Guián, Los Bilbao y Samuel e a luz
Por Begoña Martínez Rosado
Guián, largometraje de Nicole Chi Amén (Costa Rica, 2023), ha sido galardonado con la mención de honor en la competencia Burning Lights de Visions du Réel. Junto con él competían Taxibol (2023), del italiano Tommaso Santambrogio en compañía de Lav Díaz, y Rodaje (2023), del colombiano Samuel Moreno Álvarez, entre un total de quince películas.
Guián ha sido la única película latinoamericana premiada en todo el festival. Y son muchos los motivos por los que nos alegramos, sobre todo al tratarse de una obra que casi podría pasar desapercibida porque la carrera de su directora está en sus inicios.
Cierta incomprensión y cierto desconocimiento son lo que mueven a esta joven cineasta a realizar este documental. Aunque la haya acompañado desde siempre, la figura de su abuela se presenta como velada. Siempre cercana, pero nunca inteligible. Guián (nombre con el que se conoce a la abuela paterna en cantonés) nunca llegó a aprender el español, a pesar de las décadas que pasara en Costa Rica. Nicole no llegó a dominar el chino lo suficiente como para poder comunicarse con ella.
Mochila a la espalda y cámara en mano, a través del registro de su paso por las personas, las casas, las calles y las fiestas que dejó Guián, Nicole Chi Amén va expresando el conocimiento que le falta que es a su vez el que la define. Este registro de la comunidad china es el registro de la resistencia de una identidad diluida.
Este documental consiste en ir acumulando datos y datos que terminan por colmarlo todo de nuevos significados: palabras, conceptos, acepciones y matices expanden las dimensiones de la realidad, generan nuevas formas de ver y de conocer. Formas estas, las adquiridas, que hace que, en cierta manera, la mirada de Nicole mute por aquella que pudo tener su abuela.
Habilidosa, Nicole Chi Amén va hilando retazos de experiencias vividas desde el jardín de infancia que ponen de manifiesto la violencia racista estructural que atraviesa nuestras sociedades. Siempre hay alguien diferente. Siempre hay alguien más abajo. Aunque no es desde el rencor desde el que nos habla, sino desde la empatía hacia el que no comprende, aunque esa incomprensión duela.
El relato que ofrece la directora es un relato caleidoscópico de herencia y continuación generado a través de un delicado uso del montaje. No nos referimos solamente a la forma de tejer el material de archivo (recibido a través de fotografías, vídeos y recortes) con las tomas adquiridas durante su exploración, sino también al recurso del montaje intelectual a través de tomas exquisitas en plano detalle de los objetos que dejara Guián tras su partida, así como los espacios de su niñez, recuerdos recuperados con poderosísimos planos contrapicados. El simbolismo desprendido de estas tomas yuxtapuestas es tan inteligente como hermoso.
El concepto de ruina atraviesa todo el filme. Un concepto resignificado a partir de un cuento con el que arranca la película: una casa en ruinas puede ser vista como una casa a medio construir. Se trata de imágenes y sonidos cargados de agencia que significan y resignifican las historias personales de quienes se ven atravesados por la diáspora. Y así, también toda persona que se vea en ello reflejada.
El documental de Chi Amén es una apuesta más por el formato epistolar (ya lo comentábamos sobre Para no olvidar, de Laura Gabay). A medida que le escribe a la abuela, va escribiendo su vida, una forma sutil de historiar un relato que de otro modo habría quedado olvidado. El documental es un ejercicio de la microhistoria en la que se recuperan voces y experiencias de personas comunes en la construcción de la historia, tanto personal, por lo que supone la reconstrucción de la vida de una mujer (la abuela) como comunitaria (en este caso, la comunidad china costarricense). Nicole Chi Amén contribuye así a la reescritura de una historia nacional que debería ser (como todas) más rica y diversa.
Junto con Guián debemos destacar otras dos películas más que podríamos catalogar como cine doméstico que se apartan del todo del recurso archivístico que hemos ido pudiendo ver a lo largo del festival en filmes como Para no olvidar (2023), de la uruguaya Laura Gabay, y La prisión de mi padre (2023), del venezolano Iván Andrés Simonovis Pertíñez. Se trata de Los Bilbao (Argentina, 2023), de Pedro Speroni, y Samuel e a luz (Brasil, 2023), de Vinícius Girnys.
Tras cinco años entre rejas, Iván Bilbao regresa al pueblo de Chascomús (provincia de Buenos Aires), donde le esperan sus padres, su mujer (Yamila) y su hija (Luz). Convencido de que debe hacerse cargo de su familia, sus días se balancean entre el disfrute de las libertades y las convivencias recuperadas, y la lucha por la supervivencia. El paso por prisión se va revelando como un suceso que marca su libertad posterior hasta el punto en que debe ceder casi hasta la pleitesía a las autoridades policiales si se da el encuentro.
A través de planos inmóviles, Speroni ofrece escenas recortadas del día a día de la familia a lo largo de los nueve meses del embarazo de Yamila. Unos planos que ayudan a generar la sensación de la frecuencia narrativa, casi al modo de cuadros pictóricos –no solo por la fuerza y la potencia de imágenes cuidadosamente avistadas (pues la intervención en el espacio es mínima) sino también por la contención de los momentos álgidos en la pantalla.
Las tomas en Los Bilbao son tomas quietas, serenas, sacudidas en ocasiones por la vitalidad de las situaciones. Una vitalidad alegre, en ocasiones; una vitalidad feroz, en otras. El sosiego del día a día oscila en función de dos contrapesos: la carga del pasado y el hambre de futuro. En los lugares que parecen inmovilizados por la falta de oportunidades no hay siquiera tiempo para la desesperanza.
En La representación de la realidad, Bill Nichols trata el tema de la responsabilidad residual del descifrar el mundo de la experiencia colectiva y la responsabilidad en la representación de esa interpretación. Escribe a propósito de eso que el discurso de lo real en el documental es, junto a otros discursos, una construcción de la realidad social misma. A través de un naturalismo estilítico particular, Speroni se hace cargo de esa responsabilidad (ética y afectiva para con la familia que lo ha acogido) y se cuida de exponer a esa familia de la forma en que ella misma desea verse expuesta.
Speroni ya había pasado por Visions du réel en 2021 con Rancho, con el que debutó en el largometraje y por el que obtuvo el Premio a la Ópera Prima en el BAFICI de ese mismo año. En Rancho, retrato de la vida en prisión conducido por los relatos en primera persona de sus habitantes, ya nos encontrábamos con Iván y con la eliminación aparente de cualquier participación externa. La elección del formato no participante demuestra cuán innecesaria es a veces la intervención en vivencias de las que no se es partícipe.
Sin embargo, eso solo es en apariencia. La consecución del filme y la naturalidad de sus protagonistas solo es posible gracias al vínculo establecido entre la familia y el director, y el voto de confianza generado a partir de la construcción de una relación horizontal.
Los Bilbao puede leerse en conjunto con Peregrinación (2015) y Rancho (2021) como un tríptico sobre la vida en prisión. O alrededor de ella. Por los años dedicados a este tema bien podemos decir que el trabajo de Speroni es una obra comprometida en la que la continuación se debe a un devenir y no a una planificación proyectada. Y tal vez sea eso lo más llamativo de la película: el preciosismo que escapa de la ausencia del artificio.
A dos mil quinientos kilómetros de Chascomús, en un remoto pueblo de la costa de Paraty llamado Ponta Negra, entre Rio de Janeiro y São Paulo, una familia vive modestamente de la pesca en un entorno idílico en el que no parece necesitar siquiera la luz eléctrica. La llegada estrepitosa de los turistas arrasa con las formas y ritmos vitales.El candor emanado de las escenas nocturnas iluminadas por velas va siendo reemplazado por los destellos parpadeantes de una electricidad inquieta. La vida, que hasta entonces parecía destinada a servirse a uno mismo y a los suyos, vira hacia el servicio de los demás.
El cambio se va sintiendo en cada una de las dimensiones que componen la realidad del paraje: materiales e inmateriales, instrumentales y lúdicas. Se van alejando cada vez más de la inmediatez y la vinculación al entorno, no sin oponerse a este cambio cierta resistencia: a lo largo del filme, el padre sostendrá su negativa a participar de esa nueva economía que gira en torno al visitante. Teje que teje sus redes de pesca, los ojos ciegos y los oídos sordos al estruendo.
La playa, poco a poco, va siendo fagocitada por turistas. A cada cual más ruidoso. Los ritmos de vida tradicionales se ven quebrados por unas velocidades ascendentes. A más visitantes, mayores necesidades. A mayores necesidades, mayor rapidez. Uno se imagina Al pie del acantilado (1964), ese cuento de Julio Ramón Ribeyro en el que puede quedar la playa limpia de incomodidades, pero aún molestará el agua si está fría. A quienes van a descansar la mirada del derroche siempre faltarán cosas.
Rodada a lo largo de varios años, Samuel e a luz ofrece un retrato complejo del avance de una modernidad tardía. Las promesas del progreso iniciados con la Revolución Industrial siguen viéndose representadas en las escenas de exhibición política. La imposición de los modos contemporáneos se sienten más anacrónicos que la pervivencia de los modos tradicionales. Si entendemos el presente como un pasado extendido, las formas de la actualidad no es que sean tampoco de la actualidad más rabiosa, ni así tampoco sus mecanismos de imposición.
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