Metal y melancolía (1993)

Por Begoña Martínez Rosado

Heddy Honigmann, cineasta peruano-neerlandesa, ha dejado una marca profunda en el cine documental por ese ojo tan amable como refinado hacia la intimidad, la identidad, la memoria y la supervivencia, siempre recordándonos con contundencia la interconexión entre lo que acontece dentro y fuera de la pantalla. De entre sus obras, seguramente la que más resuena es su primer documental: Metal y melancolía (1993). Restaurada recientemente por el Eye Filmmuseum de Ámsterdam, este gesto rinde homenaje a una de las grandes figuras del documental latinoamericano fallecida el año pasado.

En Metal y melancolía la directora acompañada de un sonidista presenta a una serie de taxistas informales, una práctica común para complementar salarios exiguos o subsistir en caso de desempleo. Escribe Isabell Lorey que la precarización se extiende más allá de la inseguridad laboral, de la deficiencia en la cobertura social paralela al trabajo. El miedo que en ella se engendra afecta a toda existencia, afecta a los cuerpos y a sus subjetividades. Y así se revela en el documental de Honigmann, donde la vida gravita en torno a las carencias, y se agarra a donde puede. Quien no tiene carro, le vende al que tiene el sticker.

La posición de la lente es una de las características que determinan la forma en la que la directora realiza su acompañamiento. Es desde el asiento del copiloto desde el que se producen las tomas, una posición dentro del coche que permite la proximidad necesaria para entablar conversaciones más allá del cómo está el país, de cómo está el tiempo, de cómo está la carretera. Se abre el cómo se está en ese país, de cómo se está en ese tiempo, de cómo se está en esa carretera. O a pesar de todas estas cosas.

Los taxistas capturados son un reflejo del afán de supervivencia de una sociedad atravesada por la incertidumbre de una crisis catastrófica. Metal y melancolía es el retrato de una identidad colectiva edificada sobre la desolación y la incertidumbre, sobre la lucha por la supervivencia y la dignidad. La acción ante la precariedad pasa a ser un valor identitario en un Perú hambriento de esperanzas. Este valor identitario, esencia del talante peruano, símbolo de una nación quebrada. Y en ese quiebre, nuestros protagonistas se abren hacia adentro: sus casas, sus recuerdos.

Y es el recuerdo al que muchos se aferran. O tal vez no al recuerdo sino al miedo de que lo que se considera real (esto es, las profesiones para las que se han formado, las profesiones que mantienen fuera de la máquina) no termine por desvanecerse. Muchos de los entrevistados insisten en que ser taxista es una práctica eventual, no algo que los defina. Que lo que sí los define, no obstante, es elegir esa práctica, es sentarse frente al volante para asegurarse un plato, para asegurarse un medicamento, para asegurarse el seguir. Como si ese tiempo truncado se tratara de un sueño.

Ese estado transitorio que parecen vivir los taxistas queda contrastado por lo que llegamos a ver fuera de los límites del taxi. En las escenas puede verse el exterior a través de sus ventanas, el caos que describen los conductores es captado por la cámara: las calles destartaladas, los hierros oxidados, niños buscando vender cualquier cosa y el polvo cubriéndolo todo.

Toda esta dimensiones son recogidas por Honigmann, testimonios de la crisis desoladora que dejó el primer mandato de Alan García (1985-1990) y de los primeros años de esa primera tanda fujimorista (1990-1995), atravesados también por la lucha armada interna en la que se dieron el encuentro la brutalidad del Estado y crueldad de los grupos terroristas. Un tiempo en el que un neoliberalismo descarnado fue aplicado en el Perú como la promesa de un futuro que devolvería la gloria al país. Una gloria, todo sea dicho, de la que sólo gozó durante siglos una parte reducida de su población que ahora se veía precipitada a un estado de supervivencia raquítica.

La precariedad ha sido analizada por Judith Butler como una forma constante de regulación, ya no como circunstancia temporal, fruto de condiciones concretas, de un tiempo específico, sino como modo de gobierno (tanto de las instituciones como de uno para uno mismo). De un estado episódico ha mutado a una forma de control definitoria de nuestro presente. Es, en definitiva, un sistema de gobierno y regulación, de autocontrol y autosometimiento. Un giro perverso que delega las responsabilidades en los ciudadanos, quienes son conducidos a confiar y favorecer aquellos mecanismos que prometen seguridad y control. Al coste muchas veces de derechos fundamentales. Una reestructuración que ha de deshacerse. 

A propósito de esta tarea de reconducción y reconstrucción, escribía Ulrich Bech en La sociedad del riesgo acerca de lo que llamó “la individuación de los riesgos”, un concepto mediante el cuál nos explica cómo a consecuencia de la extensión del neoliberalismo y las herramientas del miedo– cada individuo pasa a ser concebido como gestor de su propia exposición del peligro. Esta perspectiva implica que uno percibirá su propia vulnerabilidad e inseguridad personal como fruto de las elecciones y decisiones tomadas. La encomienda de lidiar con estos riesgos se desplaza entonces desde las esferas institucionales hacia la esfera individual.

El documental de Honigmann es testimonio de esta misma reconfiguración de la estructura y dinámica de las sociedades contemporáneas. Un giro que, como apunta Beck, debe ser reconducido a través de nuevas estrategias de gobernanza y responsabilidad para confrontar los riesgos cotidianos que claramente encontramos expuestos en la película, el retrato de una sociedad abandonada por el Estado que debe salir adelante por propio pie, ser dueña de su propio destino. Palabras estas las de un discurso meritocrático que no hace sino erigir castillos sobre la arena.

Este retrato lo componen los relatos de los taxistas entrevistados. Una clase media empobrecida. Y esto es importante. Empobrecida es una categoría diferenciada a la de pobre, expresa la decadencia de una clase específica, la clase media, que va reduciéndose. Y es el relato de una clase media que parece al borde de la extinción el que es seleccionado por la directora. Un relato conjugado por sujetos con un determinado nivel de educación, sujetos con un determinado uso de la lengua castellana. Ante esto cabe preguntarnos: ¿puede hablar el subalterno? ¿Dónde queda el que no es más pobre ahora porque ya de antes no podía serlo más? ¿Qué espacio ocupa?

Metal y melancolía no ha perdido con los años la vigencia como documento de historia social. Su tesis se ha sostenido con el tiempo porque en ese tiempo no ha sido mucho lo que ha cambiado. Ese giro que se denunciaba terminó por completarse, y la rueda siguió girando a favor del neoliberalismo.

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