Arkhé

 

Por Mariana Martínez Bonilla

Parece ser que la pulsión de archivo es el síntoma del cual el cine y, más aún, el arte latinoamericano contemporáneo no logran desprenderse. La reactivación de archivos y la recuperación de las imágenes y los documentos (y fragmentos) del pasado dan cuenta de la urgencia por problematizar el pasado violento de la región. Estos ejercicios son potencialmente capaces de reescribir las historias que se narran desde puntos de vista hegemónicos y, por ello, presumiblemente dudosos.

La condición del archivo es lacunar. De ello no hay duda. En sus muchos textos dedicados a los documentos y las imágenes del pasado, el filósofo e historiador del arte francés, Georges Didi-Huberman, ha advertido contundentemente, palabras más, palabras menos, que el trabajo con el archivo implica remover las cenizas del pasado y adentrarse en un terreno fangoso y horadado. A ello me gustaría añadir que de ese pantano pocas veces se sale bien librado.

Las memorias quebrantadas, de tal manera, encuentran un lugar de enunciación y visibilización siempre en contradicción con las memorias oficiales, tanto individuales como colectivas. De tal manera, los artistas del remontaje que se acercan a ese cúmulo de cenizas y escombros, también llamado archivo, explotan las cualidades testimoniales de las imágenes que documentan el pasado para expandir los debates en torno a sucesos o acontecimientos determinados.

Un ejemplo de ello es Arkhé (2023) del cineasta mexicano Armando Navarro, un cortometraje de tendencia semificcional y ensayística, presentado como parte del Festival Internacional de Cine de la UNAM, FICUNAM, el Festival Internacional de Cine de Guanajuato, el Festival Internacional de Cine de Morelia, y el Festival de Cannes. En él se aborda el problema de las imágenes del sismo que azotó a la Ciudad de México el 19 de septiembre de 1985, resguardadas por una de las corporaciones de telecomunicaciones más importantes del país: Televisa.

A través de la arqueología del archivo en el que se “resguardaron” hasta hacerse invisibles algunas de esas imágenes, Navarro da cuenta de la urgencia por cancelar el olvido en el que poco a poco quedaron enterrados aquellos testimonios audiovisuales de la tragedia. En su momento, Jacques Derrida rastreó los orígenes de la palabra archivo. Ésta proviene de la raíz griega arkhé, la cual sirve para designar el principio o fundamento del que deriva toda la realidad material, pero también sirve para designar al mandato, ahí en donde una ley manda. Así pues, todo principio de origen según el que se organiza un archivo, también impondrá una serie de operaciones de censura que determinarán aquello que es visible, legible y audible en un momento histórico determinado.


Rescatar la memoria del terremoto en México es una tarea sumamente problemática en tanto serían los designios comerciales de dicha empresa los criterios de visibilización y silenciamiento a los que se sometieron los registros audiovisuales de la mañana del 19 de septiembre. Quizá una de las mejores formas de definir la labor del equipo de producción de del cortometraje tendría que ver con la valentía de enfrentarse a los vacíos y obliteraciones de un archivo que persigue atrozmente fines más comerciales y que, de muchas maneras, ha moldeado la memoria colectiva de una nación.

Así pues, las imágenes nunca antes vistas que conforman el plano visual de Arkhé (2023) muestran una ciudad en ruinas y los intentos de sobrevivir de aquellos que pudieron escapar del colapso estructural, o de quienes tuvieron la buena suerte de encontrarse en una zona que sufrió afectaciones menores. Junto a esos testimonios visuales que toman la forma de imágenes capturadas por algún operador de cámara que salió al encuentro de la desgracia tras el sismo, las cuales buscan dar cuenta absoluta de la destrucción, se posicionan primeros y medios planos de las víctimas, pero también de todos aquellos hombres y mujeres que pusieron sus vidas en riesgo para hurgar entre los escombros, buscando el más mínimo indicio de vida en las entrañas de un edificio hecho trizas.

A ello se suma la que quizás sea una de las secuencias más devastadoras del cortometraje. Y no, no se trata de los heridos o la cara de un cadáver ensangrentado que se asoma, prensado, entre lo que parece ser un muro caído, sino las imágenes del entonces presidente de México, Miguel de la Madrid, quien escucha a algunas mujeres que piden su ayuda. Su rostro, inexpresivo, está acompañado por la ausencia de gestos corporales que busquen contener a quienes se le acercan. Ante las súplicas, el líder no puede más que decir “voy a dar instrucciones para que vengan”. La preocupación mayor de esta figura, según se deja ver en una entrevista recuperada por A. Navarro, era la complicación de la crisis por la que México atravesaba gracias al fenómeno natural. “Pero el llanto, ese llanto rebasa la crisis y cualquier intento de economía”, advierte la voz que acompaña a las imágenes desde una enunciación femenina.


La palabra que mejor describe aquello que vemos en la pantalla, entre escombros y cadáveres, es ruina. La voz, una vez más, aclara el estatuto de aquellas ruinas. A los edificios caídos se suman, entonces, las imágenes dañadas no solo por el paso del tiempo, sino por las condiciones materiales de sus soportes, expuestos al concreto y las inclemencias climáticas del momento en el que fueron utilizados para registrar las consecuencias del acontecimiento sísmico.

Esta figura narradora relata en tercera persona la historia de un personaje anónimo que, en su encuentro con el archivo, terminó perdiéndose entre los escombros. “¿Cómo distinguir la memoria de lo vivido del dolor de los otros?” se pregunta la voz, cediendo el paso a una imagen icónica de Jacobo Zabludovsky, quien reconforta a un hombre al que entrevistó durante su crónica de lo ocurrido. Aquel hombre no solo perdió su negocio, un restaurante ahora olvidado, sino que, muy probablemente, también a su hermana. Este relato íntimo y emotivo corrompe las lógicas de pretensión objetiva que enmarcan la calidad documental de las imágenes recuperadas. La historia de la tragedia no se narra en este ejercicio audiovisual de corta duración desde un punto de vista que ofrezca cifras, porcentajes, o algún otro tipo de dato duro, científico, sociológico, sino desde la emotividad propia de quien encarna y encara el dolor de la memoria perdida.

La narración en tercera persona no es otra cosa más que una suerte de desplazamiento que permitió al propio director tomar distancia frente a la agitación provocada por la revisión constante de aquellas imágenes del dolor. “Alguna herida se formó en ese peculiar encierro del montajista, clasificando en la oscuridad, aislado con el dolor, el sudor y el polvo”, advierte al respecto Nicolás Ruiz, productor de Arkhé (2023).

Cabe destacar que a través de este mecanismo de enunciación autoral, se hace audible y visible la huella de Chris Marker, pero también de una larga tradición de teóricos y artistas que han entrado al archivo sólo para descubrir que sus cenizas aún arden y, desde ahí, pusieron la historia oficial (aquella que se relata desde la monumentalidad) patas para arriba. Pienso en todo el legado crítico, trazable de Brecht a Farocki, de Benjamin a Didi-Huberman.


No se trata de una relación de reciprocidad entre imagen y sonido, sino de un acompañamiento en el que una y otra plantean preguntas y se cuestionan mutuamente. El potencial disruptivo de esta incursión en el archivo del sismo del 85 enfatiza el empobrecimiento mediático de la experiencia traumática al mismo tiempo que encadena la expresión y la imaginación (en la forma de esa figura anónima que ha legado su relato sobre el encuentro con aquel ominoso archivo) como una forma de resistencia y solidaridad frente al olvido.

Las operaciones de montaje en Arkhé (2023), condicionan la posibilidad de otras vidas de las imágenes al poner en crisis el proceso de significación según el cual fueron relegadas a un contenedor que las esterilizó silenciosamente. Y, es que, si las imágenes son la memoria del mundo, ¿habrá algo más perverso que sus borramientos? Sus propiedades materiales y simbólicas las convierten en superficies idóneas para la escritura del pasado. Aquellas que Navarro recuperó en su trabajo audiovisual son testigos enmudecidos por el paso del tiempo, cuya voz fue restituida por el remontaje ejecutado en Arkhé (2023). Ellas dan cuenta de la devastación absoluta de una sociedad que aún arrastra el dolor dejado por el sismo del 85. Verlas hasta el cansancio, hasta no poder más, resistir hasta convertirse en víctima de la afectación más profunda, no olvidar, parece ser no solo el motor detrás de este ejercicio ensayístico, sino su más grande enseñanza.

(Escribo esto pocos días después de que un huracán categoría 5 azotó el puerto de Acapulco en Guerrero, México, convirtiéndolo en un cúmulo de escombros. Las imágenes de la destrucción inundan los medios de comunicación nacionales. Me pregunto si, en algún momento, las lógicas del espectáculo nos conducirán a olvidar esta tragedia, a hacer de ella un recuerdo borroso sobre el que se imprima el próximo escándalo de una superestrella televisiva).

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