Tobías, llega al burdel referido por él para que la Garza le dé trabajo. De acuerdo con las convenciones del melodrama, esto lleva a sospechar que el personaje es instrumento secreto de una venganza tramada por Tobías contra Dimas, que lo desplazó del lecho de la madama y del manejo del burdel, y lo llevó también a la prisión. Pero Jairo, cuando conoce a Dimas, percibe la oportunidad de hacer con él lo mismo que este hizo con su antecesor, por lo que decide traicionar a Tobías y convertirse en la mano derecha del otro hasta que llega el momento propicio para la traición que lo llevará al poder en el prostíbulo, lo que en su caso conlleva desplazar a la Garza. Apelando a la ironía de las metáforas, si Ganzúa habla de elecciones, lo de Jairo es revolución, instauración de un nuevo régimen en el burdel, en lo que encontramos una toma de posición del film sobre este tipo de cambio político y social, que por darse en la esfera del poder es análogo a un golpe de Estado palaciego. Nuevamente encontramos un desencanto irónico de la posibilidad del cambio aquí, como en Cuando quiero llorar no lloro

Poesía de lo delirante 

Las películas de Alfredo Lugo se destacan en el contexto del nuevo cine venezolano por su representación singular de la realidad social y la violencia. El humor negro, lo fantástico y lo poético de Los muertos sí salen (1976) y Los tracaleros (1977) trascienden “el esbozo de una visión crítica de las relaciones de poder en la sociedad venezolana (y latinoamericana) a través de microcosmos que reproducen la sumisión y la rebeldía, la miseria y la dignidad”, que Molina le atribuye como si fuera homologable con las películas de Walerstein, De la Cerda o Chalbaud. Es una representación contradictoria y conflictiva que, en vez de ser diáfana a la razón, lo que es también un modo de hacer inteligible y, por tanto, explicable, justificable lo real, es en diversos aspectos delirante, entre el surrealismo y la estética del sueño que planteaba Glauber Rocha. 

En las películas de Lugo, lo fantástico llama a prestar atención a lo real por contrastes que no representan nada que se pueda llamar “desajuste” o “conflicto estructural”, como los músicos de esmoquin que protagonizan Los muertos sí salen en el barrio marginal donde viven, por ejemplo, o el trío de delincuentes elegantes de Los tracaleros en el ambiente realista del Litoral Central del país, playas son frecuentadas por los caraqueños de los sectores populares. Con eso también está en tensión la abstracción del enfrentamiento entre personajes vestidos de blanco y de negro. 

La historia es en estos filmes una guerra siempre latente que, en el momento menos pensado del presente, hace que las armas los apunten o lleguen a las manos de quienes parecen los menos indicados para usarlas. En este contexto regresan los guerrilleros que la democracia había derrotado. Ocurre en Los muertos sí salen, cuando los protagonistas son rodeados y atacados por la policía al final porque se ven envueltos en una oscura conspiración de la derecha perezjimenista y el imperialismo estadounidense para dar un golpe contra la democracia. Los espectadores o espectadoras seguramente podrían reconocerlo como análogo a las intentonas que hubo de restablecer la dictadura después del fin del régimen de Pérez Jiménez. 


En Los tracaleros, un excomandante de la guerrilla comienza a ser perseguido por agentes armados de una mafia empresarial porque es testigo accidental de un crimen con implicaciones políticas. Es un dispositivo que desgarra la historia de acción genérica con una referencia al pasado violento del país real. Pone en cuestión, además, la versión demonizadora de la izquierda que tomó las armas al hacer de la burguesía el verdadero peligro, lo que también aquí exige un espectador cómplice. 

En las películas de Lugo, a diferencia de Cuando quiero llorar no lloro, la violencia política no es cosa saldada por una derrota del pasado que quepa recordar como una aspiración noble, pero irrealizable en el país que nunca cambia, y la inestabilidad de los mundos poéticos que construye mantiene abierta la posibilidad de transformación. No encontramos aquí, por tanto, un escepticismo irónico respecto a la revolución, ni la conformidad ideológica con el estilo de Hollywood del cine político espectacular. 

El conflicto obrero-patronal 

La guerra latente de Lugo tiene el aspecto de lucha de clases explícita en La empresa perdona un momento de locura (1978), el único film del nuevo cine venezolano centrado en los conflictos obrero-patronales, a pesar de las ideas de izquierda que predominaban entre los cineastas. Si bien Molina sostiene que se trata “de la más valiosa entre las pocas películas venezolanas que han trabajado el tema”, no hay en ella nada que pueda considerarse un aporte significativo a lo ya visto en el espectáculo de La clase obrera va al Paraíso (1971), de Elio Petri. Incluso la obra de teatro de Rodolfo Santana que llevó al cine Walerstein es una obra menos lograda y en general un retroceso con respecto a la película italiana, en la que quizás también se inspiró. 

Una diferencia ilustrativa es el lugar donde se desarrolla el tratamiento que recibe el protagonista por su reacción violenta, inesperada en un trabajador modelo –el “momento de locura” del título–, que lo lleva a descargar la rabia contenida durante toda su vida contra las máquinas cuando un aprendiz es herido por una de ellas. En la película venezolana, la historia de la cura de brote de violencia lleva al protagonista de la fábrica al consultorio de una psicóloga. En La clase obrera va al paraíso la sesión del obrero con el asistente social de la empresa que desempeña una función terapéutica análoga ocurre en el taller, en un cubículo de paredes transparentes que permite ver la actividad de producción en desarrollo como fondo de la escena. Esto sugiere que está previsto que los accidentes y su tratamiento sean parte del trabajo. 

El obrero del film de Petri pierde un dedo en un accidente que no es consecuencia de su rechazo reprimido a la explotación de años, como la locura de su colega de la película venezolana, sino de su integración voluntaria a la búsqueda de más rendimiento con el estímulo de una paga mayor. La representación de los cambios laborales, y el consecuente estímulo a ponerse en riesgo autoexplotándose para alcanzar las recompensas por el mayor rendimiento en el trabajo, tiene así un alcance más profundo que en el film de Walerstein, donde aparecen las nuevas soluciones, pero no los nuevos problemas del trabajo, y la renovación obedece esencialmente al ascenso de la generación de relevo, la de los hijos del fundador, al poder en la fábrica. 

Otras separaciones significativas en la película venezolana es la que se da entre el conflicto laboral, y los que se desarrollan en el ámbito comunitario, por la deficiencia del servicio de agua potable, y en su propio hogar, donde el obrero se confronta con las nuevas ideas del hijo que la logrado llevar a la universidad. El líder de la lucha por el agua es un sacerdote de la teología de liberación que logra la incorporación del obrero, reticente al comienzo. Es una experiencia significativa para el protagonista, que al hacerse parte del trabajo colectivo de la comunidad para la instalación de una tubería en el barrio experimenta una transformación que describe con entusiasmo en la sesión con la psicóloga, pero que es abortada en la historia con el arresto del cura. 


Goce y herida del petróleo

Entre las representaciones de la realidad social en el nuevo cine venezolano hay que destacar finalmente, por su discrepancia, la de Se solicita muchacha de buena presencia y motorizado con moto propia (1977). Se distingue porque en su ficción no hay violencia y, aunque sí hay conflictos sociales y no se resuelven, se disuelven. 

La película de Alfredo Anzola esboza un costumbrismo progresista. Tiene como protagonista a un mensajero en moto típico, el “motorizado” Alexis del título, que estafa al propietario de la mueblería que le da trabajo con la oferta de un negocio de contrabando. Pero es un conflicto que produce en la cotidianidad y se inscribe en una representación de las relaciones entre las clases sociales que habría que calificar de concertante, siguiendo una metáfora musical de la propia película, análoga a la imagen química de la disolvencia. Se expresa en el primero de los dos videoclips que forman parte del argumento, en el que gente de las clases del “motorizado” y su patrón se reúnen a disfrutar de un espectáculo en el que la salsa se conjuga con la música académica en una sinfonía popular bailable. No hay desajuste ni choque estructural, sino este concierto social neobarroco en la que las diferencias encuentran una solución armónica y festiva, una utopía que en Venezuela tiene como premisa la distribución por el Estado de la riqueza del petróleo del boom, que con la nacionalización pasó a ser “nuestro”, propiedad mítica de todos los venezolanos. 

En El pez que fuma, en cambio, es otra la relación del país con el petróleo, que por lo demás es un gran fuera de campo en este cine. Es un diálogo de la Garza y Jairo en la playa, donde Dimas los deja en una escena solos, borrachos y drogados, es irónicamente humanizada por una comparación de la ella con su madre: “La enterraron en Cabimas, pero yo no he podido verla porque los americanos descubrieron petróleo, y un día creí que el petróleo era ella”. Jairo le responde: “¿Por qué no nos vamos a Cabimas y le ponemos unas flores? Total, el petróleo es nuestro y ella también es nuestra”. Cita esta frase el eslogan de la nacionalización de la industria, que había tenido efecto el año anterior al estreno de la película. 

Como correlato visual del parlamento de la Garza, hay un corte a dos planos documentales sucesivos de un taladro que ha dado con un yacimiento y brota, en consecuencia, un chorro de petróleo. La separación del mundo de dinero fácil del prostíbulo, en el que se desenvuelven ambos personajes, y el origen lejano de esa riqueza es representada por estos cortes. Son realidades que se muestran paralelas y desconectadas entre sí, como los estratos sociales en el desajuste estructural de Cuando quiero llorar no lloro. Pero el corte es también una incisión, que en lo que dice la Garza es comparable con la ruptura del cordón umbilical que la unía, antes de la corrupción del burdel, a un país diferente, muerto como la madre de la prostituta por un desarrollo que lo convirtió en burdel de cine mexicano, rodeado de miseria. 


Preguntas sobre una derrota 

Vimos en este ensayo que el nuevo cine venezolano puede ser difícil de entender sin considerar el contexto de su presente en el país y las experiencias de sus espectadores nacionales. Es con referencia al contexto de la consolidación del régimen democrático bipartidista y el boom petrolero que lo apuntaló económicamente, y a la reincorporación a la legalidad de los partidos que habían emprendido la lucha armada, después de la derrota política y militar de la guerrilla, que hay que entender la Venezuela que construyó en sus películas, de cuyo pasado reciente su público podía reconocerse como heredero, pero habitante de un presente completamente distinto. 

En esto encontramos una razón del limitado interés que despierta este cine, de mayor peso que el prejuicio acerca de las “películas de putas, guerrilleros y ladrones” y las críticas que se le pueden hacer sobre la base del pensamiento sobre la ideología de autores como Comolli y Narboni, por ejemplo. Los vínculos estrechos con públicos específicamente nacionales, en un momento histórico preciso de la vida del país, difícilmente se mantiene más allá, lo que llama a problematizar los rescates de Soy un delincuente y El pez que fuma en contextos o épocas diferentes. Son más valiosas, en cambio, como documentos de lo que fueron el país y su gente en aquella época. La trascendencia verdadera la encontramos en el arte de Alfredo Lugo en Los muertos sí salen y Los tracaleros, películas que sí merecen hoy una reivindicación cinéfila. 

En tanto documento histórico, la conexión de este cine con el público venezolano puede llevarnos a indagar en la relación entre este deslizamiento hacia el país de la realidad violenta pensada de un modo esquemático, pero los cambios imposibles; de la disolución de los conflictos o la ironía frente a ellos, por una parte, y los personajes rebeldes que protagonizaron estas películas, por otra. Ahí encontramos una interpelación a los espectadores jóvenes de entonces, de tipo moral: ¿era correcto moral y políticamene seguir siendo rebelde en el país del boom petrolero y la democracia? De responderse afirmativamente, podía seguir otra pregunta: ¿qué tipo de rebeldía correspondía en las nuevas circunstancias? Son interrogantes que podían hacerse los que no se resignaban a la derrota. Tratar de responderlas será parte del segundo ensayo de esta serie. 

Referencias

Aguirre, J. M. (1980). “Tendencias actuales en el cine venezolano”, Comunicación, n.° 27, mayo, pp. 5-14. 

Araujo, O. (1972 [2018]). Narrativa venezolana contemporánea. Caracas: Monte Ávila Editores.

Comolli, J.-L. y Narboni, J. (1969 [1990]). “Cinema/Ideology/Criticism”. En Nick Browne (ed.). Cahiers du Cinéma. Vol. 3. 1969-1972 The Plolitics of Representation. Londres: Routledge.

León, C. (2005). El cine de la marginalidad. Realismo sucio y violencia urbana. Quito: Universidad Andina Simón Bolívar-Abya Yaya-Editora Nacional.

Marrosu. A. (1979). “La empresa perdona un momento de locura”, Cine al Día, n.° 23, abril, pp. 29-30. 

Molina, A. (2001). Cine, democracia y melodrama. El país de Román Chalbaud. Caracas: Planeta, 2001. 

------------- (1997). “Cine nacional: 1973-1993. Memoria muy personal del largometraje venezolano. En Panorama histórico del cine en Venezuela (pp. 75-90). Caracas: Cinemateca Nacional. 

Paranaguá, P. A. (1997). Arturo Ripstein. Madrid: Cátedra-Filmoteca Española. 

Rocha, G. (1980). “Eztetyka do sonho”. En Revolução do cinema novo (pp. 217-221). Río de Jaienro: Alhambra-Embrafilme.

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