Robles Godoy, entre la ciudad ausente y la ciudad deseada
Este año 2023 asistimos a una doble efeméride: se cumple el centenario del nacimiento de Armando Robles Godoy (1923-2010), considerado el primer cineasta-autor peruano, el único del país hasta la fecha nominado a los Globos de Oro por su largometraje Espejismo (1972), y recordado muy especialmente por La muralla verde (1970). Asimismo, celebramos el cincuenta aniversario del estreno de Vía satélite... En vivo y en directo (1973), cortometraje que no podría ser de mayor actualidad.
La estela proyectada por los Lumière, extendida por todo el globo, hacía del cine una herramienta documental, un nuevo medio de información y un espejo en el que se reflejaban territorios y pueblos. Continuadores de esta estela, el noticiero y el cortometraje modernos fueron dos de las prácticas cinematográficas constantes en la producción peruana en la etapa en la que se enmarca Vía satélite... La superioridad cuantitativa de estas dos fórmulas responde también a un periodo de enorme precariedad para el cine peruano en el que labrar un largometraje suponía una tarea titánica. En parte por encontrarse la profesión en un momento iniciático en comparación con otras industrias internacionales, en parte por la falta de recursos y apoyo estatal en la que la educación fílmica pasaba inevitablemente por una primera etapa de autoformación. Robles Godoy, descontento e inconformista, actuó como ese maestro ignorante retratado por Rancière. “No hay mejor manera de aprender ‒escribiría el director‒ que tratando de enseñar”.
En este escenario frágil, al que se sumaban las complicaciones de la situación política (son los años del gobierno de Velasco Alvarado) y la crisis económica desatada, la obra de nuestro director se diferenció notoriamente de la de sus coetáneos. Sirviéndose de un estilo vanguardista propio, retorció las posibilidades del lenguaje cinematográfico para manejarlo a voluntad. En la pieza que hoy festejamos, encapsula en menos de diez minutos la magnitud de un mundo detenido en la conmoción del espectáculo, condensando en el espacio que le ofrece la pantalla todo lo que escapa de ella. Un ejercicio simbólico que no es un simple alarde del lenguaje: se da en el cuadro cinematográfico lo que queda fuera del campo de juego. Robles Godoy, elegante en su sencillez, lo dice todo sin mostrar nada. O eso puede parecernos.
Nos encontramos en abril de 1973 y el equipo nacional peruano de fútbol se disputa contra Chile la calificación para la Copa del Mundo que se celebrará al año siguiente en Alemania Occidental. Se trata de un acontecimiento que mantiene en vilo a todo el país y que provoca el vaciamiento masivo de las calles de la capital. No se trata de la primera vez que el director incorporaba el fenómeno futbolístico en su obra. Ya en Espejismo (1972), ocupa un lugar excepcional en la trama, siendo la gran pasión del joven Hernán y llegando a producirse un sincretismo religioso que roza la profanación, si es que no la ejerce de lleno:
“Todas las tierras son ajenas y los zapatos de fútbol están prohibidos hasta que la humildad y la resignación te premien en la otra vida y puedas meterle goles a San Pedro con la ayuda de Dios Padre, reza Juan José.
“Hernán, hijo mío, quizá no llegues a jugar nunca en primera división, pero yo te digo que pronto entrarás en la línea primera de los ángeles. Y no prevalecerán contra ti los faustos que te meta Judas, profiere su madre”.
Como en Espejismo, el fútbol adquiere en Vía satélite una condición sacra. La gente se recluye en sus salones o los de sus vecinos como un rebaño postrado ante el altar que es el televisor (o la radio, pues lo importante es la voz que confirma lo que se acontece en el campo). Pero no llegamos a ver a este rebaño. A partir de la evacuación voluntaria de los ciudadanos de las calles, Robles Godoy representa una realidad desde una lente antropológica subjetiva, sirviendo de testimonio de la conformación de una identidad nacional alrededor del balón. Es coherente, en esta representación, con su concepción del acto creativo:
“La realidad es el obstáculo más engañoso con el que tropieza la comprensión de lo que es el arte. Toda película es el fruto de la creatividad del ser humano, y aunque su autor quiera, eventualmente, reproducir o mostrar la realidad a través de ella, no lo logrará, por la sencilla razón de que eso que comúnmente llamamos realidad, no es sino la percepción imperfecta de lo que somos y de lo que nos rodea; y las artes, lo que pretenden, es descubrir la verdad, sea ésta lo que fuere, que se oculta tras esa pretendida realidad.”
Y son dos las realidades que se desprenden de la pantalla: la urbana, física, arquitectónica, y la vivencial. La realidad de las calles y los edificios se presenta desde el principio absoluto del filme como una planificación moderna de gráciles monumentos que, todo y conservando sus particularidades históricas e idiosincráticas, abraza el futuro y le da la bienvenida a lo nuevo, a lo tecnológico, a ese progreso del que hasta el momento era símbolo el automóvil, para el que se derribaron tantos muros y se construyeron tantas otras avenidas en todas las ciudades del mundo. Avenidas que ahora encontramos totalmente vacías.
“Las calles de Lima se presentan como un escenario desolado en el que, a diferencia de muchas otras sinfonías urbanas, en las que la ciudad toma el papel estrella, la ausencia es la verdadera protagonista”
A medida que corre la cinta, los elementos arquitectónicos y urbanísticos parecen responder al ritmo de la narración inmediata: las estatuas parecen emular a los jugadores, las líneas parecen doblarse a la tensión del partido. Esta personificación, que puede bien recordarnos a los Magueyes de Rubén Gámez (1962), la veíamos también en las estatuillas que circundaban el molino que perdiera su dueño de La muralla verde (1970).
Las calles de Lima se presentan como un escenario desolado en el que, a diferencia de muchas otras sinfonías urbanas, en las que la ciudad toma el papel estrella, la ausencia es la verdadera protagonista. Se trata de un paisaje desértico a pesar de lo construido. Desde nuestro lugar y nuestro tiempo, muchos no podemos evitar recordar los paisajes desérticos que nos dejó la pandemia de la COVID-19 al ver estas imágenes, unos paisajes que, a quienes tuvimos el privilegio de sentarnos a pensar, nos invitaron a reconsiderar nuestro papel en las ciudades y la forma en la que las construimos y habitamos. Una reflexión que apostamos que pudo experimentar Robles Godoy, salvando claro las circunstancias, dada la crítica que se desprende del cuidadoso encadenamiento de imágenes. Robles Godoy quiere de la Ciudad de los Reyes una ciudad para el pueblo. O los pueblos. Lamentablemente, en los últimos meses no hemos visto que estas demandas que cumplen ya cincuenta años se hayan visto atendidas. Ni en Lima, ni en Puno, ni en Juliaca.
La ausencia representada ve su contrapunto en la voz en off que comenta la situación en el campo. Y es que el tratamiento del sonido merece un espacio destacado en nuestro texto. Se trata de una articulación única y múltiple al mismo tiempo. Casi podríamos tildarla de omnipresente. Si bien todos oyen la misma voz (aunque en realidad sean varias, el canal a elección del ciudadano), emana de miles de aparatos. Y aunque la experiencia es vivida conjuntamente (pues la escucha es simultánea) en cada vivienda, en cada salón, en cada cafetería, en cada rincón al que llegue la retransmisión se vivirá de una forma única y diferente. Tal como la primera transmisión de televisión vía satélite, en junio de 1967, que llegó a 31 países y fue vista por más de 400 millones de telespectadores. En el Perú, la fecha inicial de la incorporación de lo satelital se daría dos años después, en las vísperas del Mundial de México 70. La solemnidad del título, comprobamos, es mayor dada la novedad del invento.
“Un encuentro entre naciones retransmitido en todos los países del globo es, le pese a quien le pese, una forma de participación histórica que debe comprenderse en toda su grandiosidad”
Los fragmentos recogidos de las locuciones no son sin duda una toma inocente. A partir de la disección de las grabaciones (minucioso trabajo de archivo) se hilvana un análisis de significación política, social y estatal. El discurso nacionalista desprendido del locutor infunde honor en el espectador y alienta la esperanza, equiparando la victoria en la cancha con un triunfo como sociedad. Sin embargo, este espíritu henchido, poco a poco, se va viendo resquebrajado por la realidad material que capta la cámara.
Exclama Tito Navarro a sus oyentes: “Nosotros hablamos en nombre de este pueblo peruano. Nosotros hablamos porque nos sentimos orgullosos de nuestra transformación. Nos sentimos orgullosos de que feliciten a todos los peruanos por estas transformaciones que vive el Perú. Pero, desgraciadamente, en materia deportiva, no podemos decir eso”.
Tal vez nos resulte dificil entender ‒a los que no somos muy aficionados al fútbol, como quien escribe estas líneas‒ el grado de expectación y devoción que genera este deporte. Más aún un Mundial si, aunque pueda uno llamarse patriota, no tiende a manifestaciones nacionalistas. Muchos lo concebirán como un fenómeno banal, una cultura popular que emboba al espectador. Otros, menos prejuiciosos, más llanos en sus formas, tal vez lo disfruten como ocio eventual, sin darle mayor importancia. Pero un encuentro entre naciones retransmitido en todos los países del globo es, le pese a quien le pese, una forma de participación histórica que debe comprenderse en toda su grandiosidad. Más aún la de un país perteneciente al Sur Global, colonizado, despojado e infrarrepresentado. Pudimos comprobarlo hace unos meses con el caso de Marruecos en Qatar. Y es que puede uno no ser forofo del deporte rey, puede también no estar de acuerdo con las formas y las políticas de un Estado, puede incluso detestar a su propio país, pero si se trata de una nación con poder escaso la que reluce sobre el césped (sea por prejuicio, sea por desconocimiento) uno no podrá dejar de maravillarse y solidarizarse.
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