Concordia y El caso Padilla



Por Begoña Martínez Rosado

Arranca una nueva edición del Buenos Aires Festival Internacional de Cine Independiente y en su programa nos encontramos con un abanico de reconstrucciones históricas, públicas o privadas, pero todas, como todo, relativas a lo político: Mariana Bomba con Continuum – La Playa (Argentina, 2023), Charles Emir Richards con The Syrian Cosmonaut (Turquía, 2022), Max Mirelmann con Mein Buch (Argentina, 2023), Miriam Martín con Vuelta a Riaño (España, 2023), Tomáš Bojar con Good Old Czechs (República Checa, 2023) y otras muchas.

Entre las propuestas latinoamericanas que apuestan por la revisión histórica a partir de lo documental se destaca Concordia (2022), un ensayo visual de Diego Véliz (Chile, 1987). En él, la lectura del Tratado de Lima de 1929, que pone fin al debate territorial entre Chile y Perú, se superpone a registros audiovisuales que dan fe de los cambios territoriales que le sucedieron. Las tomas de un paisaje desértico, infinito, en el que el límite no parece tener cabida van siendo sustituidas por la construcción de la frontera, una delimitación que afectará tanto a los habitantes de la zona como a sus descendientes: en el mismo tratado se contempla qué nacionalidad se les permite.

Sabiamente, Véliz va hilando escenas de un paisaje absoluto que bien podrían ilustrar el conceptuado por Henri Lefebvre: un espacio inmutable, ajeno a incidencias externas, un espacio natural que tiende a la desaparición por el avance de la producción de un espacio socializado. La socialización dada en la frontera presentada: el conflicto, y con él, durante la dictadura de Augusto Pinochet (1973 - 1990), la plantación de 180.000 minas antipersona que tuvieron que ser desactivadas una a una tras la caída del régimen. El nombre de la zona fronteriza que da título al cortometraje ‒Concordia‒ es sacudido por las tomas de las detonaciones de esas minas.


Concordia (Diego Véliz, 2022)

La rivalidad entre los dos países aún puede sentirse. En cualquier caso, no terminó siendo potestad de ninguno cómo saldar el conflicto. Así lo evidencia la lectura del tratado en inglés. La fronterización del territorio atravesó las identidades de sendos territorios hasta labrar una identidad nacional a ambos lados de la nueva muralla fundada en el desprecio hacia la otra.

Compuesta a través de extractos fílmicos tomados de Internet, no se trata en cualquier caso de un trabajo apropiacionista, pues no es apropiación la toma de lo que a uno le es propio. Y así como Véliz expone una realidad colectiva de larga trayectoria, también lo hace Pavel Giroud en uno de los documentales más esperados y que mayor conmoción han causado en los últimos meses.

Como el padre con el hijo descarriado, la Revolución, misericordiosa, recibió de nuevo en su seno al polémico poeta Heberto Padilla en un señalado 1971. Aunque luego lo desterrara. El caso Padilla no es un acontecimiento menor en la historia cubana. No solo por lo sórdido del asunto, sino por su extensión. Ya en 1968, el escritor había recibido un aviso tras la publicación del poemario Fuera de juego, premiado por la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC), y cuyo jurado (que contaba con Lezama Lima) fue amenazado sin éxito para que cambiara su postura. Su detención, sin embargo, no se produciría hasta tres años después, un tiempo en el que continuó firme en su crítica a los tejemanejes de los grupos dirigentes.

La encarcelación de Padilla había levantado las voces de sus compañeros intelectuales. Se exigía su liberación tanto en la isla como en el extranjero. A esta petición se sumaban las firmas de destacadísimas figuras internacionales. Entre estas, figuraban Mario Vargas Llosa, Simone de Beauvoir, Jean-Paul Sartre, Juan y Luis Goytisolo, entre otros. Muchos de estos, partidarios de la Revolución en sus inicios, terminarían por retirarle su apoyo con la noticia del apresamiento. Las páginas que llenaron quienes estuvieron en desacuerdo se extendieron rápidamente y Padilla saldría de entre las rejas, aunque no sin ser utilizada esa salida a favor de la misma causa que lo apresara.

El día 27 de abril de 1971 fueron citadas en la sede de la UNEAC medio centenar de figuras integrantes de la élite intelectual cubana. Estas se encontrarían con el escenario propio de un consejo de guerra (tanto por la situación política que lo envuelve como por la rapidez con la que fue despachado el asunto). Herberto Padilla, pocas horas después de haber sido puesto en libertad, se autoflagela frente a sus compañeros. El poeta, víctima y verdugo, había pasado 38 días en los calabozos de la Seguridad del Estado. Durante los dos últimos, también había estado encarcelada la poeta y escritora Belkis Cuza Malé, entonces su esposa.

El discurso expiatorio de Padilla es una oda incómoda a los dones prodigados por la Revolución (y por sus dirigentes) a los que –nos dice, sudoroso– no agradeció lo suficiente. Su estancia en los calabozos –afirma– ha sido una experiencia liberadora, un tiempo detenido de reflexión, de purgación y de autoconvencimiento. Una temporada en el infierno en donde se revela que su único enemigo era él mismo. Suyo y de la Revolución. 

Uno se imagina ante una parodia de la Carta de Pablo a los Corintios: las buenas acciones serán recordadas para siempre, la Revolución proveerá. Padilla le enseña el camino a los que aún fieles quieren permanecer en el cielo revolucionario. El escritor se transforma en intérprete. Si el régimen quería de él una marioneta, les daría la más fantoche. Sirviéndose de la retórica oficial, retorcería su lenguaje hasta conseguir un discurso prodigioso por lo inconcebible. Consciente de que con ello terminaba la vida tal como hasta entonces la conocía, su acto final sería apoteósico.

Con la dolorosa autocrítica de Padilla, al que no quiso caldo, se le dieron dos tazas. Entre sudores y tensiones de mandíbula, Padilla terminaría esa mañana de abril por repudiar sus obras y disculparse una y otra vez por haberlas siquiera escrito. Fue un acto antirrevolucionario –por el tono grave y fastidiado– el no sumarse a la estética del entusiasmo heróico que requería ese preciso momento histórico. Una falta que ya había conducido a la censura a otras obras, como la que inaugurara diez años antes el cortometraje PM de Orlando Jiménez Leal y Sabá Cabrera.

El lastimoso mea culpa sería grabado por dos cámaras del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC) para que Castro, que no se personó en el evento, pudiera verlo. La filmación permaneció oculta durante medio siglo, siendo recordada por el poeta en La mala memoria (1989), recalcando la necesidad de su recuperación para zurcir aquel episodio recogido solamente en transcripciones cuidadosamente extractadas y publicadas en la revista Casa de las Américas, primero, y después difundida internacionalmente. Hay ocasiones (y Padilla lo sabía) en las que una imagen vale más que mil palabras. Acusado y acusación coinciden en la misma figura: Heberto Padilla, la herida y el cuchillo. Expuesto cual penitente bajo un sambenito, el régimen castrista utilizó a Padilla como un redimido ejemplarizante.



El Caso Padilla (Pavel Giroud, 2022)

Lo que sí es ejemplar es el tratamiento que Pavel Giroud (La Habana, 1973) hace de esa memoria documental. Ejemplar en el más estricto sentido histórico. Escribía Tzvetan Todorov en Los abusos de la memoria (1995) que para distinguir un buen uso de aquello que recuperamos del pasado podemos preguntarnos sobre los resultados que este puede tener. Esto mismo es lo que se plantea Giroud al recibir las grabaciones. ¿Debía acaso exponerlo tal cual se le había hecho llegar? ¿El registro en crudo? ¿Editarlo solamente para hacer la imagen más amable? ¿O debía acaso trabajarlo para que al lanzarlo al público no quedara en un descubrimiento anecdótico? Giroud opta por la segunda opción y decide hacer una película.

Encadenados al discurso del poeta, se suman otros documentos que dan fe de los episodios literarios y judiciales que relata Padilla, y que lapidan la verdad construida que la Seguridad del Estado quiso transmitir a través de sus labios. Se suman, pues, otras verdades que constatan el horroroso control ejercido sobre los intelectuales cubanos: recortes de prensa, entrevistas televisadas, fragmentos literarios del propio Padilla o de figuras a él cercanas. La grabación, entonces, no podía ser presentada de forma literal, pues no conduciría más allá de sí misma. Pero, presentando conjuntamente todo aquello que pueda serle vinculado en plena Guerra Fría, se consigue la continuidad del pasado en el presente. La apuesta del director es una elección estratégica. Colocando el caso del poeta cubano en paralelo a la sofocante coyuntura internacional, consigue evidenciar los peligros del autoritarismo. Sí, la censura y el control de la información se daban y dan en Cuba. Pero no solamente. La memoria ejemplar, como dijo Todorov, es potencialmente liberadora.

El de Giroud es un trabajo de archivo brillante que incluye también fragmentos de intervenciones radiofónicas de Fidel Castro proyectadas sobre tomas aéreas de la ciudad de La Habana: un gesto el de estas escenas que acentúan la sensación de control absoluto. En una entrevista con Ian Padrón, el director afirmaba que la suya no era una película política. Sí era, no obstante, una película sobre política. No cuestionaremos aquí a qué categoría pertenece el documental, cada espectador tendrá su opinión, pero sí venimos a decir que sin duda es una película situada en la experiencia amordazada y posicionada del lado de lo que es cierto. Giroud pone sus herramientas a disposición de esa certeza.

Si tomamos estos archivos como un caso de memoria secuestrada, el trabajo de Giroud es también un trabajo de devolución de la memoria misma. Y con esta devolución, se legitiman las voces disidentes que en tantas ocasiones han sido cuestionadas por la fidelidad a un ideal. Tan difícil es a veces creer lo que no se ve cuando las ideas están en juego. Cuántos habremos sido quienes en una tierna infancia (no por edad necesariamente, sino por falta de información) hemos querido ver en la isla la consumación de una utopía, aún menospreciando sus colateralidades. Acciones como esta merecen no solo aplausos sino también agradecimientos.

Hasta la fecha, El caso Padilla ha visitado el Festival de San Sebastián, el Festival de Cine de Miami y el Festival Cinematográfico Internacional del Uruguay. En unos días se presentará en el Barcelona Film Fest. Aunque no haya indicios que hagan pensar que esta película podrá ser proyectada en su Cuba natal, el valor de la misma está en el gran gesto que supone en la lucha para que así sea posible. Y así lo manifiesta Giroud en la inclusión de escenas actuales de la lucha en Cuba por la libertad de expresión: el caso Padilla no terminó con la noticia de la muerte del escritor, terminará cuando historias como la suya dejen de serlo: cuando todos puedan ser poeta en Cuba.

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