Fantasmagoría


Por Begoña Martínez Rosado

Un retrato de grupo de trabajo nos lleva de vuelta a La salida de los obreros de la fábrica de los Lumière. Una iconografía que atraviesa varios siglos y territorios. Una representación (la de la masa de trabajadores industriales) que no se agota, pues los mecanismos que demandan su existencia siguen vigentes. Esta existencia se nos presenta en Fantasmagoría (2022), cortometraje dirigido por Juan Francisco González, como un aullido lejano. Un aullido que ha recorrido distintos festivales internacionales como el Ícaro de Guatemala, el de Málaga o el Yogyakarta de Indonesia. El último hasta el momento, el Syncro Film Fest de Buenos Aires.

Este aullido es el de Manuel Antonio Carvajal, trabajador de la mina de salitre en el desierto de Atacama durante cuarenta y tres años, desvelado como testigo de lo poco que queda de la gran empresa que terminó por sepultarlo en vida en el polvo levantado. Desde ese testimonio realiza su enunciación, reviviendo aquello a lo que le devuelve el nombre. Un nombrar in situ que late en otras propuestas de denuncia como Responsabilidad empresarial (2020), dirigida por Jonathan Perel.


Escribía Roland Barthes en El discurso de la historia sobre la coexistencia o “el roce de los tiempos”. Estos dos tiempos: el tiempo de la enunciación y el tiempo de la materia enunciada. Es de este encuentro desde el que se desgaja el fantasma de Carvajal. Un desprendimiento fiel a la noción benjaminiana que da nombre al filme y a la latencia de las consecuencias de una modernidad devastadora.

El tiempo de la materia enunciada se nos presenta con imágenes rescatadas del tiempo: imágenes de archivo. Este primer lapso se presenta inicialmente dentro de un marco circular, una máscara común en los primeros años del séptimo arte. Este iris shot ‒muy común durante los años del cine silente‒ era herramienta de enfatización de detalles precisos. En el caso de la primera imagen que nos llega, la de la figura central del grupo de trabajadores. ¿Tal vez la que nos hablará en adelante?

El ojo se va abriendo a nuevas escenas cuyo marco rectangular las hacen sentir ahora como un recorte. Estos registros documentales, si bien parecen registros inocentes, no son documentos cualquiera. Uno puede ver ahí una factura (la de la mano, guiada por el ojo), que, si bien artesana, es la de un profesional. Por los tiempos del encargo, el precio del celuloide, y las abismales diferencias socioeconómicas del entorno, uno debe leerlo como quien lee la donación de un retablo a una iglesia. Es un mago del aparato contratado para conservar en la película una proeza ingenieril. El cineasta como notario.

El blanco y negro de los continentes documentales ‒en los que la máquina es la absoluta protagonista‒ se ve sacudido con tomas en color. En este segundo tiempo, el de la enunciación, se abre el discurso fantasmal, depositado como un limo sobre tomas estáticas del espacio desértico y abandonado. La voz, aquello que ha quedado fuera del registro del tiempo pasado, es un residuo positivo que atraviesa las tomas del hoy. Tomas en las que son escasas las figuras orgánicas, y las que aparecen son leídas como supervivientes.


Fantasmagoría es un sobrio ensayo evidencialista sobre el fracaso de los discursos de la modernidad y la pérdida de los dones prometidos. También sobre los procesos identitarios derivados de esa ilusión. Tras dar su nombre, añade a modo de apellidos: Caseta Sur. Bloque 3, y nos pasea por su historia. Fuimos a ver las casas y las máquinas, nos cuenta nuestro fantasma. Es la promesa de un hogar y un empleo que no les pertenecerán realmente. Son de la Anglochilena Consolidada. Así las presenta. Y las inserta dentro de sí mismo en un ejercicio de memoria. Su cierre, a modo de extirpación, una herida honda. Con esta clausura, la desorientación, el desarraigo y la muerte. Veo a los hijos de mis hijos que no conozco.

La estrategia de denuncia crítica que sigue González es la una estrategia evidencialista. Una crítica articulada a partir del relato de una experiencia compartida, no solamente en el desierto de Atacama sino en otros muchos puntos del planeta, a donde tantos se trasladaron en busca de oportunidades de trabajo. Esta experiencia lo envuelve todo.

El recuerdo de la industria perdida se refuerza con el afilado espacio sonoro. A cura de Diego Aguilar y Edgardo González, que fueron premiados por este mismo trabajo en el festival brasileño Curta Taquary, se encadenan los residuos sonoros de las máquinas, las cadenas, las tablas y los plásticos abandonados, sonidos que por su materialidad, su concreción y su especificidad les devuelven la forma. Los engranajes siguen gruñendo a pesar de que no haya mano visible que los mueva. Unos sonidos que atraviesan las imágenes casi inmóviles. Invisibles, sus vibraciones se infiltran como un gusano entre los surcos y las grietas del paisaje, al igual que nuestro fantasma.

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