Tundra
Por Eduardo Elechiguerra
En general podemos decir que las películas de Aparicio se ambientan en medio de los problemas sociales y gubernamentales de Cuba. Podemos precisar que, en ellas y sobre todo en esta, la crueldad representada por la rutina se da por sentado con el parásito gigantesco y las bestias tentaculares que aparecen en por lo menos tres escenas.
Se trata de crueldad porque con un parásito –que además en la realidad efectiva suele ser microscópico–, el humano intentaría matarlo en situaciones hipotéticas –¿normales?–. Con ese parásito de Tundra, Aparicio da cuerpo a una convivencia citadina e íntima sugerida en sus obras previas con decisiones estilísticas.
Walfrido, interpretado por Mario Guerra (El Benny, Chico & Rita), emprende una búsqueda, no para luchar contra ese organismo invasor, sino para encontrar a la Mujer Roja. Decir que Neisy Alpízar interpreta a este ser es quedarse cortos por la química entre ambos personajes y el ambiente que los rodea.
Planteada esta atracción entre crueldad y rutina, la diferencia de su tercera obra, presente en la edición más reciente de la Muestra del Festival de Cine Cubano Independiente, y sus dos películas anteriores, recuerda que ficción y no-ficción se alimentan para producir obras bastante disímiles.
A partir de las pistas que ha dado el mismo Aparicio en entrevistas, también sería oportuno trazar similitudes, divergencias y paralelismos de sus búsquedas con el cine cubano independiente de los últimos veinte años. Por ahora, digamos que mientras Sueños al pairo (2021), codirigido por Fernando Fraguela Fosado, abordaba con cabezas parlantes, documentos –fotos, canciones– la vida del compositor y músico Mike Porcel, Tundra y El secadero (2019) reelaboran desde personajes ficticios la realidad del país.
Aparicio radicaliza su propuesta en la tercera obra con movimientos envolventes de cámara y elementos pos-apocalípticos mechados con pasajes musicales.
En particular hay escenas donde la cámara inspecciona el entorno con un paneo de 360°: mientras Walfrido visita a una familia para cobrarles el servicio de electricidad, nos vemos metidos en este ambiente de sopor y mareo al ritmo de la voz de Guerra inspeccionando a la familia.
Entonces, ¿de qué nos serviría hablar del vínculo entre ficción y no-ficción dejando por fuera la seducción audiovisual de José Luis? Por un lado, el rigor en el documental permite conocer cómo el cantautor fue visto por distintas subjetividades, haya sido desde sus palabras o desde lo que otros no dijeron. En este sentido, Aparicio y Fraguela Fosado precisan con un solo inciso quiénes más fueron buscados para hablar sobre Porcel y no respondieron.
Por otro, el juego audiovisual de su película más reciente reitera los sentidos múltiples de las variaciones del color rojo, incluidas las del parásito, las de la iluminación, las de la danza de la Mujer Roja. Esta podría ser vista como una fácil decisión estilística si la paleta de colores no fuera tan rica que se escapa de categorizarla en posibles simbolismos.
En un tercer lado, la creatividad para aprovechar referencias audiovisuales en sus otras dos alude a una necesidad por superar lo que se puede documentar de la realidad. Toda teoría ha dejado en claro la infidelidad del dispositivo, aun cuando se trata de un abordaje observacional. Pero aun en una entrevista, en un discurso verbalizado que genera un sentido lineal todavía si está contextualizado por una imagen, el sentido de un documental es la búsqueda por la fidelidad, incluso de lo faltante.
Es verdad que las tres películas pueden ser contextualizadas como variaciones de la realidad social cubana. Y aquí es donde a nadie convienen las diferencias entre un documento y una obra: ambas son creaciones que, con distintas libertades y objetivos, plantean límites para entender lo que ha vivido la sociedad de finales del siglo pasado y de este.
Al final, la diferencia entre ficción y documental puede enseñarnos que la infidelidad difusa entre lo real y lo ficticio evidencia alcances más urgentes y menos irónicos en el segundo caso. Y a la vez, la tensión entre ambos abordajes descubre una flexibilidad ficcional que, cuando llega a niveles caprichosos e indiferentes para efectos de la realidad, deja una impresión tan perdurable como lo vivido luego de que termina una obra.
En esa ambigüedad, el poder seductor de la tercera obra de Aparicio recuerda los dilemas de este. En la búsqueda por “desautomatizar la mirada”, como él señalaba en esta entrevista, el realizador atrae desde la paradoja. Trastocar la rutina implica reconocer que en su automatismo hay dinámicas letales que, antes de entenderlas y hablarlas, deben sentirse.
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