Um tropeço em cinco movimentos y Materia vibrante

 

Por Pablo Gamba 

En la sección de cortos y mediometrajes de Rotterdam se estrenaron Um tropeço em cinco movimentos (Brasil-Estados Unidos, 2024), tercera película de la brasileña Valentina Rosset, según la lista publicada por el festival, y Materia vibrante (Argentina, 2024), de una de las figuras más importantes del cine experimental argentino actual, Pablo Marín. Son dos películas que comentamos juntas aquí la importancia que tiene en ambas la exploración de la forma fílmica.

El corto de Rosset está basado en Corona (1962), pieza para piano del compositor japonés Toru Takemitsu, creada en un momento de su carrera en el que se interesó por la música y las ideas de John Cage. Es una de las obras para las que escribió partituras gráficas. El título se relaciona con los esquemas que el ejecutante encuentra en el papel y que Rosset filma en planos que puntúan las partes de la película como los movimientos de Corona

Para el cortometraje se grabó y se filmó la interpretación que hace de la pieza Jack Dettling. Es, junto con el registro visual de la partitura, lo que Um tropeço em cinco movimentos tiene de documental musical. La técnica del ejecutante es por sí misma de interés porque que incluye tocar directamente las cuerdas del piano, en vez de usar el teclado, o frotar contra ellas objetos como una bola de soplado de goma o un papel, por ejemplo. 

Los planos de Dettling tocando Corona no están siempre sincronizados con el sonido. Lo visual cobra así cierta independencia de lo auditivo. También por la manera llamativa como Rosset filmó y fotografió las manos del músico en color y en blanco y negro. Crea, por ejemplo, la ilusión de que son las manos reales, para revelar después que son su reflejo en la tapa del piano. Las ilumina también de un modo que produce juegos de colores entre ellas y el instrumento. 


Cuando vemos los dedos de Dettling no tocando el piano sino jugando con una cuerda, el documental sobre Corona se convierte en un film sobre sus manos. Pero el desarrollo formal de Um tropeço em cinco movimentos prosigue hacia la abstracción en la imagen borrosa del movimiento de las manos y en planos de figuras coloridas difíciles de identificar. 

Hay, en síntesis, una música audiovisual en esta película sobre la pieza musical representada visualmente por Takemitsu. Sigue incluso las indicaciones de la partitura por lo que respecta a la correspondencia de los colores dominantes en las respectivas partes del corto con los gráficos en azul, rojo y amarillo de la partitura, o las hojas que no tienen color. 

Esta música está en contrapunto con otra en un montaje paralelo que expande la película todavía más, como si fuera un concierto de cámara para piano y el cosmos, y que igualmente sigue la partitura de Takemitsu por lo que respecta a los colores. Se conjugan en el montaje la interpretación y grandes planos aéreos del mar y de las nubes, pero también microfotografía y planos detalle de interacción de la luz con la materia sólida, líquida y fílmica que refieren a Stan Brackhage, o Betzy Bromberg o Charlotte Pryce, a las que la cineasta agradece en los créditos. 

Pero la filmación de la interpretación de la pieza de Takemitsu le da un anclaje a lo experimental en un espacio más céntrico del campo cinematográfico: el documental poético. Allí la expresión autoral tiene cabida del modo que se da en este cortometraje. Es algo que refiere a esas pequeñas películas grandiosas sobre obras de arte y artistas de los albores de la modernidad fílmica, como Van Gogh (1948), de Alain Resnais, o Reverón (1952), de Margot Benacerraf, por ejemplo. Um tropeço em cinco movimentos está entre ese cine y el experimental. 


Pablo Marín es también un cineasta cuya obra se inscribe en una tradición luminosa: la del cine experimental argentino que renovó el grupo del Instituto Goethe en los años setenta, en particular con el giro hacia lo estructural que dio el cortometraje Come Out (1974), de Narcisa Hirsch. Son películas que han encontrado en Marín, como crítico, su valoración más lúcida. 

La búsqueda formal, dominante en el cine estructural, se expresa en Materia vibrante en la exploración de la relación figura-fondo. Vemos esto en el plano inicial, donde una parte de un edificio es visible entre una espesa vegetación. Se reitera en una montaña rusa vista en el fondo de otro plano de árboles y, al final, cuando los vehículos interrumpen la visión de una estatua iluminada. Salen del fondo de la imagen, que es la calle, para interferir en la figura. 

Pero en el corto también hay una mirada crítica de la representación del paisaje urbano. Dirige su atención hacia lo que no se considera parte de la ciudad o se oculta. Un ejemplo son las zonas de los alrededores, en las que paisaje se identifica como campo o bosque. Otro, el espacio que parece el contraplano de la ciudad como se presenta a la mirada de quienes la recorren: el patio interior de un conjunto de edificios, por ejemplo, o un arroyo de aguas servidas. Hay pájaros allí que no son como los patos que nadan en la laguna de un parque para que los vean. 

Las hojas de los árboles y plantas, o la ropa tendida a secar, movidas por el viento subvierten el tópico de los ritmos de la ciudad moderna y el montaje que los articula como el engranaje de una gran máquina en las sinfonías urbanas. El viento es la “música” de Materia vibrante: el ruido que causa en el micrófono que, junto con los del campo y el ruido de la cinta sin sonido, se eliminarían para lograr la representación sonora habitual del cine y de la ciudad en una película.

Marín se interesa visualmente, además, por lo que no tiene movimiento. Lo crea en la imagen moviendo la cámara, y con zooms in y out de árboles, por ejemplo, o animando un edificio filmado cuadro a cuadro desde diversos ángulos. Es otra ironía de la rítmica urbana del cine. 


El viento entra en juego también cuando levanta el papel estampado que ocupa todo el cuadro en dos planos sucesivos, separados por un fundido en negro. Volvemos así a la cuestión formal de la figura y el fondo: en el primero de los planos, las figuras son las del diseño; en el segundo, el papel que el viento mueve con relación a una superficie que no vemos, pero es el fondo. 

Al sacarla del contexto urbano, la cuestión pone de relieve también la pregunta por lo que forma la imagen. Surge cuando la distinción figura-fondo se hace problemática. Es una interrogante que apunta hacia la materia vibrante visual y sonora del título, y que refiere así al cine. Lo mismo ocurre en otro plano de piedritas que se apilan, filmado al revés para hacer patente que no son objeto de la fuerza de gravedad porque su materia en el cine no es pétrea sino fílmica. 

En Materia vibrante, en resumen, no pareciera haber una búsqueda formal sino varias en tensión unas con otras. Las manos del cineasta aparecen al final. Sostienen un celular en cuya pantalla se puede leer su nombre. Hay un yo en el corto, pero no se puede identificar como lírico. Es un yo que se hace preguntas y busca profundizar en las respuestas, que piensa el cine con el cine. 

En esto Marín sigue también el legado del cine experimental argentino de los setenta. El grupo del Goethe, en general, se orientó hacia un cine crítico de la efervescencia grupal y política de los sesenta, que se apartó de eso para buscar una mayor profundidad en lo estructural y en lo lírico.

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