Neón Cortex
Por Mariana Martínez Bonilla
Bruno Varela presenta Neón Cortex (una película transustanciada) (2023) en el 21° Festival Internacional de Cine de Morelia (México), a celebrarse del 20 al 29 de octubre. El filme forma parte de la selección de cortometrajes mexicanos, en donde competirá con obras de Dennis Noel López Sosa (Ajá), Armando Navarro (Arkhé), Luna Marán (Bucan Tu Rhachhidu’, en español Deja lo que te espanta) y Natalia García Clark (Estatuas), entre otras y otros.
La película de corta duración de Varela es una reformulación de sí misma, pues ya había sido creada en el 2019 y se caracteriza por la reutilización de algunas imágenes que vimos recientemente en El prototipo (2022), película sobre la que escribimos en Los Experimentos hace algunos meses (ver la nota aquí) y la cual motivó también una entrevista. En un intercambio epistolar electrónico, el propio creador afirmó que no exhibiría ambas obras juntas por la evidente contaminación significante entre ellas.
Sin embargo, ello no implica que en este nuevo montaje o encadenamiento, las imágenes que dan forma a otro ejercicio visual no deban leerse según las coordenadas propuestas por la ciencia ficción prototípica, desarrollada en el largometraje acreedor del Puma de Plata a la Mejor Película de la competencia Ahora México en la última edición del festival universitario de cine FICUNAM. No se trata de replicar el modo según el cual hacemos sentido de la adaptación de la obra de P. K. Dick hecha por Varela, sino de reconocer los vasos comunicantes y las particularidades de su muy singular esquema ficcional.
Desde su primera forma, llamada Corteza neón (2019), la obra manifiesta la inquietud del artista por la exploración de las propiedades físicas del medio fílmico. Las emulsiones caducas y las películas heridas o sometidas a procesos de decadencia por el propio paso del tiempo constituyen una ficción especulativa de orden material, en donde las miradas del cineasta y del espectador acuden a la conformación de una película potencial a través del colapso de la emulsión en su revelado y escaneo.
Neón Cortex (2023), la nueva versión de aquella obra, se desentierra a sí misma para incrustar sus estructuras y voluntades en un nueva forma-tiempo. Su esencia permanece inalterada: “narración vegetal, sueño de semillas”, productora de trance. De ahí que su cualidad potencial se desdoble en dos sentidos. Por un lado, como rearticulación de la experiencia a partir de la creación de condiciones de reconstrucción de las prácticas audiovisuales fuera de los márgenes hegemónicos del sentido (de ahí que alguna vez Miguel Errazu la relacionara con el concepto de “historia potencial”, acuñado por la teórica israelí Ariella A. Azoulay). Por el otro, como desviación aleatoria del sentido textual hacia la afectación vibrátil, producida por el estado de trance o hipnosis que emerge del acompasamiento entre su banda sonora y el ritmo de su montaje.
Sus imágenes muestran los vestigios del tiempo pasado, un tiempo ancestral que deviene anacrónico en cada una de las múltiples manifestaciones de la voluntad del filme como entidad viva. En ellas habitan elementos naturales, orgánicos, creemos que son plantas cuyas estructuras son trastocadas por el lente de una cámara cuyos movimientos las emborronan y las desconfiguran. Las texturas de la naturaleza se convierten en parte de la materialidad granulada e imperfecta de la superficie fotosensible. Por ahí se vislumbra una marca, una herida, algún desajuste de la imagen en el momento de su digitalización que tomará la forma de una raya sobre el material o, incluso, manifestará el desgaste propio de lo fílmico. Por allá, un fragmento de sprocket que nos obliga a tomar consciencia de que aquello que vemos es nada más que un signo indicial, huella de un tiempo y un objeto que se presentan en su ausencia.
Sobre las imágenes de semillas se inscriben algunos subtítulos. Ellos narran una historia futurista sobre un grupo de enviados como vanguardia a un laboratorio oaxaqueño, un momoxtle ubicado en el desierto. Como nota contextual añadimos que un “momoxtle” es un altar prehispánico, ubicado en un cruce de caminos, en donde se rendía culto a los dioses y a los muertos. Interesa aquí la relación entre los procesos fotosensibles del cine y las ideas del cineasta acerca de la posibilidad de la autogeneración maquínica de un mundo “artificial y programado”.
Las alusiones a los campos electromagnéticos son ya un sello autoral, así como también la constante resignificación de las imágenes a través de sus múltiples encadenamientos en diversos circuitos imaginarios que producen efectos sensoriales variopintos. Si pudiéramos plantear un esquema secuencial sin hacer un découpage, obtendríamos una primera sumatoria de elementos: plano detalle de semilla flotando en un líquido cristalino + contrapicada detalle de planta con fondo azul + imagen informe que se mueve sin cesar + turbina de avioneta. Así, como si se tratara de una ecuación, Varela reconfigura constantemente sus cadenas significantes. Posteriormente, las imágenes se repiten aunque sus posiciones sobre la línea temporal varían, permitiendo la acumulación de otras imágenes con características de encuadre y movimiento similares.
De acuerdo con la historia narrada por los añadidos textuales, los sujetos que llegaron al momoxtle se convirtieron en plantas y éstas, a su vez, en imágenes (imágenes de flores aparecen en la pantalla) magnificadas. Estas muestran sus detalles sin empacho alguno. El lente de la cámara replica el punto de vista de un insecto. Aunado a ello, el ritmo frenético de las imágenes (tanto en sí mismas como en el montaje), amplifica el efecto de trance en Neón Cortex. Es como si nos convirtiéramos en participantes de la mitificación del intervalo, la película nos arranca de las coordenadas espacio-temporales que dotan de sentido al mundo según la cosmovisión occidental que rechaza otros saberes no basados en las ciencias modernas.
Así, en Neón Cortex, como ha venido haciéndolo en sus más recientes obras, Bruno Varela convierte al cine, máquina moderna por excelencia, en un dispositivo político, capaz de rearticular el sentido del mundo desde perspectivas sensoriales e hipnóticas que no respondan a la cientifización del saber y la experiencia. En este trance (en donde el espacio y el tiempo se rearticulan), resuenan las enseñanzas del Anagrama dereniano y sus rituales de transfiguración del tiempo, en los que los mitos se fusionan con exploraciones de orden estético y ético desindividuadas.
Llama la atención el descuido por parte del festival (intencional o no) al colocar esta y otras obras de carácter experimental, no necesariamente no ficcionales, en la anquilosada y casi podrida categoría de “documental”. Resulta una necedad obviar todas aquellas discusiones acerca de las variaciones de la imagen que no se adhiere a las prácticas comerciales, que desde mediados de la década de 1950 fueron reconocidas en festivales y concursos como el Festival de Cine Documental y Experimental del SODRE, realizado en Uruguay desde 1954 hasta 1971, y el Primer Concurso de Cine Experimental en México, organizado por el Sindicato de Trabajadores de la Producción Cinematográfica en 1965, por citar solo dos ejemplos. Y, ni qué decir de la completa falta de interés por el ejercicio de un criterio informado que revise los planteamientos teóricos al respecto. Ello, claro está, no se contradice con la apuesta por la generación de espacios para la exhibición de este tipo de propuestas creativas que se escapan de una categorización rígida.
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