Dos estaciones

 

Por Pablo Gamba 

Dos estaciones (México, 2022) ganó el Gran Premio del Festival Cinélatino de Toulouse. El primer largometraje de ficción de Juan Pablo González se estrenó el año pasado en la competencia internacional del Festival de Sundance, donde la actriz principal, Teresa Sánchez, recibió un premio especial del jurado. En Morelia, en México, también la galardonaron por su actuación. 

Es una película híbrida que fue premiada, además, en un festival de documentales, True/False, en Columbia, Misuri, Estados Unidos. El director era conocido antes por Caballerango (México, 2018), un documental que estuvo festivales que se caracterizan por su radicalidad estética, como el de Ann Arbor y el FICUNAM. Su cine, sin embargo, parece más cercano al de los grandes documentalistas de ese país, como Tatiana Huezo, Juan Carlos Rulfo o Everardo González, por ejemplo, que a los que han emprendido búsquedas más disruptivas, como Clemente Castor (Príncipe de paz, 2019), Pablo Chavarría (Las letras, 2015; Fragmentos en la vida de un músico, 2020) o Pablo Escoto (Ruinas tu reino, 2016; Toda la luz que podemos ver, 2020). 

En un contexto más amplio, la hibridación es una de las búsquedas características del documental contemporáneo, junto con el giro subjetivo. Ambas podrían enmarcarse en un debilitamiento de la aspiración o capacidad de diferenciarse de la ficción que había movido al documental desde sus orígenes, a pesar de todas las licencias a las que da lugar la definición clásica de John Grierson: “Tratamiento creativo de la realidad”. 

La mezcla del documental con el melodrama es el aspecto más relevante y problemático de Dos estaciones. En la medida en que la historia se enmarca también en este género de ficción, la protagonista es una “madre” que sigue el modelo de los patrones paternalistas del cine clásico mexicano. Siendo mujer, se sacrifica por sus “hijos”, que son los trabajadores de su empresa y otros miembros de su comunidad. Actúa por venganza, además, otro tópico del melodrama. 

La “madre” en Dos estaciones es María, el personaje que interpreta Sánchez. Se trata de la propietaria de una fábrica de tequila, negocio heredado de su familia al que ella ha dado un impulso renovador. La crisis que afronta se debe a otra modernización, la de la economía mexicana, como se llama al avance del neoliberalismo en el lenguaje oficial. 

Los valores y prácticas tradicionales van quedando fuera de lugar ante la competencia de los capitales estadounidenses que se expanden por México, pero también ante otros cambios que se dan en la localidad, cuyas costumbres se modernizan. Frente a esto, María mantiene su disposición a continuar con las prácticas paternalistas tradicionales, que para ella son más importantes que la acumulación y expansión del capital. 

Este es el contexto realista de su sacrificio, que incluye su masculinización para asumir posiciones que se sobreentiende que por tradición han sido de hombres. También la resistencia a una quizás posible relación amorosa con Rafaela, una mujer atractiva menor que ella que se convierte en su mano derecha por su capacidad para el trabajo. 

La película está ambientada en Atotonilco el Alto, en el estado de Jalisco, de donde es originario el realizador, que también es parte de una familia de productores de tequila. Lo documental de Dos estaciones se presenta así como etnográfico. Por tanto, la cultura local constituye un marco de comprensión de los personajes por el público que trasciende la motivación psicológica característica del estilo clásico en la ficción. Pero este es el punto de mayor tensión con el melodrama, porque en la historia también opera esa otra causalidad genérica. 


El aspecto estilístico más llamativo de la película es cómo la tensión documental-melodrama se expresa en la cámara. Al comienzo, actúa como una observadora de la cosecha de la piña de agave, con la que se hace el tequila, pero después se ubica en la posición de un personaje que observa desde el interior de una troca (camioneta pick up), en un plano con cámara en mano en el que se ve por primera vez a la protagonista, a distancia. La mirada documental de este modo se sitúa en un posible integrante de la comunidad observada, con lo que pasa de etnográfica a autoetnográfica, lo que se corresponde con la relación del cineasta con esa comunidad. 

Pero, a partir del momento en que María se sube a la camioneta e intenta infructuosamente hacerla arrancar, se establece una cercanía de la cámara con el personaje que se estrecha hasta un grado máximo en el travelling que la sigue cuando decide seguir su camino a pie. La doble identificación del espectador señalada por Jacques Aumont, que es tanto con los personajes como con la mirada de la cámara, se traduce a partir de allí en un juego de acercamientos y alejamientos que son el correlato visual de la fluidez de los tránsitos de la observación documental al relato de ficción. 

Al final, así como el personaje de María es “encontrado” al comienzo por cámara, esta parece perderlo en una escena en la fábrica. Esto marca una suerte de falso final del documental. El episodio siguiente, en el que la protagonista actúa en conformidad con su rechazo a la “invasión” estadounidense, se desarrolla así marcado como relato de ficción, como una solución imaginaria para un problema trasnacional que supera a los personajes de la localidad. 

De este modo en la película se disuelve el problema de la doble fuente, etnográfica y melodramática, de la motivación y los valores. Mantener las tradiciones, por lo que respecta a la relación que procuran establecer los patrones con sus trabajadores y la comunicad en la que desarrollan sus negocios, se va transformando progresivamente en una ficción como las del cine clásico mexicano por los cambios que tienen lugar en la economía. 

Estas transformaciones, por otra parte, se extienden en la localidad a las identidades sexuales, por lo que la represión de María de sus deseo de Rafaela se hace también anacrónica frente a la libertad de la que parece disfrutar el transexual Tatín, que como ella es propietario, aunque de un negocio pequeño, una peluquería. 

Pero hay otro problema que pone en evidencia la falta de solución en esta disolución, y es el que plantea el dominio de la perspectiva de una clase social, la de los propietarios. Cabe preguntarse si lo tradicional que deviene ficticio por la modernización en la historia fue alguna vez real en ese lugar, de qué modo y para quiénes. 

Hay por lo menos dos escenas en las que la diferencia social entre la patrona y los trabajadores muestra las fisuras que la conflictividad abre en el paternalismo y en las relaciones “humanas” en general. Una es la renuncia de un empleado de confianza, que guarda silencio cuando María le pregunta por el que será su nuevo empleo, porque sabe que ella podría actuar para sabotear su contratación y conservarlo a su servicio. La otra, un acercamiento que Rafaela intenta hacia María, que ella rechaza con firmeza porque sabe que la diferencia de clase se impondrá y las dividirá con el desenlace de la crisis. 

A pesar de estos detalles, la ficción paternalista se mantiene, pero deja abierta la cuestión de hasta qué punto es realista la representación de los trabajadores y en qué medida replica a los mansos que dan trato de “patroncito” a los propietarios en el cine clásico mexicano. Hay que ver esto, entonces, como otra expresión de la crisis que causan los cambios económicos y sociales, y pone en evidencia el horizonte ideológico de una clase social en decadencia. Quizás es por esto que el documental pierde aquí su aspiración o capacidad de diferenciarse de la ficción.

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