Venezuela: el cine del neoliberalismo (1989-2005)
Por Pablo Gamba
Comencemos por aclarar que, cuando usamos el término “neoliberalismo” en este capítulo, lo hacemos con referencia al “modelo modernizador de orientación neoliberal” (Lander y López Maya) que se hizo hegemónico en América Latina por influencia del Fondo Monetario Internacional y otros organismos financieros internacionales. Fue como consecuencia de la crisis de la deuda externa que comenzó en México en 1982. Se extendió a Venezuela a partir del “viernes negro” de 1983, cuando los préstamos internacionales, que empezaron a incrementarse durante primer boom petrolero (1973-1974), llegaron a superar la capacidad de pago del Estado. La respuesta fue un giro de las políticas estatales de la distribución o redistribución de la riqueza al “ajuste”, con programas que pusieron en práctica los gobiernos de Jaime Lusinchi, sin acuerdo con el FMI, y las segundas administraciones de Carlos Andrés Pérez (1989-1993) y Rafael Caldera (1994-1999), con tales acuerdos.
El período neoliberal se inició en sentido estricto en 1989, con el programa de ajuste estructural de Pérez, que conllevó medidas de shock para liberar la economía y restablecer la capacidad de pago del Estado. Fernando Coronil sostiene que acarrearon un cambio que pretendió hacer hegemónica la concepción de que el país había experimentado la prosperidad petrolera que impulsó su modernización como una “fantasía”, y correspondía entrar en una etapa de rectificación de ese rumbo. En ella, los controles y protecciones sobre la economía, los créditos de fomento y los subsidios en los que se basaba la conciliación populista debían abandonarse por el modelo “realista” de una economía sustentable, competitiva e integrada así al mercado mundial.
Por lo tocante al cine, el cambio de régimen lo marcó el fin del control de precios de las entradas en 1989. Como indicamos en un artículo anterior, el Ministerio de Fomento exigía la suscripción del convenio de aporte de los exhibidores al Fondo de Fomento Cinematográfico (Foncine), que se creó en 1981, para autorizar incrementos, por lo que esta medida de coacción dejó de tener efecto para que se hicieran los pagos. En consecuencia, hubo una suspensión unilateral de los aportes del sector privado, lo que generó una deuda que Foncine nunca pudo cobrar. Pasó de facto así a depender exclusivamente de los fondos del gobierno nacional asignados por la Ley de Presupuesto, lo que se hizo extensivo al Centro Nacional Autónomo de Cinematografía (CNAC) que creó la Ley de Cine de 1993. El Estado, además, cambió su papel de financista de proyectos privados con créditos públicos por el de socio de los realizadores con una “participación financiera” ‒primero llamada “asociación”‒, aún en tiempos de Foncine y con el CNAC.
Las políticas cinematográficas del régimen neoliberal se extendieron aún allá de los segundos gobiernos de Pérez y Caldera. Abarcaron también los períodos de gobierno de Hugo Chávez hasta 2005, cuando se reformó la Ley de Cine, y el régimen de fomento y protección cambió.
El cambio de modelo
La transición del modelo de Foncine hacia el régimen neoliberal había comenzado antes de 1989. La autonomía de fondo y el poder que se les reconoció allí a los gremios, siguiendo las prácticas del sistema populista de conciliación (Juan Carlos Rey) ‒la forma corporativa realmente operante de la democracia y la distribución de la riqueza en Venezuela‒, fueron desafiados en 1986 por el gobierno de Jaime Lusinchi, que intervino Foncine nombrando unilateralmente a su presidente, sin respetar el procedimiento de participación de todos los sectores vinculados a la actividad establecido en los estatutos. Fue una medida que se acompañó de una auditoría para buscar pruebas que permitieran darle sustento político cuestionando la idoneidad de la gestión.
Huelepega
Con la intervención se dispuso también un incremento de la contribución gubernamental hasta su máximo histórico, en lo que podemos ver un intento de darle más peso al Estado en el fondo. Comenzó así la estatización del cine que acompañó históricamente al neoliberalismo, aunque parezca una paradoja, en la que las medidas administrativas de intervención y el ejercicio del poder económico del Estado comenzaron a operar como una forma de control.
Una reestructuración completa del fondo por el gobierno se inició en 1988, el último año del gobierno de Lusinchi, y terminó en 1989, después de que Carlos Andrés Pérez llegara por segunda vez a la Presidencia. Fue entonces cuando se produjo el cambio más importante de los nuevos valores que había legitimado el Fondo en 1981. Se eliminaron los subsidios por criterios artísticos, culturales o de entretenimiento a favor de la sola competitividad industrial, con una subvención única de 25 % de la recaudación bruta obtenida en el país. Aunque se seguía forzando los exhibidores a contribuir “voluntariamente” a Foncine para autorizar aumentos de precios y apertura de salas, se pasó a subsidiar la inversión privada con 1 % de la recaudación bruta por cada 100 000 bolívares destinados a la producción de películas nacionales.
Los cambios se extendieron, además, a la toma de decisiones para el otorgamiento de los financiamientos. Se creó en Foncine una comisión de estudio de proyectos cuyos integrantes ya no fueron representantes de los gremios del cine, el sector privado y las instituciones del Estado, como en los estatutos originales, sino elegidos por el directorio de entre ternas presentadas por los gremios. Pero lo más importante es que las decisiones de la comisión dejaron de ser vinculantes para el directorio como lo eran antes, cuando los representantes de los gremios podían imponer así su criterio en el fondo.
Los gremios de los cineastas, que en la coyuntura de la crisis de Foncine retomaron la vía parlamentaria para impulsar la aprobación de la Ley de Cine, después de haber abandonado esta meta con la creación del fondo, no lograron el apoyo para el artículo 18, que restablecía la participación del sector privado en el financiamiento del cine nacional por la vía de un impuesto destinado a tal efecto. La MPAA, asociación de las distribuidoras de Hollywood, ejerció presión directamente contra la posibilidad de esta medida enviando una carta al ya entonces presidente Pérez y una delegación que visitó el país. A esto se añadió la divulgación de una declaración de la televisión privada, también en contra, que fue lo que selló el destino de esa parte del proyecto de ley de cine.
Aunque la ley mantuvo entre sus objetivos el desarrollo de la industria cinematográfica nacional, el CNAC pasó a estar adscrito del Ministerio de la Secretaría de la Presidencia, como el Consejo Nacional de la Cultura (Conac). Se producía así una reasignación del cine del área de Fomento industrial a la cultural. Pero este cambio no se tradujo en el restablecimiento de la política de fomento de los valores culturales, artísticos y de entretenimiento de Foncine.
En el marco del régimen neoliberal, los estrenos de cine nacional se redujeron rápida y significativamente. De entre 14 y 16 al año entre 1984 y 1984 bajaron a un promedio de cuatro entre 1989 y 1999, siendo nueve la mayor cifra anual, en 1997. En 1992 y 1996 hubo solo dos estrenos nacionales, y en 2003 uno con apenas 31 espectadores, lo que marca el punto del colapso del cine nacional en este período. A pesar del perfil industrialista de las políticas, el cine venezolano perdió así la continuidad que había adquirido como industria desde el impulso inicial de los setenta. Otra contradicción, por lo que respecta al subsidio único calculado sobre la base de la taquilla en una economía sometida a ajustes, es que el promedio de entradas por película, que había sido de más de 250 000 en el pico del boom de la década anterior (1984-1987), bajó a alrededor de 83 000 en este período. El régimen de fomento se propuso recompensar un éxito de mercado que el neoliberalismo económico socavaba.
Mecánicas celestes
El desdibujamiento de lo nacional
Otro cambio significativo bajo el régimen del neoliberalismo fue el desdibujamiento del perfil nacional de las películas venezolanas. Alteraba la que había sido otra clave de su éxito desde los setenta: el vínculo con el público del país. Esto se debió, en parte, al clima mundial de la globalización, según Alfonso Molina: “Lo específico, lo nacional y lo local, perdieron vigencia y hasta prestigio”. Pablo Abraham precisó su alcance como una negación del referente real venezolano. Es algo que se percibe en la ambientación ambiguamente latinoamericana de Sicario (José Ramón Novoa, 1994) o Golpes a mi puerta (Alejandro Saderman, 1993), por ejemplo, o en la elección de una actriz española, Ariadna Gil, para interpretar a la protagonista venezolana de Mecánicas celestes (1995), el segundo largometraje de Fina Torres, rodado principalmente en Francia con la actriz francesa Arielle Dombasle en otro papel destacado y personajes latinoamericanos en París.
Fue algo que también respondió a la proliferación de las coproducciones con el extranjero, una suerte de regreso a lo que era habitual antes del boom del nuevo cine venezolano en los setenta. A partir de 1990 comenzaron a tener un peso mayor con dos sobre los cuatro estrenos ese año, mientras que las dos películas que se estrenaron en 1992 fueron coproducidas. En la década de 1990 a 2000 solo hubo cuatro años en los que las películas nacionales sin participación extranjera fueron tantas o más que las coproducciones.
Hay que vincular esto con las políticas de apertura internacional de la economía del segundo gobierno de Carlos Andrés Pérez. Tempranamente en su mandato se creó el Mercado Común Cinematográfico Iberoamericano, que se convirtió en ley en 1991. Más impacto tuvieron la iniciativa de productores de Venezuela, Colombia y México de formar el “G3 del cine”, en el marco del acuerdo de integración homónimo suscrito en 1994, y la creación en 1995 del programa Ibermedia de estímulo a las coproducciones. Aún mayor incluso fue la participación de dos países europeos, España y Francia, y también de Cuba, que se hizo cobeneficiaria con Venezuela de la coproducción de varios filmes.
Fue en esta época y sigue siendo significativo hasta hoy, sin embargo, el desacople del cine venezolano del acceso a otras fuentes de financiamiento internacionales, que contribuyeron a darle impulso a las corrientes de renovación estética latinoamericana que en otro artículo identificamos como el “melorrealismo” (Paul Schroeder) o la “segunda modernidad” (Isaac León Frías). Un ejemplo ilustrativo: solo dos películas venezolanas estrenadas hasta ahora, A la media noche y media (Venezuela-Perú-México, 2000), codirigida por Mariana Rondón y Marité Ugás, y Florentino y el diablo (Venezuela, 2004), junto con la no terminada Lucía, de Rubén Sierra Salles, recibieron recursos de uno de los más conocidos de estos fondos, el Hubert Bals del Festival de Rotterdam. La cifra histórica es de 21 películas de Colombia y 14 del Perú, dos cinematografías comparables por su tamaño y desarrollo.
En esto también veo una causa de la desactualización del cine venezolano, que se refleja en la persistencia residual de los valores artísticos y culturales que se legitimaron en el marco del boom de producción industrial independiente de los ochenta. Es la que en un artículo anterior llamé la paradoja del éxito del cine nacional, que estableció anacrónicamente el mito de una “edad de oro” que no se ha podido superar. Es otro argumento que demuestra lo fantasioso del “realismo” de mercado que impuso el neoliberalismo, puesto que las películas que se hicieron y se hacen en el país carecen, casi en su totalidad, del atractivo artístico para entrar en mercados donde otros filmes de la región participan.
A la media noche y media
El cine de la marginalidad
A contracorriente de la tendencia al desdibujamiento de lo nacional, se hicieron también en este período filmes que trataron de representar la realidad social del país. El cine venezolano se ocupó en particular de la profundización de la pobreza y la situación posterior al estallido social y la masacre del Caracazo, que se produjo pocos días de haber vuelto Pérez al gobierno y de la puesta en ejecución de su programa de ajuste macroeconómico, en 1989.
Enmarcada también en el clima del “fin de las ideologías” que siguió a la caída del Muro de Berlín, la más importantes de estas películas se ubica en el paradigma del “cine de la marginalidad” (Christian León), del que fue precursor Soy un delincuente (Clemente de la Cerda, 1976).
Se trata de Huelepega (Venezuela-España, 1999), dirigida por Elia Schneider.
Huelepega representa un cambio con respecto al malandro mítico de los años setenta, así como respecto al personaje del niño abandonado, cuyos antecedentes en el cine nacional se remontan a Juan de la calle (Rafael Rivero, 1941). En consonancia con el deterioro social del país, el protagonista de la película de Schneider es un marginado entre los marginales. El lugar emblemático de Oliver –obvia referencia a Oliver Twist, de Charles Dickens– es más miserable que el barrio del protagonista de Soy un delincuente. El niño, expulsado de su hogar, se refugia con otros como él bajo un puente, a orillas del río Guaire, la cloaca de Caracas. Consumir droga y oler pega tampoco es parte de una búsqueda de placer, como en el filme de De la Cerda. Es una manera de embotarse para sofocar el hambre y evadirse de la realidad.
No hay tampoco en Huelepega una lucha del oprimido contra los opresores, representados por el malandro y la policía, respectivamente, en Soy un delincuente. La violencia criminal es una guerra de todos contra todos en el barrio. Son fichas del negocio del narcotráfico, que mueve grandes sumas de dinero y en el que están involucrada la policía y otros funcionarios del Estado, incluido un ministerio. En este sentido, es una película de “pobres que matan pobres” (Ivana Bentes), que apunta hacia la violencia, pero no las causas sociales de la pobreza. También deriva hacia el tipo de espectáculo que se califica de “pornomiseria” (Carlos Mayolo y Luis Ospina). Es lo que vemos en la representación de escenas como la de los niños drogándose con pega.
A semejanza de Soy un delincuente, sin embargo, encontramos en Huelepega disidencias de las normas de corrección profesional del cine y, por ende, del hábitus industrialista del cine venezolano, que recuperan la “estética del balurdo” (palurdo) de Clemente de la Cerda. Lo percibimos en particular en la aparentemente torpe dirección de un tiroteo, contradictoria con la espectacularidad que se esperaría en tal momento del film. En Punto y raya (Venezuela-España-Chile-Uruguay, 2004), la siguiente película de Elia Schneider, prosigue esta búsqueda de una realización subestándar o marginal. Tanto allí como en Huelepega y Soy un delincuente, obedece a la búsqueda de un correlato estilístico “degradado” de los referentes reales de las historias.
Pero en Huelepega esto está acompañado de la “representación incierta” moderna (Font) ‒una apropiación que no se da del modo descrito por León Frías en su caracterización de la “segunda modernidad”‒. Es lo que ocurre cuando el protagonista se desdobla en el niño de la calle que es y el “malandro” que quisiera ser, en la banda el Mocho. En consecuencia, la historia se bifurca en dos líneas que se alternan en el argumento, sin que haya dispositivo ninguno que aclare esto para un espectador necesitado de tales pistas, como presumiblemente son los de la televisión y el cine de narración clásica, un público como el de las películas de alcance masivo venezolanas.
Por otro lado, encontramos un deslinde de la actuación modelada por el teatro y la televisión que lastraba y lastra al cine venezolano como parte de su identidad industrial. Lo atribuiría a que Schneider es una formadora de actores que llegó a ser profesora en español en los Estados Unidos de la Academia Stella Adler. Para Huelepega, y para Sicario y otras películas del tándem que integró con José Ramón Novoa, su marido, hubo un intenso trabajo de selección y preparación de los no actores. El resultado son interpretaciones que se destacan por la verosimilitud realista, a lo que contribuyen también las locaciones reales, la cámara documental y el sonido directo. De allí surgió una de las figuras más destacadas del cine venezolano: Laureano Olivárez, que debutó como protagonista en Sicario. Entre los intérpretes de estos filmes se destacan también José Gregorio Rivas, como Oliver, y Luis Campos, como Chino, en Huelepega, y Roque Valero y Edgar Ramírez, en Punto y raya.
Disparen a matar
Otras representaciones del deterioro
En consonancia con el clima del “fin de las ideologías” que predominó en el período del régimen cinematográfico del neoliberalismo, hubo también un giro del cine venezolano de las consideraciones politizadas de los problemas del país a su canalización hacia los derechos humanos. Era una consigna que se presentaba como neutral políticamente, presumiblemente consensual en una democracia, pero de algún modo también una manera de la izquierda de proseguir la lucha social sin el estigma que siguió a la caída del Muro de Berlín, y la disolución de la Unión Soviética y el campo socialista. Percibimos en ella, además, el impacto trascendental que tuvo la masacre del Caracazo.
Disparen a matar (Venezuela-España, 1991) fue el primer largometraje de ficción de Carlos Azpúrua, después de una destacada trayectoria en el documentalismo. El interés de su obra anterior en hacer valer los derechos democráticos con filmes sobre temas indigenistas y ecologistas se hizo extensiva a los derechos humanos en esta película, ejerciendo la libertad de expresión que el cine nacional contribuyó a expandir. Pero, en el marco de la realidad nacional posterior al Caracazo, no podemos considerarlo ya una expresión de optimismo respecto a las potencialidades de la democracia, como la que señalé en otro artículo en el cine de Alfredo Anzola en los setenta.
Hay en la historia que relata Disparen a matar una mujer que busca justicia para su hijo, víctima de una ejecución extrajudicial perpetrada por un policía metropolitano de Caracas. Es un hecho que se produce en el marco de uno de los operativos contra el crimen que se desarrollaban habitualmente con gran violencia en sectores populares de las ciudades, causando muertes de delincuentes y personas inocentes. La Mercedes de este film introdujo así en el cine venezolano el personaje emblemático latinoamericano de la madre de una víctima de violación de derechos humanos, con un proceso que pedagógicamente evoluciona de la rabia a la lucha civil organizada.
Pero es significativo también que la protagonista no es Mercedes sino Santiago, un periodista que, al publicar la noticia del crimen en el periódico en el que trabaja, contribuye al arresto preventivo del policía culpable, aunque recupera después su libertad. Las consecuencias de esto para él y su familia instalan en Disparen a matar un dispositivo que se reiterará en las películas de Azpúrua: personajes de clase media sumidos en una crisis propia que se agudiza cuando roza sus vidas un problema social o político nacional. La historia es así también para el protagonista un proceso de cambio de vida.
El Caracazo, como trasfondo de la historia de Disparen a matar, se hace explícito en un parlamento de un personaje recuperado de la década de los setenta: un exguerrillero devenido comentarista del presente del país, cínico pero con capacidad aún en sus palabras para aprovechar la libertad de expresión del cine y responsabilizar de la crisis a los partidos del régimen, Acción Democrática y COPEI. En Pandemonium (1997), que cierra la trilogía microcósmica de Román Chalbaud, integrada por películas separadas por períodos de diez años ‒El pez que fuma (1977), La oveja negra (1987) y esta‒, los saqueos del Caracazo se hacen parte de la historia del país al que el protagonista, Adonai, interpela desde una radioemisora que opera en un barrio marginal y de la que no puede salir porque le han amputado los pies. Se corona con este personaje el proceso de alegorización que había llevado del prostíbulo del primer film al cine abandonado del segundo y que, correlativamente, es un también un giro de los referentes sociales reales hacia una degradación grotesca y gótica, pero también poética, del melodrama. Al final, el río de gente que sube cerro arriba por el barrio, después del saqueo, cargando electrodomésticos, bienes de consumo e incluso alimentos, como la carne, es una revancha feliz del pueblo chalbaudiano. Se apropia así por fin de los frutos de la riqueza petrolera que el régimen nunca llegó a distribuir.
Una revancha imaginaria análoga en el cine de los males reales de Venezuela la encontramos en 100 años de perdón (Alejandro Saderman, 1998), con referencia a la crisis que en 1994 hizo quebrar a un número significativo de bancos después de un costoso “rescate” del gobierno. La película relata una historia de individuos comunes y corrientes que traman un plan para dar un golpe perfecto, aprovechando la corrupción bancaria, y es un homenaje a Tarde perros (Dog Day Afternoon, Sidney Lumet, 1975) con final feliz.
Volviendo a Azpúrua, en Amaneció de golpe (1998) desandará el giro de Disparen a matar con un retorno a la temática política, enmarcada en el dispositivo en que la problemática del país se atraviesa en la vida de familias en crisis, aquí de diversos estratos sociales e involucrada una de ellas en la corrupción del bipartidismo en el poder. El título refiere a los golpes de Estado frustrados de 1992, con los que el deterioro económico y social se extendió al régimen político, desestabilizándolo. Se trata de una película tímidamente revisionista de la versión oficial de lo ocurrido, que se estrenó el 16 de septiembre de 1998, en plena campaña electoral, menos de tres meses antes de que Hugo Chávez, líder del primer intento de golpe, ganara la Presidencia.
Las críticas explícitas a AD y COPEI del personaje de Disparen a matar encuentran mejor continuación alegórica en la entrada de un general corrupto a su propia casa con tropas, en busca de presuntos insurrectos, en Amaneció de golpe. El montaje alternado con imágenes de los discursos de dirigentes políticos y en el Congreso transmitidos por la televisión al día siguiente, pero también de archivo, de momentos claves de la historia en la misma sede del Poder Legislativo nacional, transforma lo que hacen los militares, restituidores del “orden” en la casa, en un allanamiento simbólico de la democracia.
El cine histórico
El cine venezolano del neoliberalismo volvió también a los temas del interés originario del nuevo cine venezolano por la historia: la Guerra Federal y las dictaduras. En cuando a lo primero, hubo un giro significativo. Desnudo con naranjas (1997), el segundo largometraje de Luis Alberto Lamata, hace del conflicto del siglo XIX motivo para desplegar una historia de aventuras inspirada en el Hollywood clásico, otra rareza del cine nacional cuyas virtudes no han sido apreciadas. Esta opción la destaca frente al melodrama de otros filmes de época, como Señora bolero (Marilda Vera, 1991) y Juegos bajo la luna (Mauricio Walerstein, 2000), ambientados en tiempos de Pérez Jiménez.
Con Manuela Sáenz (2000), de Diego Rísquez, se instaló en el público una temática histórica que se desarrollará después de 2005, la Independencia, con un total de más de 300 000 espectadores en el país. El cineasta se apartó para ello de la radicalidad disidente de los largometrajes experimentales de su Trilogía americana ‒Bolívar, sinfonía tropikal (1981), Orinoko, nuevo mundo (1984) y Amérika, terra incógnita (1988), sobre los que escribí en otro artículo‒, apoyándose como guionista en Leonardo Padrón, creador de telenovelas como Contra viento y marea (Venevisión, 1997) y El país de las mujeres (Venevisión, 1998-1999), y como protagonista en la cubana Beatriz Valdés, conocida por La bella del Alhambra (Cuba, 1989) de Enrique Pineda Barnet, y a partir de 1992 actriz de telenovelas y cine en Venezuela.
En Manuela Sáenz hay un giro de lo pictórico a lo literario en el cine de Rísquez. El narratario es un Herman Melville que se prepara para escribir Moby Dick. Desembarca en Ecuador como marinero de un barco apestado y busca a la mítica amante de Simón Bolívar, a quien creía muerta, quien le cuenta su historia a partir de las cartas del Libertador. Como es característico de Rísquez, hay también un importante trabajo con la imagen, aquí incluye un estilo inspirado en la fotografía del cine clásico, incluido el uso del blanco y negro. No faltan los planos basados en pinturas, como La maja vestida y La maja desnuda, de Francisco de Goya, y Miranda en La Carraca, de Arturo Michelena, uno de los cuadros más célebres del arte patriótico nacional, presente también en Bolívar, sinfonía tropikal. Pero aunque por eso Manuela Sáenz lleva cierta marca autoral de Rísquez, lo dominante es el diálogo de la televisión, por lo que se trata del tipo de cine con el que había tratado de romper con las películas de la Trilogía americana.
Otro intento fallido de renovación del cine histórico, con el impulso de las coproducciones, pero fallido, fue el de Luis Armando Roche con Aire libre (1996). La película sobre las exploraciones en América de Alexander von Humboldt y Aimé Bonpland se estrenó en el Festival de Mar del Plata y estuvo en el Festival de La Habana. Pero no serán los científicos los héroes del futuro cine histórico nacional sino los próceres militares de la Independencia.
El cine merideño y los intentos de renovación
Desde finales de los años ochenta comenzó a destacarse en Venezuela la producción de películas realizadas en el estado de Mérida fuera del Departamento de Cine de la Universidad de Los Andes, cuya producción comentaremos en otro artículo de esta serie. Caracterizaría este otro cine merideño como un “ciclo regional”, sucesor histórico del que se había dado en el estado Lara en torno a Amábilis Cordero en la década de los años veinte.
También hay una figura central motora en este caso, que es Alberto Arvelo. Fue un joven prodigio: a los 22 años de edad, en 1988, estrenó comercialmente el largometraje Candelas en la niebla, una película ambientada en la época de la dictadura de Juan Vicente Gómez y las últimas insurrecciones armadas de caudillos contra ella, que estuvo precedido por otro largo, que no se estrenó, La canción de la montaña. Su carrera como director tomó impulso después, con Una vida y dos mandados (1997), la verdadera película fundacional del ciclo merideño, una historia de migración a la ciudad capital y regreso al lugar natal, en Mérida, por sentimientos de nostalgia, postulada por Venezuela para los premios Oscar de 1998. Después, en Una casa con vista al mar (2001), Arvelo contó con la coproducción de Canadá y España, y la actuación del español Imanol Arias en el papel principal.
Sangrador
Creativamente me parece más significativa, sin embargo, la obra de otro realizador de Mérida de la misma época, Leonardo Henríquez. Su primer largometraje, Tierna es la noche (1990), es una película provocadora que se destaca entre las pocas que se han apartado de los modelos realistas en el cine venezolano, aunque de un modo que no se orientó tampoco hacia la “segunda modernidad” que comenzará pocos años después en otros países de Latinoamérica y el mundo. Se trata de un drama de cámara, de conflicto de pareja, con tres actores, en el que el espacio es simbólicamente importante. Se rodó principalmente en una mansión que perteneció al dictador Marcos Pérez Jiménez y termina con una escena en el monumental Paseo Los Próceres, de estilo fascista, construido por su régimen para sus desfiles militares. Es una película que se vale también de palabra de un modo disidente, con parlamentos que se apartan de la lógica narrativa en sus comentarios políticos.
Leonardo Henríquez rodó después otra película disidente en el contexto venezolano, Tokyo Paraguaipoa (1996), pero más significativa es su adaptación merideña de Macbeth, de William Shakespeare, Sangrador (2000), por lo decisivo de su impulso a romper con el realismo, lo que en este caso incluye una cuidadosa fotografía en blanco y negro. Pero el suyo fue un radicalismo que no conformó movimiento en Venezuela. El giro de la libertad de expresión hacia la libertad de creación artística en el cine venezolano de los ochenta encontró con Sangrador un lugar en el circuito internacional de “cine de arte”, con su estreno fuera de competencia en el Festival de Venecia. Pero no tuvo un recorrido importante por otros festivales, ni público en el país.
Hubo otros pocos intentos de hacer un cine renovador en Venezuela, contemporáneo de otros en América Latina. En Mérida surgió también el Cine Átomo de Alberto Arvelo, que proponía hacer largometrajes de ficción con recursos y equipos de rodaje mínimos, inspirado en el Dogma 95 danés. La película que lo lanzó fue Habana, Havana (Arvelo, 2004), pero solo tuvo continuidad en Samuel (2011), de César Lucena, y en un concurso de cortos que desarrolló el Festival de Cine Venezolano de la misma ciudad.
Otro ejemplo es A la media noche y media (1999), el primer largometraje de Mariana Rondón y Marité Ugás que, como dije, estuvo entre las que recibieron recursos de fondos extranjeros especializados. Hay un significativo impulso hacia la abstracción y lo lúdico en esta película, que así se aparta de los modelos realistas dominantes en el cine industrial independiente, conjugado con un humor, la reiteración de una canción pegajosa y referencias a la road movie que tratan de crear conexiones con el público nacional que en la práctica no se dieron ‒1110 espectadores en su año de estreno (CNAC)‒. Aunque estuvo en el Festival de Rotter y en el BAFICI, en Buenos Aires, entre otros festivales, pero no logró hacer del cine venezolano parte de la renovación latinoamericana que comenzaba entonces.
Un cine interrumpido
A pesar de lo significativos que fueron el cine de la marginalidad de Elia Schneider; el despuntar de un nuevo cine histórico con Manuela Sáenz, y las películas de Mariana Rondón y Marité Ugás, Alberto Arvelo y Leonardo Henríquez, junto con algunas pocas más, el período 1989-2005 fue de una reducción tal, con respecto al ritmo de producción nacional del pasado, que marcó una interrupción de la continuidad histórica del cine venezolano. De hecho, es lo que ocurrió en 2003 con el único estreno de Sangrador. En el contexto de este régimen, asignado el financiamiento del cine exclusivamente a un Estado en crisis económica, la ley creó un CNAC que operó como institución vaciada desde su origen, incapaz de implementar políticas como las de Foncine para darle fuerza y orientación a la producción, aunque sí de establecer el control del Estado donde antes había autonomía.
El crecimiento que volverá a experimentar el cine nacional a partir de 2005, cuando bajo la Revolución Bolivariana se reformó la Ley de Cine para establecer los aportes obligatorios del sector privado, tampoco fue propicio para la renovación necesaria, salvo por lo que respecta a la incorporación de los largometrajes documentales al régimen de fomento y protección. Eso lo veremos en los próximos dos artículos de esta serie sobre el cine venezolano.
Habana, Havana
Referencias
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