La ranura en el tiempo
Por Mariana Martínez Bonilla y Bruno Varela
La ranura en el tiempo forma parte del díptico Anáhuac contra los robots, compuesto también por el filme-performance-potencia, La máquina de futuro. Tomando su nombre de un préstamo laxo de la obra de Georges Bernanos (1947), adaptada al cine por Jean-Marie Straub, Francia contra los robots (2020), el díptico futurista (y, a decir de Byron Davies, neomexicanista) de Bruno Varela es el resultado de la sobreacumulación de ideas del cineasta en torno a la exploración no solo del propio medio cinematográfico y de sus imágenes, sino del tiempo. Se trata, también, del desarrollo o puesta en práctica de una poética-política que fricciona los modos de hacer artesanales característicos del artista radicado en Oaxaca, con el fin de hacer surgir de ellos un chispazo que alumbre al caudal de imágenes potenciales que, moviéndose libremente en el tiempo y el espacio, van y vienen de una vida a otra.
La ranura en el tiempo es una disposición/superposición/amontonamiento de las imágenes-tiempo-movimiento que, en deuda con el cine chamánico propuesto por Raúl Ruiz, pero también con toda aquella tradición del cine experimental que cuestionó radicalmente las capacidades narrativas y materiales del medio fílmico, pone en crisis las formas cinematográficas hegemónicas creando ficciones que friccionan lo real. Al chocar aquellos tiempos del positivismo occidental con la cosmovisión poética del hombre de Anáhuac, de donde el díptico tomará prestado el nombre, Varela se convierte en lo que él mismo definió como máquinas de resonancia, potencias y significados multiplicados, aperturas a la posibilidad.
¿Hacer posible qué?, ¿posibilidad de qué? y, más aún: ¿para qué hacerlo posible? Hacer posibles otras vidas para las imágenes y, por lo tanto, otras maneras de habitarlas y habitar con ellas el mundo, otro mundo para repensar este, el único que tenemos. En sus imágenes es constante la presencia de un cuerpo ataviado de blanco que danza en libertad, como si lo hiciera ritualmente, acompañado por una banda sonora resultante de los ejercicios de grabación en los que el cineasta recurre a algunos objetos cotidianos (juguetes, discos de acetato, metates), voces, conversaciones, como aquella que recoge la voz de la cocinera y curandera Cecilia Bautista, y sonidos de ambientales para crear ritmos heterogéneos.
Encarnado por la reconocida bailarina zapoteca Rosario Ordoñez, este baile-caos-potencia anuncia el porvenir sobre las ruinas de Dainzú y Yagul, zonas arqueológicas ubicadas en la región oriente del valle de Oaxaca, también conocida como Valle de Tlacolula, y a las que se suma la muy conocida Mitla. La primera de ellas fue bautizada así por Ignacio Bernal al enterarse de que los pobladores originarios la llamaban por un nombre similar, cuyo significado era “cerro de órganos”. [Entonces, pienso que no imaginé aquellas flores que se difuminaron fugazmente sobre el cuerpo de la bailarina. Reconozco una planta de buganvilia en el momento en el que ésta desaparece para convertirse en una pantalla negra sobre la que habitan unos puntos rosados que forman líneas diagonales y éstas, a su vez, se convierten en otras flores, esta vez amarillas, sobre el cuerpo de Rosario].
En esta región, capturada fragmentaria y aleatoriamente por la cámara análoga de Bruno (a quien podemos ver en el detrás de cámaras hecho por Eugenia Varela, su hija, dando cuerda al mecanismo de grabación mientras su cuerpo se contonea para perseguir el movimiento del cuerpo de la bailarina), sobreviven las ruinas de algunas cuevas prehistóricas como Gheoh Shih, Cueva Blanca y Guilá Naquitz, en donde se realizaron hallazgos de la primera domesticación de teocintle, calabaza y chiles, entre otros tipos de plantas. Este lugar, advierte Bruno, se disputa el origen del maíz con el Valle de Tehuacán en el estado de Puebla.
La tortilla, símbolo que el cineasta ha hecho propio para devenir política, ética y estética de sus creaciones, en su forma primigenia, se manifiesta como el probable origen del mundo. He ahí la impronta afectiva, histórica y ritual de la danza ejecutada por Ordoñez sobre lo que antaño fuera uno de los “laboratorios primordiales del maíz arcaico, el primero de la cadena de mutaciones”, como apunta el cineasta con quien he compartido estas líneas que se han visto enriquecidas a modo de intercambio epistolar.
Bruno, el cineasta-arqueólogo, recupera, recicla y remonta sus imágenes, así como recupera, recicla y remonta materiales vencidos, dañados, fósiles. Ninguna tecnología ni pedazo de película se desperdician. Su poética-política es también ecológica. Las infinitas combinatorias del material-ruina que hemos visto en otras de sus obras, entre ellas El prototipo (2023) y Tortillería Chinantla (2005), son la condición de la apertura hacia lo posible. Sus imágenes, cristales del tiempo, devienen constelaciones en donde se ponen en relación esos otros tiempos (utopías necesarias), fuera del discurso de lo racional, que sólo la máquina-cine, que también es máquina de sueños y máquina chamánica, podría articular.
El montaje modular de La ranura en el tiempo opera a través de relaciones dípticas, como el propio creador afirmó recientemente en el más reciente de nuestros encuentros. El primero de ellos dado por la relación agua-fuego como complementos y no como contradicción, y el segundo por el binomio mano-máquina, como operaciones complementarias de creación de sentido-mundo que toma la forma de una tortilla. Se trata de operaciones supratemporales que se hacen visibles a través de un mecanismo caleidoscópico.
Las relaciones entre imagen y palabra ocupan un lugar privilegiado, pues es en su interior desde donde Varela enuncia su búsqueda:
“otro origen incrustado en los cuerpos/ para desinstalar futuro/ conjuro inseminado para abrir sueños/ para subvertir la linealidad del tiempo, se requiere otra infraestructura emocional y tecnológica [...] para desmantelar el reloj matriz, el mecanismo que empuja la banda sinfín del comal mecánico /reconfigurar el artefacto a través de pequeñas maniobras/ otras relaciones, otros significados /es la guerra por la cuarta dimensión/ el lenguaje establece las fronteras entre lo posible/ relaciones/ signos”.
Dichas palabras se imprimen sobre las imágenes del ciclo ininterrumpido de la banda de cocción de la máquina tortillera. Imagen reconocible que comienza a abstraerse para convertirse en la impresión fotoquímica de aquello que parecen ser las nervaduras de una hoja. Así la tortilla, en un ir y venir entre la presencia y la ausencia (¿acaso no podríamos definir así a un espectro?), deviene planta, la planta fuego y el fuego, a su vez, tortilla de comal. El ciclo visual comienza de nuevo, las imágenes se re-ciclan y, al hacerlo, se resignifican.
¿Cuáles son, entonces, esas maniobras de las que habla el director, aquellas que permitirían la generación de otros significados? Maniobras del lenguaje, sin duda, pues éste es el que establece las “fronteras entre lo posible”, pero ¿de qué lenguaje estamos hablando? Relaciones y signos, responde la película, dejando a las preguntas sin respuesta porque no es necesaria y, en caso de serlo, ¿para quién?, ¿para qué?
La ranura en el tiempo no tiene un esquema narrativo racional. En todo caso, habría una propuesta materialista-chamánico-futurista, que corrompe cualquier linealidad del sentido para posibilitar otras maneras del ser y el conocer. Así, el proceso exploratorio de Bruno Varela, gestado a lo largo y ancho de su trabajo como cineasta experimental, retoma aquí su fuerza para producir derivas del sentido y desplazamientos sígnicos, produciendo tensiones rituales entre las imágenes y los tiempos de sus apariciones: filtro anacrónico desde donde es posible la confrontación de los sentidos dados, aquellos que se pretenden unívocos y que conforman los valores de uso y verdad de las imágenes que conforman nuestros imaginarios.
El trabajo con el found footage, como se les denomina a estos materiales en el argot de la práctica y la teoría cinematográficas, viene siempre acompañado por un reordenamiento del sentido, por una potencialidad ficcional para relatar otras historias. Los umbrales de esas narrativas están dados por las repeticiones de imágenes (una y otra vez aparece la tortilla, como el origen del mundo, pero también como signo de puntuación) y las reverberaciones de acciones (aquel cuerpo femenino que danza), que encuentran sus ritmos en coincidencia con los números celestiales de las cosmogonías indígenas. De ahí que cualquier operación exegética desde los parámetros del tiempo occidental (y, por supuesto, sus violencias) sea imposible. Los tiempos proféticos del futurismo cuántico del Anáhuac (“tiempo anahuaca”, según el propio director), escapan a la lógica del montaje como la conocemos; es decir, como articulación de unidades coherentes.
En La ranura en el tiempo, el sentido se arrebata al ritmo del fuego que cuece las tortillas, pero también del cuerpo que danza incesantemente. A través de la yuxtaposición y sobreimpresión de diversos órdenes de flujo temporal, se vuelve posible aprehender el tiempo y la vida. Al retomar las imágenes para explorar sus potencias y sus otras vidas, Bruno Varela moviliza el pensamiento utópico más allá de la condena del Antropoceno, habilitando un tiempo-espacio diferencial, aquellos de la tortilla, del maíz, de las otras vidas posibles, siempre en potencia. Así pues, a través de su ranura en el tiempo encontramos azo tle nelli in tlaltícpac, lo único verdadero sobre la tierra: vibraciones, aquello que está siempre por-venir, que es pura potencia de afectación.
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